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Sublime lección de conformidad con el dolor

Redacción (Jueves, 18-04-2019, Gaudium Press) 

Por Plinio Corrêa de Oliveira

Una vieja tradición no interrumpida entre nosotros es hacer una charla en estos días de la Semana Santa sobre algún pasaje del Evangelio referente a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Y al ser hoy Jueves Santo me ha parecido conveniente leer y comentar algunos fragmentos de la concordancia de los Santos Evangelios compuesta por Mons. Duarte Leopoldo e Silva,1 a fin de prepararnos para la gran conmemoración que mañana tendrá lugar: la Muerte de Nuestro Señor Jesucristo en lo alto de la cruz y la Redención del género humano.

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Nuestro Señor Jesucristo flagelado
Basílica de Nuestra Señora del Rosario,
Caieiras (Brasil)

Comenzaremos la lectura en el momento en el que acaba la Sagrada Cena y Nuestro Señor y los Apóstoles salen hacia el Huerto de los Olivos.

Perspectiva de trágicos acontecimientos

Escribe Mons. Leopoldo e Silva: «Después de esas palabras y habiendo cantado el himno de acción de gracias, salió Jesús con sus discípulos hacia el otro lado del torrente Cedrón. Se encaminaron, como de costumbre, al monte de los Olivos y fueron a un lugar llamado Getsemaní, donde había un huerto.

«Al entrar en este sitio les dijo: ‘Sentaos aquí, mientras voy allá a orar. Orad también para no caer en tentación'».

Vemos aquí una delimitación clara entre la fiesta de la institución de la Eucaristía, la primera Misa, y la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. La Última Cena tiene un carácter festivo, sobre el cual ya se proyectan las sombras y las tristezas de los acontecimientos trágicos que vendrán después. Concluida la acción de gracias, la fiesta terminó; entonces Él empieza a enfrentar el dolor, el drama, la gran lucha. Su vida ya había sido de luchas, pero en ese momento éstas alcanzan el auge, el apogeo.

Para saborear bien los acontecimientos que narra el Evangelio, con un lenguaje tan sencillo, debemos imaginar el estado de alma de Nuestro Señor Jesucristo, las disposiciones de su Sagrado Corazón a lo largo de esos hechos.

Sombras que bajan, fulgores que se encienden

La Sagrada Cena fue triste para Él por dos motivos: en primer lugar, porque el Redentor veía la Pasión que se iniciaría enseguida, pues, evidentemente, tenía conocimiento de todo. Y también a causa de la penosa situación de los Apóstoles. En la narración de la Última Cena aparecen manifestaciones de su insuficiencia y su mediocridad. Y lo que debió herir al Sagrado Corazón de Jesús, atravesarlo más que la lanza de Longinos, fue la infidelidad de los Apóstoles, el fracaso de la obra que Nuestro Señor había comenzado con ellos.

El Redentor, que les está dando la mayor muestra de su amor hasta ese momento, al instituir la Sagrada Eucaristía y ofrecerse Él mismo en comunión a ellos, ve cómo aquellas almas reciben ese don incomparable con frialdad: San Pedro, grandilocuente; Judas, en las condiciones abominables que no vale la pena referir; los demás apóstoles, preparándose para la huida.

Está ese episodio tan bonito en el que San Juan Evangelista, el Discípulo Amado, apoya su cabeza en el pecho de Jesús y le pregunta quién sería el traidor; y Nuestro Señor entonces se lo dice. Ahora bien, ese discípulo «al que Jesús amaba», iba a huir con los otros.

O sea, las sombras van bajando al mismo tiempo que los fulgores de la Misa se van encendiendo. Y Nuestro Señor Jesucristo, que conocía todos los tiempos y todo lo que ocurriría, se deleitaba con la idea de la gloria que la Sagrada Eucaristía y la Misa les darían al Padre eterno, con las adoraciones que recibiría de los santos y de las almas elegidas, hasta el fin del mundo.

Una lucha librada en la soledad

Todos esos sentimientos penetraban en su corazón y constituyeron un claroscuro de tristeza y alegría. En cierto momento el fulgor se retira y Nuestro Señor va entrando cada vez más en las sombras de su dolor y de su muerte. Cada paso es más trágico que el otro.

Camina, pero camina con seguridad, sin un minuto de distensión, de alivio -a no ser cuando recibe al ángel que lo consoló y en la hora en que ve a Nuestra Señora y es confortado por su presencia a lo largo del Vía Crucis-, llegando a exclamar en lo alto del Calvario, en el auge del dolor: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46).

Y hasta en el consummatum est, es decir, «todo lo que había que sufrir, estaba sufrido», las sombras van volviéndose más densas para Él.

Luego podemos imaginarlo triste después de la Cena andando por las calles de Jerusalén con los Apóstoles en dirección a Getsemaní, donde empieza su agonía -agonía, en griego, significa lucha; los atletas eran llamados agonistas, porque luchaban en la arena-, o sea, la gran lucha que va a librar Él solo. Y la soledad es una de sus tragedias durante la Pasión, hasta el momento en que María Santísima aparece.

