viernes, 29 de marzo de 2024
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La Maternidad Divina en el Símbolo de los Apóstoles

mado.jpg(Lunes, 12-07-2010, Gaudium Press) Desde el inicio del Cristianismo, el misterio del Verbo encarnado es el punto central en las confesiones de fe de la Iglesia. Y a pesar de muchos desvíos y herejías, sin embargo, los diversos aspectos del misterio y sus implicaciones se manifestaron cada vez más claramente

Todavía, hoy se recita en la Santa Misa -confrontar Denziger número 13, en la fórmula de Santo Ambrosio – «Credo in Deum Patrem omnipotentem, et in Jesum Christum, Filium eius unicum, Dominum nostrum, qui natus [est] de Spiritu Sancto ex Maria Virgine».

Jesucristo es llamado hijo único de Dios; sin embargo, aquí solamente se habla de su nacimiento histórico de María Virgen. Entretanto, se habla con dos preposiciones diversas: de «Spiritu Sancto»: Se refiere al principio activo que fecundó a María para la encarnación; «ex Maria Virgine»: indica que Jesús en verdad nació del seno de María, e inmediatamente se agrega que en este parto, María permaneció Virgen.

El Credo Niceno-constantinopolitano

El Concilio de Nicea -en el año 325- había sido convocado para responder al desafío del arrianismo. Según Arrio, el Hijo era una criatura de Dios, y, por tanto no era Dios. He aquí la formula de Fe de Nicea «Creo… en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, engendrado de Dios como hijo único de la substancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre» (Denziger 125).

Se utiliza aquí el famoso término «consubstantialis» -oJmouÀsion- y se afirma la Divinidad del Hijo excluyendo que fuese una criatura.

En el año 381, en el primer Concilio de Constantinopla se retomó la fórmula del Símbolo Apostólico, sin embargo, con un ligero cambio: «et incarnatus -sarkoqe, nta- est de Spiritu Sancto et ex Maria Virgine, et homo factus est -ejnanqrwpou, santa-» (Denziger 150).

Se repite el verbo para indicar la encarnación: «incarnatus est» se agrega «homo factus est», y se mantiene el «ex Maria Virgine» para el nacimiento.

Entretanto, fue en el concilio de Efeso que se condenó a Nestorio, Patriarca de Constantinopla. Nestorio sustentaba la completa separación de las naturalezas en Cristo, la Divina y la Humana. Por tanto, él se negaba llamar a María «Madre de Dios». Así decía Nestorio a los obispos: «Si vosotros llamáis a María Madre de Dios hacéis de ella una diosa».

En el mundo cristiano, fue en Egipto, a partir de Orígenes, que el término qeotovkoj fue aplicado a María por primera vez. Cirilo de Alejandría, que presidía el concilio de Efeso, explicó que el término qeotovkoj dado a María, implicaba de modo indisoluble también la idea de su virginidad.

He aquí el texto: «(El hombre) Jesús, antes de la unión de Dios con él (con la humanidad de Jesús en la encarnación) no era un simple hombre sino el mismo Verbo. Viniendo a la Virgen santa con la encarnación, tomó su templo de la substancia de la Virgen. Con el parto de ella. Él se manifestó como hombre según se creyó exteriormente. Entretanto, existía como verdadero Dios. Por tanto, también después del parto, Él conservó la virginidad de aquella mujer que lo había dado a luz; esto no sucedió para ningún otro santo» (CIRILO DE ALEJANDRÍA citado por POTTERIE 1998, p.02).

La divina Maternidad es afirmada después de Efeso por el Magisterio de la Iglesia de forma permanente. Recordamos aquí el Concilio de Calcedonia que hizo la palabra Theotókos y la define, y el segundo Concilio de Constantinopla que da valor dogmático a las cartas de San Cirilo a Nestorio con sus anatemas. Y también la carta del Papa León Magno. La voz de la Iglesia que canta y defiende a la Madre de Dios, no se extinguió ni se debilitó con el pasar de los siglos, al contrario, fue resonando cada vez más firme en la voz de sus Papas y Concilios.

Desde Efeso hasta nuestros días, no hubo pontífice que no reafirmó y enseñó la divina Maternidad. Pío XI celebró solemnemente los 1500 años del dogma. Fue entonces cuando nos dejó el documento «Lux Veritatis», en el cual desarrolla con singular elocuencia los acontecimientos que llevaron la convocación del Magno Concilio de Efeso y su doctrina, la condenación de la herejía de Nestorio, y con la autoridad de la Sede apostólica, la doctrina de la unión hipostática -Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre- culminando con la proclamación de la más resplandeciente gloria de María: Su maternidad Divina.

«Proclamamos la Divina Maternidad de la Virgen María, que consiste, como dijo San Cirilo, no en que la naturaleza del Verbo y su divinidad se hayan recibido desde el principio de su nacimiento de la Virgen, sino que en esta nació aquel sagrado cuerpo, dotado de alma racional, al cual se unió hipostáticamente el Verbo de Dios; y por eso, se dijo que nació según la carne.

En verdad, si el hijo de María es Dios, evidentemente Ella, que lo engendró, debe ser llamada con toda justicia Madre de Dios. Si la persona de Jesucristo es una sola y divina, es indudable que debemos llamar a María no solamente Madre de Cristo hombre, sino Deipara, ou theotokos, esto es Madre de Dios» (Pío XI, Encíclica «Lux Veritatis», 25 de diciembre de 1931, traducción propia).

Por Inacio de Araujo Almeida

 

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