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Luchar contra la pandemia natural desde lo sobrenatural

Redacción (Sábado, 28-03-2020, Gaudium Press) Hace muchos años, me sorprendió como periodista conocer una teoría de la Biología que analizaba la vida como comunicación. Para el mundo de los animales y las plantas, esto es bastante evidente: el único propósito que dirige a los seres vivos irracionales, de manera común a todas las especies, es el enorme esfuerzo por reproducirse y conservar la especie; esto es, transmitir su información genética, mantenerla viva todo el tiempo posible.

Un ejemplo muy claro de esto podría obtenerse de contemplar la perfección de la colonia de hormigas. Miles de estos pequeños seres vivos asociados, perfectamente organizados con roles indiscutibles, en el propósito común de la supervivencia de la colonia y de la eventual producción de nuevas reinas que establezcan nuevas colonias. Una vida material en la que el individuo no importa, en la que lo relevante es la supervivencia del conjunto, de la especie, la comunicación de ese mensaje genético para que permanezca vigente en el mundo.

¿Que podríamos decir de la vida espiritual? Para los creyentes, la asociación entre la vida y el mensaje es patente. Obtuvimos la vida espiritual a través de la transmisión de la fe, de la llegada del mensaje de Dios que nos da la vida eterna a través de nuestros padres, quienes lo recibieron de sus abuelos y de generaciones atrás. Esta transmisión de la vida espiritual está registrada en los catecismos de antaño, que definían la función primordial del Matrimonio como «tener hijos para Dios»: engendrar la vida material para extender la vida espiritual, comunicar el mensaje de la Creación para comunicar luego el de la Redención, el de la Vida Eterna.

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San Pablo en el Areópago de Atenas

La transmisión de la Palabra: Una nueva maternidad y paternidad

La transmisión de la Palabra, que es Cristo, crea una nueva maternidad y una nueva paternidad: la de los hombres y mujeres que renuncian a la procreación, a la transmisión del mensaje de la vida biológica para dedicarse por entero a la transmisión del mensaje de la vida espiritual. Ellos dan a luz a los Hijos de Dios y se sacrifican, incluso hasta entregar la propia vida terrena, para que este mensaje llegue a otros, hasta el confin de la Tierrra, hasta el final de los tiempos.

¿Y los virus? Los virus tienen también en este aspecto características interesantes: No son seres vivos, pero es evidente que trabajan activamente, como pequeñas máquinas biológicas, en la transmisión de su mensaje. Un mensaje que suplanta el código genético de las células a las que atacan y que depende de los mecanismos de las células para su reproducción. Un mensaje falso que destruye el mensaje genético de sus víctimas. Vistos de este modo, los virus pueden parecer familiares a los creyentes.

En su vocación, los virus recuerdan el papel del príncipe de las mentiras, que trabaja sin descanso para falsear el mensaje de Dios, para interrumpir la transmisión de la fe y sustituirla con aquello que daña el alma y arruina el cuerpo. El pecado también se transmite, también se contagia en medio de las sociedades, también mata espiritualmente a las multitudes. Y el pecado, tampoco es vida, tampoco es el «bien difusivo de sí», sino una lamentable imitación de ese bien, que utiliza la apariencia de bien para reproducirse, empleando la vida de los creyentes que debería estar dedicada a Dios, dejando a sus huespes arruinados mientras su mensaje fatal continúa su camino de destrucción.

Sólo Dios crea vida. El proceso que dio origen a la primera célula, al primer ser vivo, nunca ha podido ser reproducido en el laboratorio. Nadie ha podido explicar satisfactoriamente cómo los elementos naturales se organizaron en el inicio de los tiempos para generar esa primera vida que dio inicio al proceso de población del planeta, desde los organismos más simples de hace millones de años, hasta las maravillas de la creación que podemos admirar hoy.

Casi podría imaginar otro laboratorio antiguo, intentando reproducir aquello que sólo Dios puede hacer. Otro «científico», enloquecido en su soberbia, intentando organizar la materia para crear y obteniendo únicamente una pobre imitación: algo ubicado en los límites de lo inerte y lo vivo. Una pequeña máquina diseñada para dañar, para diseminar un mensaje de muerte, pero incapaz de reproducirse por sí misma. Una molécula que no vive, pero cambia, que busca nuevas formas de transmitirse, de dañar a otro ser.

¿Y si sumamos a las medidas de protección de nuestra vida biológica las medidas de protección de la vida espiritual? ¿Y si empleamos los sacramentales, esos misteriosos puentes entre la materia física y la gracia de Dios, para atacar este mal físico que escapa a nuestra técnica actual? Sin dejar de atender a las recomendaciones de los expertos, no estaría de más emplear la sal exorcizada para sacar de nuestros hogares las influencias del maligno y bloquear la entrada a sus engaños. No estaría mal limpiarnos también con el agua bendita, incluso vaporizarla y permitirle bañar nuestros pulmones, e implorar a Dios que restaure el recto orden de la creación en nuestros cuerpos. No sé si voy demasiado lejos al pensar en emplear la sal exorcizada para saponificar el aceite y disponer de un jabón que limpie nuestras manos en más de un sentido, pero creo que mi idea queda clara.

Abracemos la Palabra de Dios, la fe recibida de nuestros padres, y creamos la promesa de Cristo, que prometió a sus seguidores la inmunidad a los venenos y a las enfermedades. Y, aun si perdemos esta vida terrena, no dejemos de transmitir a quienes podamos el mensaje que salva y da la vida eterna. Por que la comunicación de ese mensaje nos salvará y salvará a otros, dará la vida que no muere y frustrará los planes de aquel que sólo quiere destruirnos.

Por Miguel Farías

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