Nuestro Señor se aísla porque siente que nadie es digno de estar cerca de Él en esa hora, y le dice a los apóstoles somnolientos e indiferentes: «Sentaos aquí, mientras voy allá a orar. Orad también para no caer en tentación».

Cuando se está alejando, en vez de preguntarle alguno de los apóstoles: «Señor, ¿por qué os aisláis?», o bien: «Señor, ¿no me necesitas?», empiezan a vacilar, y la tragedia de alma de Jesús ya se hace sentir.

Abrumado por una tristeza mortal

Continúa Mons. Leopoldo e Silva: «Después, llevándose consigo a Pedro y a los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, empezó a sentir espanto y angustia, y cayó en tristeza y abatimiento. ‘Mi alma está triste hasta la muerte’, les decía. ‘Quedaos aquí y velad conmigo'».

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La Última Cena, por Fra Angélico – Museo de San Marcos, Florencia (Italia)

Nuestro Señor quiso mantener a esos apóstoles a su lado, mientras dejaba atrás a los otros, y en una intimidad mayor les explica: «Mi alma está triste hasta la muerte». A continuación, les pide: «Velad», es decir: «Estad despiertos conmigo. Quiero tener la confortación de vuestra presencia y de vuestra compasión, mientras estoy pasando por este dolor tan grande».

Y la concordancia añade: «Adelantándose un poco, se apartó de ellos como a un tiro de piedra, cayó rostro en tierra y comenzó a orar para que, si era posible, se alejara de Él aquella hora».

Pensemos en el Santo Sudario de Turín: esa mirada, esa majestad de Nuestro Señor. Qué significado tendría, para quien tuviera un poco de alma, ver esa frente en la cual estaba resumida toda la gloria del universo, esa mirada que sintetizaba, en grado excelso, de superación inimaginable, la santidad posible en todas las almas de todos los tiempos, la inteligencia, la fuerza, la bondad, en fin, todas las cualidades; contemplar ese rostro, el espejo más perfecto de Dios que jamás se haya creado.

Podemos imaginar a Nuestro Señor -que era un varón alto-, con una túnica blanca, en una noche que tal vez tuviera la claridad de la luna, con las sombras del arbolado produciendo un claroscuro. Qué desgarrador ver a ese varón majestuoso completamente solo… De repente, una gran figura blanca se reclina y pone su cara en la tierra. Entonces el Rey de toda gloria rezaba postrado, abrumado por una tristeza que lo asumía hasta la muerte.

«No se haga mi voluntad, sino la tuya»

Y en su oración, que los apóstoles oyeron para poder contarlo después y dejarlo así consignado para siempre, decía estas memorables palabras: «Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya».

Es la oración más dulce y, al mismo tiempo, más fuerte que tal vez se haya hecho en toda la tierra.

Más dulce porque al ver que el Padre eterno quiere su tormento, su martirio y que va a aceptarlo como víctima, Jesús se presenta lleno de amor y lo trata de «Padre mío», las palabras más suaves con las que una persona puede dirigirse a otra.

«Padre mío», dice como gimiendo. Sabe que va a sufrir aquel tormento, necesario según los designios de Dios, para su gloria. Y Jesús, en su humildad santísima, como abandonado, seccionado de su divinidad, queda en aquellas tinieblas. Su naturaleza humana pide: «Si es posible evitar ese tormento, apártalo». Como el que dice: «Es tan grande el peso del dolor, que soy llevado a preguntarte: por misericordia, ¿no existe un modo de alejarlo?».

Pero enseguida Nuestro Señor agrega: «Si no es posible, que se haga tu voluntad y no la mía». Entonces, más allá del afecto, vemos la fuerza: «No siendo posible, aunque no aguante, no tenga recursos, comenzaré; porque nada existe que yo no esté dispuesto a emprender para hacer tu voluntad. Soy el varón fuerte por excelencia, aplastado, abatido, aniquilado. Sin embargo, estoy dispuesto a luchar hasta el final. Envíame tu fuerza que haré tu voluntad».

Por lo tanto, es una sumisión completa, una obediencia total, un acto amoroso sin ninguna rebelión, sin la sensación de que Dios no va a ser misericordioso con Él; ve la misericordia hasta el momento en que ella parecería imposible.

Hay aquí un misterio. ¿Dios Padre no podría haber aceptado una gota de sangre de Nuestro Señor Jesucristo y de esa manera redimir a los hombres?

Realmente, una gota de la sangre de Cristo tiene un valor infinito. Y los teólogos dicen que simplemente la sangre que derramó en la circuncisión hubiera sido no sólo suficiente sino superabundante para rescatar al género humano. No obstante, había un designio de Dios, para nosotros misterioso, según el cual era necesario aquella enormidad de tormentos.

