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Nuestra Señora de Guadalupe

Redacción (Jueves, 12-12-2019, Gaudium Press) Corría el año 1531 en México, era sábado bien de madrugada de los primeros días del mes de diciembre, cuando a un indígena azteca de nombre Juan Diego, se le aparece la «perfecta Virgen María Madre de Dios», de un modo sorpresivo y singular.

El relato de esta aparición fue escrito en su origen en lengua náhuatl, aún en uso en algunos lugares. Como era común en numerosos documentos indígenas, la narración comienza con las palabras «Nican Mopohua», es decir: «aquí se narra»; fue escrito por el sabio indígena, Antonio Valeriano.

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Del pueblo, donde vivía, se dirigía Juan Diego a la ciudad de México para asistir a las clases de catecismo y a oír misa, en la búsqueda de Dios y sus mandatos. Al llegar al cerrillo de Tepeyac, oyó el canto de finos pájaros; al cesar sus trinos se detuvo y se dijo: ¿Por ventura soy merecedor de lo que oigo? ¿Estoy soñando? ¿Dónde estoy? ¿Acaso en la tierra celestial? Cesado el canto, oyó que lo llamaban del cerrillo: «Juanito, Juan Dieguito».

Subió a la cumbre y vio a una señora de especial belleza, su vestido era radiante como el sol. Las hierbecillas que allí se suelen dar, parecían como esmeraldas. En su presencia se postró. Con suaves palabras la dulce Señora le dijo: «Escucha, hijo mío el menor, Juanito. ¿Adónde te diriges?». A lo que le contestó: «Mi Señora, Reina, Muchachita mía, allá llegaré a tu casita de México Tlatilolco, a seguir las cosas de Dios que nos dan, que nos enseñan quienes son las imágenes de Nuestro Señor: nuestros sacerdotes».

«Juanito, el más pequeño de mis hijos, sabe y ten entendido que yo soy la perfecta siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa a todos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen. Allí escucharé su llanto, su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores. Ve al Obispo de México a manifestarle lo que mucho deseo. Le dirás que yo te envío, para que le descubras cómo mucho deseo que me erija en el llano mi templo. Anda y pon en ello todo tu esfuerzo».

Llegado a la ciudad fue al palacio del obispo, cuyo nombre era Fray Juan de Zumárraga, sacerdote franciscano. Esperando largo rato para ser atendido entró en su presencia, arrodillado, le contó el mensaje de la Reina del Cielo. No mucho el obispo le tomó por cierto y le respondió: «hijo mío, otra vez vendrás y te oiré con calma». Principio del formulario

Volviendo Juan Diego al cerrillo donde la Señora del Cielo lo estaba esperando le dijo: «Señora, la más pequeña de mis hijas, niña mía, expuse tu mensaje al Obispo, pero pareció que no lo tuvo por cierto. Por lo cual te ruego que le encargues a alguno de los principales que lleve tu mensaje para que le crean, porque yo soy sólo un hombrecillo». Pidiéndole que por favor lo dispense.

La Virgen le instó que fuera nuevamente: «Mucho te ruego, hijo mío, el más pequeño, que vayas mañana a ver al Obispo, y le digas que yo en persona, la siempre Virgen María, Madre de Dios, soy quien te envío». Era domingo, el Obispo tampoco le dio crédito y le dijo que era muy necesaria alguna señal para que pudiera creer que le enviaba la misma Señora del Cielo y que era su voluntad que se le construyera un templo», despidiéndole.

Nuevamente de regreso, Juan Diego, hallando a María Santísima le narró lo acontecido, mandándole que volviese al día siguiente al mismo lugar, allí le daría la señal. Pero al día siguiente, que era lunes, Juan Diego no pudo volver, pues su tío, Juan Bernardino, estaba gravemente enfermo, rogándole en la noche que fuera a Tlatelolco de madrugada a llamar un sacerdote para que fuera a confesarle.

Saliendo Juan Diego al día siguiente, era 12 de diciembre, dio vuelta al cerrillo pasando por el otro lado para llegar pronto a México y que no lo detuviera la Señora del Cielo. Pero Ella le salió al encuentro y le dijo: «Oye y ten por entendido, hijo mío, el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón ni te inquiete cosa alguna. ¿No estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? No te aflija la enfermedad de tu tío. Está seguro de que ya sanó. Sube ahora, hijo mío, a la cumbre del cerrillo, donde hallarás diferentes flores; córtalas y tráelas en mi presencia».

Llegado a la cumbre, asombrado, encontró bellas rosas de Castilla, en tiempos de duro frío; las llevó en su tilma a la Señora del Cielo. Ella le dijo: «Hijo mío, esa es la prueba y señal, que llevarás al Obispo para que vea en ella mi voluntad. Tú eres mi embajador muy digno de confianza».

Llegando al Obispo le dijo: «Señor, hice lo que me ordenaste. La Señora del Cielo condescendió a tu recado y lo cumplió. Me despachó a la cumbre del cerrillo a que fuese a cortar varias rosas de Castilla, y me dijo que las trajera y en persona te las diera. Y así lo hago, para que en ellas veas la señal que pides y cumplas su voluntad. Helas aquí, recíbelas».

Desplegó su blanca manta, se esparcieron por el suelo las diferentes rosas, y se dibujó de repente en la tilma, la preciosa imagen de la siempre Virgen santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyac. Viendo esto, el obispo llevó la imagen santa a la Iglesia Mayor y edificó una ermita, en el lugar que había señalado el indio.

La ciudad entera se conmovió; venían a admirar su devota imagen y hacerle oración y, siguiendo el mandato que la misma Señora del Cielo, se le nombró como: «la siempre Virgen santa María de Guadalupe».
Valga este resumido relato de tan especiales momentos vividos por el hoy San Juan Diego, para volver nuestras miradas a la Señora de Guadalupe, pidiendo que manifieste su clemencia y compasión a todos los que solicitamos su amparo en estos días previos a su fiesta, que no nos suelte de su mano amorosa. Y que, a todos aquellos que se postren ante la santa imagen estampada en la tilma de Juan Diego, resuenen a sus oídos las palabras de inefable ternura que recibiera en el cerro de Tepeyac: «Hijo mío queridísimo, a quien amo como a un pequeñito y delicado». Que nos resguarde bajo su manto protector y que, sin temor alguno, recorramos el camino de una plena fidelidad a Jesucristo y a su Santa Iglesia. Amén.

Por el P. Fernando Gioia, EP

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