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Odio al bien: el Imperio Romano se ahogó en la vasija de Pilatos

Redacción (Martes, 16-04-2019, Gaudium Press) Hace 75 años, el entonces joven líder católico Profesor Plinio Corrêa de Oliveira escribía un Vía Crucis para el diario «Legionario», órgano perteneciente a la Arquidiócesis de San Pablo.

Todos esos años que se pasaron desde entonces solo hicieron señalar la oportunidad de las consideraciones morales y socio religiosas hechas por el joven intelectual católico para el año 1943 y que pueden ser aplicadas para el año 2019.

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Veamos:

-Conspiraron contra ti, Señor, tus enemigos.

Sin mucho esfuerzo, amotinaron el populacho ingrato, que ahora hierve de dio contra Ti.

El odio. Es lo que de toda parte te circunda, te envuelve como una nube densa, se dispara contra ti como un oscuro y frío vendaval.

Odio gratuito, odio furioso, odio implacable: Él no se cansa de humillarte, en saturarte de oprobrios, en llenarte de amargura; vuestros enemigos os odian tanto, que ya no soportan vuestra presencia entre los vivos, y quieren vuestra muerte.

Quieren que desaparezcas para siempre, que enmudezca la lengua de vuestros ejemplos y la sabiduría de vuestras enseñanzas.

Te quieren muerto, aniquilado, destruido. Sólo así habrán aplacado el torbellino de odio que en sus corazones se levanta.

Siglos aun antes que nacieses, ya el Profeta preveía ese odio que suscitaría la luz de las verdades que anunciareis, el brillo divino de las virtudes que tendrías:

«¿Mi pueblo, que te hice Yo, en que quizás te contristé?» (Miq. VI, 3).

E interpretando vuestros sentimientos la Sagrada Liturgia exclama a los infieles de entonces y de hoy:

«¿Que más debía yo haber hecho por ti, y no hice? Yo te planté como viña escogida y preciosa: y tú te convertiste en excesiva amargura para mí; vinagre me diste de beber en mi sed, y traspasaste con una lanza el costado de tu Salvador» (Improperios).

Tan fuerte fue el odio que contra ti se levantó, que la propia autoridad de Roma, que juzgaba el mundo entero, se abatió acobardada, retrocedió y cedió ante el odio de los que sin causa alguna Te querían matar.

La altivez romana, victoriosa en el Rin, en Danubio, en el Nilo y en el Mediterráneo, se ahogó en la vasija de Pilato.

«Christianus alter Christus», el cristiano es otro Cristo. Si fuéramos realmente cristianos, esto es, realmente católicos, seríamos otros Cristos. E, inevitablemente, el torbellino de odio que contra Ti se levantó, también contra nosotros ha de soplar furiosamente.

El Odio sopla: Dame fuerzas, Señor.

¡Y el sopla, Señor!

Compadécete, ¡Oh Dios mío!, y dad fuerzas al pobre niño de colegio, que sufre el odio de sus compañeros porque profesa tu nombre y se recusa a profanar la inocencia de sus labios con palabras de impureza.

El odio, sí. Talvez no el odio bajo la forma de una invectiva desabrida y feroz, sino bajo la forma terrible del escarnio, del aislamiento, del desprecio.

Dad fuerzas, oh mi Dios, al estudiante que vacila en proclamar tu nombre en plena aula a la vista de un profesor impío y de un grupo de compañeros que se burla.

Dad fuerzas, oh mi Dios, a la joven que debe proclamar vuestro nombre, rehusándose a vestir los trajes que la moda impone, desde que por su extravagancia o inmoralidad desistan de la dignidad de una verdadera católica.

Dad fuerzas, oh mi Dios, al intelectual que ve cerrarse ante sí las puertas de la notoriedad y de la gloria, porque predica vuestra doctrina y profesa vuestro nombre.

Dad fuerzas, oh mi Dios, al apóstol que sufre la embestida inclemente de los adversarios de vuestra Iglesia, y la hostilidad mil veces más penosa de muchos que son hijos de la luz, solo porque no consiente en las diluciones, en las mutilaciones, en las unilateralidades con que los «prudentes» compran la tolerancia del mundo para su apostolado.

¡Ah, mi Dios, cómo son sabios vuestros enemigos! Ellos sienten que en el lenguaje de esos «prudentes», lo que se dice en las entrelíneas es que Tú no odiáis el mal, ni el error, ni las tinieblas. Y entonces aplauden los prudentes, según la carne, como te aplaudirían en Jerusalén, en lugar de matarte, si hubieras dirigido a los del Sanedrín el mismo lenguaje.

Señor, dadnos fuerzas: no queremos ni pactar, ni retroceder, ni transigir, ni diluir, ni permitir que se desvanezca en nuestros labios la divina integridad de vuestra doctrina.

Y si un diluvio de impopularidad sobre nosotros cae, sea siempre nuestra oración la de la Sagrada Escritura:

«Preferí ser abyecto en la casa de mi Dios, a vivir en la intimidad de los pecadores» (Sl. LXXXIII, 11).

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