El coloquio del Hombre Dios con el Padre eterno, tan trágico, pero al mismo tiempo tan íntimo, nos desvela algo de las relaciones entre ellos. Se ve que, por algún motivo, el Padre y Él mismo, como segunda Persona de la Santísima Trinidad, no quisieron hacerlo posible. Así que nos ha sido dado a conocer algo de esa convivencia, y ese algo es de una sublimidad extraordinaria.

Cada hombre debe cargar con su cruz

Jesús quiso que los hombres vieran todo su sufrimiento, para que cada uno de nosotros tuviera el valor de cargar con su propio sufrimiento. Si el Hombre Dios pasara por la tierra y sufriera un poquito, derramando una gotita de sangre, redimidos estábamos. Pero faltaría la lección de conformidad con el dolor, de aceptación del sufrimiento como ápice de la existencia. El dolor no puede ser considerado como un desastre, un estorbo, algo que no se comprende y no debería suceder. Al contrario, es el camino necesario para que el hombre llegue hasta donde debe llegar, la carretera que lo conduce a su último destino.

Cada uno de nosotros ha nacido para cargar con una cruz, pasar por un Huerto de los Olivos, beber un cáliz y tener unas horas de agonía, en las cuales le decimos a Dios, nuestro Señor: «Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya».

La idea de que el hombre nació para dar gloria a Dios, ante todo sufriendo, esta idea rectora, fundamental en la formación del verdadero católico, no la tendríamos si no nos fuera presentada por el más sublime y arrebatador de los ejemplos, que es Nuestro Señor Jesucristo muriendo en la cruz.

Vemos aquí un contraste con el espíritu moderno, según el cual la finalidad del hombre en la tierra es tener éxito, salud, enriquecerse, gozar la vida y morir bastante tarde, cuando ya no hubiera más remedio. Y garantizarse durante toda su existencia la mayor cuota posible de seguridad, de tal modo que, no digo el sufrimiento, sino que el miedo al sufrimiento no le asalte. Esa visión es pagana por esencia. Calcular la vida así es calcularla a la manera de un pagano. La formación católica prepara a las personas para el sufrimiento, pues está fundamentada en Nuestro Señor Jesucristo, cuya vida estuvo centrada en esa hora suprema del dolor.

¿Cómo consideramos los sufrimientos de nuestra vida?

Esto nos lleva a preguntarnos cómo consideramos los sufrimientos de nuestra vida, de los cuales el mayor, sin duda alguna, es nuestra propia santificación. Toda santificación seria hace sufrir, y sufrir mucho. Si alguien me dijera que no sufre, tendría ganas de preguntarle, de inmediato: «¿Entonces tú no te santificas?». Porque no hay santificación que no vaya acompañada de dolor.

Con vistas a nuestra santificación debemos hacernos preguntas como las siguientes:

¿Combatimos los impulsos que, como consecuencia del pecado original y de nuestras malas acciones, existen dentro de nosotros? ¿Qué hacemos para reprimir no sólo esos malos impulsos, sino para practicar las virtudes que les son opuestas?

¿Aceptamos nuestras limitaciones de inteligencia, de índole física o social, como: falta de posición, de fortuna, de atractivo? Existen personas bastante sosas con las que los otros no les gustan relacionarse; pasan ante ellas y, como mucho, las saludan. También las hay muy graciosas a las que todo el mundo busca para divertirse con ellas, y que nos inducen a hacer el payaso. ¿Cómo aceptamos la necesidad de resistir a esta incitación?

Sólo es verdaderamente serio quien quiere cargar su cruz

Para todo ello, cada cual posee su cruz. Y Nuestro Señor Jesucristo nos muestra el papel fundamental del sufrimiento. Una de las razones por las cuales no le fue posible al Padre eterno atender la oración de Jesús fue para que los hombres tuvieran ese ejemplo.

Cuando Napoleón estaba en la fase ascensional de su carrera, antes incluso de convertirse en emperador, un adulador le dijo: «General Bonaparte, ¿por qué no os hacéis proclamar dios?».

Los antiguos héroes romanos, y los de la Antigüedad en general, cuando alcanzaban el extremo de su triunfo y de su vanagloria, terminaban siendo divinizados. Entonces él miró al individuo de frente y le dio esta aplastante respuesta: «Después de Jesucristo sólo hay una manera de que alguien sea tomado en serio como dios: subir a lo alto del Calvario y hacerse crucificar. Yo no estoy dispuesto a eso».

El ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo caló tan hondo que nunca más ningún candidato a la divinidad fue tomado en serio, porque sólo la cruz es seria, y únicamente son verdaderamente serios los hombres que la quieren llevar. Por lo tanto, debemos amar nuestra cruz y meditar sobre los puntos arriba referidos.

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Extraído, con pequeñas adaptaciones, de la revista «Dr. Plinio». São Paulo. Año XIII. N.º 145 (Abril, 2010); pp. 14-19

 

1 Cf. LEOPOLDO E SILVA, Duarte. Concordância dos Santos Evangelhos. 3.ª ed. São Paulo: Ave-Maria, 1940, pp. 365-368.

 

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