martes, 16 de abril de 2024
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En esta Navidad, proclamemos con altanería la Virginidad de María, antes, durante y después del parto

Redacción (Miércoles, 26-12-2018, Gaudium Press) La Virginidad perpetua de María es una de las glorias que creemos quienes tenemos la honra de llamarnos católicos, y uno de los cuatro dogmas marianos: La Maternidad Divina, la Inmaculada Concepción de la Virgen, la Asunción de María y la Perpetua Virginidad de María Santísima. Ya el Concilio de Constantinopla (en el año 553) le daba a María el título de «Virgen perpetua» (aeiparthenos).

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En la Escritura está ‘dibujado’ este dogma; claro, para aquellos que la leen con las luces de la fe (y no con las ‘luces’ de un naturalismo racionalista tonto).

Inspirado por Dios, ya el profeta Isaías vislumbraba el parto milagroso de la Virgen: «Antes de tener dolores, ya había dado a luz; antes de llegarle el parto, había parido un varón» (Is 66, 7) Algo similar se puede decir de la exclamación del profeta Ezequiel: «Y Yahvé me dijo: Esta puerta permanecerá cerrada. No será abierta, y nadie pasará por ella, porque por ella ha pasado Yahvé, el Dios de Israel. Quedará, pues cerrada» (Ez 44, 2). La Virgen Bendita es la más augusta Porta Coeli, Puerta del Cielo, y también la podemos llamar Puerta de Dios, quien nos da acceso a Dios.

Saltando a los días posteriores a la resurrección del Señor, narra el Evangelista San Juan que «al atardecer de aquel día, el primero de la semana, los discípulos tenían cerradas las puertas del lugar donde se encontraban, pues tenían miedo a los judíos. Entonces se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: ‘La paz con vosotros'» (Juan 20,19). Ocho días después ocurrió otro tanto. Entonces, así como Jesús con su cuerpo glorioso, ingresa sin necesidad de abrir de puertas en el recinto donde se encontraban reunidos los apóstoles junto a la Madre de Dios, así preservó intacto el seno purísimo de la Virgen durante el parto.

Es claro que el más luminoso indicio vetero-testamentario de la Virginidad perpetua de Nuestra Señora, a la par de su fecunda maternidad, lo da una vez más el profeta poeta Isaías: «Pues bien, el Señor mismo va a daros una señal: Mirad, la Virgen está encinta y va a dar a luz un hijo, al que pondrá por nombre Enmanuel» (Is 7, 14). La Virgen ya está encinta y sigue siendo Virgen. Dice con precisión al respecto Esteban Chanona: «Los Israelitas se preguntaban cómo una Virgen dará a luz un hijo; cuando ellos reciben esta señal no sabían que existiría María, ellos solo sabían que una Virgen va a dar a luz y si la Virgen dejaba de ser Virgen se pierde la señal, ¿Quién está encinta? La Virgen, ¿Quién va a dar a luz un varón? La Virgen, ¿Quién le pondrá por nombre Emmanuel? La Virgen». 1 Y como dice San Agustín «su concepción carnal no se realizó mediante la carne» y «su natividad en la carne otorgó fecundidad a quien lo crió, sin quitar la integridad virginal a quien lo alumbró». 2

Pero la Virginidad perpetua de María se hace aún más clara cuando la Virgen, que era la sumisión total, fue capaz de alegar ante Dios su deseo de virginidad vitalicia:

Dice el ángel Gabriel a la Madre del Salvador: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús». (Lc 1, 30-31) Entretanto, a ese anuncio -que representaba en la época una de las mayores alegrías para toda mujer judía- la Virgen retruca, poniendo así explícito su deseo no sólo de no conocer varón, sino también de no querer conocer varón, en sentido bíblico:

María respondió al ángel: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» El ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 34-35).

Quedaba anunciado el milagro, no sólo de la concepción del Señor, sino también del parto milagroso virginal de Nuestra Señora.

Por lo demás, aunque las mujeres judías apreciaban muchísimo la maternidad, es sabido que habían algunas que se consagraban vírgenes para servicio del Templo, y, según la tradición, María Santísima era una de ellas.

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El nacimiento del Verbo Encarnado

Narra Mons. Juan Clá, EP, el nacimiento de Jesús en su magnífica obra «San José: ¿Quién lo conoce?», replicando la clásica expresión agustiniana: «¡Milagro de los milagros! Transponiendo el virginal y sagrado cuerpo y las vestiduras de su Madre, Jesús salió del claustro materno como el sol atraviesa un magnífico vitral, sin romper en nada su virginidad, que guardaba con amor divino. Y envuelto en una nube de luz, surgió el Niño Dios ante la Virgen María. Ella, elevando un poco los brazos, tomó a su Hijo y lo abrazó. El parto, por lo tanto, no tuvo nada de humano, ni supuso esfuerzo alguno de su parte.» 3

Y tras el nacimiento, una sublime mirada:

Todos los bebés lloran cuando nacen. El Santo Infante tenía hambre y frío, pero no lloraba. Cuando abrió los ojos. Los fijó en su Santísima Madre, a quien dirigió una mirada verdaderamente divina, sonriendo. ¡Qué cruce de miradas! Intercambio más bello que éste sólo hubo uno: la última mirada en la Cruz. Dos miradas extremas: la del nacimiento y la de la Muerte. (…)

Con respecto a este encuentro, comenta el Dr. Plinio: «Para Nuestra Señora, Él debe haberse mostrado, al mismo tiempo, con todas las majestades, todas las cualidades dignas de veneración, todos los encantos, todas las dulzuras y las afabilidades que tuvo hacia todos los hombres, desde aquel momento hasta la consumación de los siglos. Era su madre, concebida sin pecado original y que nunca había dejado de corresponder perfectamente a cada una de las gracias únicas que había recibido. Podemos imaginar cómo Él la quería y cómo Ella lo quería. Por supuesto que Ella lo contempló y entendió completamente, como nadie antes y nadie después, y lo adoró. Sumando la adoración de todos los hombres hasta el fin del mundo y de todos los ángeles no se iguala a la adoración de Nuestra Señora. 4

Pidamos al Divino Infante y a su Augusta Madre Virgen, que nos incluyan en esa mirada, en esa contemplación que hoy es eterna en el Cielo. Que en ese amor que Ellos se manifestaron en ese primer instante, donde ciertamente consideraron toda la obra de la Redención y a todos los bienaventurados, haya habido aunque sea un pequeño espacio para cada uno de nosotros, de manera que por el amor fecundo que ellos se tienen, no consideren nuestras miserias sino que nos den la gracia para llegar hasta ellos en el cielo, por siempre.

Por Saúl Castiblanco

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1 Esteban Chanona. La Virginidad de María. In http://es.catholic.net/op/articulos/64362/cat/1077/la-virginidad-de-maria.html#modal
2 San Agustín. Sermón CXCV, n. 1 In: Obras: Madrid. BAC. 1983. T. XXIV. P. 50.
3 Mons. Joao Scognamiglio Clà Dias, EP. San José: ¿Quién lo conoce? Heraldos del Evangelio. 2017. Lima. p. 224
4 Ibídem, pp. 225-226

 

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