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Reconstituyendo la confianza: Una señora llena de bondad

Redacción (Lunes, 31-12-2018, Gaudium Press) A Jesús y a la Virgen los podemos ir conociendo en sus obras, particularmente al esculpir la perfección en el alma de ciertos hombres. Por ejemplo en Doña Lucilia Ribeiro dos Santos Corrêa de Oliveira, quien brillaba especialmente por esa altísima virtud, la más alta, comúnmente tan ausente en el convivio actual, como es la bondad, la caridad.

Virtud de Doña Lucilia, que fue causa de que ese gran sabio del S. XX, el ilustre dominico Fray Antonio Royo Marín, manifestase que a medida que iba leyendo las líneas de su vida la «curiosidad ante lo desconocido evolucionó muy pronto en franca simpatía, que fue aumentando progresivamente hasta convertirse en verdadera admiración y pasmo». 1

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Espíritu de Doña Lucilia siempre contemplativo y vuelto hacia las perfecciones fuera de sí, «su capacidad de admirar las cualidades ajenas tenía origen en la virginidad de su alma, que supo mantener intacta. Ella siempre se conservará fiel, hasta sus últimos días, a aquel notable sentido admirativo, a aquel modo prístino y rico de considerar los hechos y las criaturas con que la inocencia envuelve la infancia de todos los cristianos». 2

La vida de esta grande dame brasileña, contemporánea de Santa Teresita pero quien vivió hasta 1968, interesa cada día más, especialmente -insistimos- por esa cualidad que aunque muchas veces sin saberlo, tanto aprecian y ansían los hombres.

Bondad de una madre excelsa, que así resumía su hijo, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira: «El trato entre nosotros dos era, para mí un verdadero paraíso. (…) Tenía una noción muy grande de mi propia fragilidad. Me sentía pequeño, enfermo. A fuerza de prodigarme toda especie de cuidados, ella me transformó. Me daba cuenta, incluso, de que podía morir, pero notaba también su cariño envolvente y su enorme deseo de que yo viviera. Eran como tónicos que me comunicaban vitalidad. Desde dentro de mi debilidad me venía la siguiente idea. ‘¡Ella me quiere tanto y puede tanto! Es probable que consiga convertirme en una persona saludable. ¡Qué tragedia si muriera! Pues me llevarían lejos de ella…’ Ahora bien, yo quería vivir. Sentía que dependía de ella para continuar viviendo. Estos pensamientos me venían a la mente no sólo con relación a esta vida terrena, sino también con relación a la otra. No concebía un ambiente celestial que no fuera parecido a la atmósfera que sentía junto a ella. Mamá fue un paraíso para mí hasta el momento en que cerró definitivamente los ojos». 3

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Bondad materna, que también legó a su hijo el mayor tesoro, la fe católica: «Además, ella me abrió otro jardín incomparablemente más paradisíaco que ella misma: me enseñó a comprender y a amar a la Santa Iglesia Católica y me inculcó la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y a la Santísima Virgen». 4

Bondad que constantemente traspasaba las puertas de las estancias de sus hijos, para compadecerse también, por ejemplo, con las angustias del sobrino sordomudo, que había aprendido a hablar con una técnica especial, pero que para muchos era molesto:

Tito «se expresaba de manera ronca y un tanto desagradable. (…) algunas veces se peleaba hasta con doña Gabriela [su abuela]. (…) Doña Lucilia, por su parte, con la intención de hacer la vida de su madre lo más agradable posible, asumía todos los problemas que iban apareciendo. Así, se quedaba observando la discusión de doña Gabriela con Tito. Cuando alcanzaba cierto grado de paroxismo, se dirigía a su sobrino, articulando despacio las palabras y moviendo lentamente los labios para que le comprendiera bien, y le decía:

«- Tito, acompáñame. Vamos a hablar un poco.

«Éste que no esperaba otra cosa, se tranquilizaba y se iba con ella a una sala menor. Charlaban durante una hora, a veces hora y media. Él no conseguía controlar convenientemente el volumen de su voz, de forma que hablaba demasiado alto. A veces gritaba sin darse cuenta, hasta tal punto que algunos parientes escuchaban trechos de la conversación. Eran quejas amargas por malentendidos que ella [Doña Lucilia] tenía que deshacer pacientemente.

«Al cabo de aquella hora, Tito salía tranquilizado, besaba a su tía, le decía ‘hasta luego’ y se marchaba. (…) Nunca la vieron [a Doña Lucilia] quejarse ni tratar de llamar la atención sobre la paciencia de que daba pruebas». 5

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Bondad que se esparcía más allá de los límites de su familia, y que cobijaba a todos con los que tomaba contacto, sin esperar nada a cambio, incluso a costa de la ingratitud más abyecta:

«En cierta ocasión, una señora acomodada que pasaba por una situación difícil no encontró mejor salida sino escribir a don Antonio [padre de Doña Lucilia], quejándose de que estaba enferma y no tenía quien la cuidara. Por ser buena amiga y cliente, él la invitó, de común acuerdo con doña Gabriela, a hospedarse durante una temporada en su casa, donde sus hijas velarían por ella. Desbordante de afecto, Lucilia se desvivió en atenciones para con la enferma, cuyo mal exigía esmerados cuidados». 6

Pero alguien cercano a Doña Lucilia, de aguda perspicacia, sintió anticipadamente la ingratitud de que sería objeto doña Lucilia por parte de esa señora: «- Lucilia, no seas tonta aplicándote tanto en el trato a esa señora. ¿Quieres saber lo que va a ocurrir? Cuando ella se sienta bien y esté a punto de marcharse, no te lo agradecerá, tal vez te dirá un simple ‘muchas gracias’, y luego se olvidará de ti… ¡Será a mí que sólo paso a verla algunos momentos para contarle algún chiste, a quien se mostrará agradecida!» 7 Dicho y hecho, así ocurrió.

Pero Doña Lucilia no actuaba tras las complacencias meramente humanas, su paz y alegría estaban en territorios mucho más elevados: «Lucilia respondió con generosidad: – Está bien, pero yo la cuido porque papá quiere y por amor a Dios. La obra de misericordia queda cumplida». 8 Gestos de ese tono se repitieron innúmeros a lo largo de su vida.

Bondad que se dirigía especialmente hacia la debilidad

La bondad de Doña Lucilia era especialmente inclinada hacia la debilidad:

«¿Cómo sentía cuando era niño la compasión que tenía por mí?» se preguntaba el Dr. Plinio, para luego responderse: «Ella se daba cuenta de cuánto sentía yo mi propia debilidad y sonreía como diéndome: ‘Es verdad que eres débil, pero es natural que lo seas. Así es la vía del hombre. Pero es natural también que un hombre tenga madre y que ella sea un océano de ternura hacia él. Siéntete comprendido en todo y no tengas orgullo en querer ocultarme tu debilidad. Al contrario, colócala en mis manos; yo me encargaré de ella.’ Con una sonrisa llena de afecto, como nunca ví nada igual en mi vida, era como si me dijese: ‘Vamos a seguir juntos tu difícil camino.’ » 9

«Aún tengo saudades de los regaños de mamá»

Bondad sapiencial de Doña Lucilia, incluso en las horas de las necesarias reprimendas:

«Siempre que la fraulein [institutriz] u otra persona se daba cuenta de alguna travesura practicada por los niños, doña Lucilia mandaba a un criado que llamara al infractor. Este, localizado sin tardanza por el empleado, recibía el aviso. La conciencia pesada por la falta cometida ya le hacía entrever el motivo de la convocatoria, asaltándole en seguida un estremecimiento de congoja por no encontrar ningún atenuante para el acto practicado».

«Doña Lucilia, intransigente en exigir el cumplimiento del deber, sabía, sin embargo, templar esa noble virtud con una dulzura de alma que llevaba a sus hijos a aceptar con amor las obligaciones que les imponía».

Las correcciones ocurrían habitualmente en su cuarto. «Introducido en esa corte de justicia, al mismo tiempo grave y dulce, [el niño] se sentía conquistado por la bienquerencia de doña Lucilia, disipándosele todas las anteriores turbaciones al contemplar la fisonomía pensativa de su madre». (…)

«- ¿Has hecho eso? – Sí señora… lo hice. – ¿No te dije que no deberías hacerlo? – Sí señora, me lo dijo. A cada pregunta quedaba el niño más tímido, agobiado por el disgusto de haber contrariado a tan bondadosa madre. (…)

«Doña Lucilia enumeraba en seguida los agravantes del delito, dejando, sin embargo, entrever una salida ingeniosa para el caso: – Pero no tenías derecho a hacer eso, ¿no habría sido mejor haber buscado a tu madre y decirle: ‘Mamá, he desobedecido, perdón’? Yo te daría una bendición, y, después de un beso, estaría todo solucionado.

«Cuando se daba cuenta de que sus palabras habían vencido cualquier resistencia, induciendo a su hijo a un proporcionado arrepentimiento, concluía: – Está bien. ¿Me prometes que no lo harás más?»

Y tras la reprensión «severa, nunca irritada, [ella pasaba] a un afecto desbordante. Entraba tanta armonía y entendimiento recíproco, que Plinio siempre salía inundado de admiración y de contento, de tal manera que, muchos años después de su muerte, afirmaría: ‘Aún tengo saudades de los regaños de mamá’ «.10

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Nacía esta bondad insigne de su inocencia prístina, de su fe profundísima, de su devoción firmísima, particularmente a la Virgen bendita y al Sagrado Corazón. Leer la vida de Doña Lucilia escrita por Mons. Juan Clá es -además de toda una escuela- un bálsamo, un reconstituir de esperanzas y de confianza, incluso en vista del 2019 que ya despunta en el horizonte, cargado también de aprehensiones.

La vida de esta insigne dama -hija fidelísima como era ella del Auxilio de todos los cristianos- nos ayuda a medir la bondad inconmensurable de la Virgen, nuestra dulzura, nuestra vida y nuestra esperanza. Que Nuestra Señora sea el faro que nos ilumine en los senderos luminosos o pedregosos, en los mares calmos o embravecidos del año que inicia. Confianza, pero en Ella.

Por Saúl Castiblanco

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1 João S. Clá Dias. Doña Lucilia. Ed. Apóstol Santiago. Santiago de Chile. 2004. p. 7

2 Ibídem. p. 33

3 Ibídem. p. 81

4 Ídem.

5 Ibídem. p. 87

6 Ibídem. p. 57

7 Ibídem. pp. 57-58

8 Ibídem. p. 58.

9 Ibídem. p. 85.

10 Ibídem. pp. 147-148

 

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