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El esclavo de los esclavos (II Parte)

Redacción (Viernes, 17-09-2010, Gaudium Press) Cuando un navío cargado de esclavos llegaba al puerto, el Padre Claver ayudaba inmediatamente en una pequeña embarcación, llevando consigo una gran provisión de galletas, frutas, dulces y aguardiente.

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Altar principal, Basílica de San Pedro Claver en Cartagena

Fotos: Luis M. Varela

Aquellos seres embrutecidos, por una vida salvaje, y exhaustos por el viaje realizado en condiciones deshumanas, lo miraban con temor y desconfianza. Pero él los saludaba con alegría y por medio de sus auxiliares e intérpretes negros -tenía más de diez- les decía: «¡No temáis! Estoy aquí para ayudaros, para aliviar vuestros dolores y enfermedades», y muchas otras frases consoladoras.

Sin embargo, más que las palabras, hablaban sus acciones: antes que nada, bautizaba a los niños moribundos; después recibía en sus brazos a los enfermos, distribuía a todos bebidas y alimentos y se hacía siervo de aquellos desventurados.

Ardua catequesis

Llevando en su mano derecha un bastón encimado por una cruz y un bello crucifijo de bronce colgado en el cuello, salía Pedro Claver todos los días para catequizar a los esclavos.

Calores extenuantes, lluvias torrenciales, críticas e incomprensiones, hasta de los propios hermanos de vocación, nada enfriaba su caridad. Con frecuencia golpeaba en los pórticos señoriales de la ciudad pidiendo dulces, regalos, ropas, dinero y almas decididas que lo auxiliasen en su duro apostolado. Y no pocas veces nobles capitanes, caballeros y señoras ricas y piadosas lo seguían hasta las míseras viviendas de los esclavos.

Entrando en estos lugares, su primer cuidado se dirigía siempre a los enfermos. Les lavaba el rostro, curaba sus heridas y llagas y repartía comida a los más necesitados. Apaciguadas las penalidades del cuerpo, reunía entonces a todos en torno a un improvisado altar, los hombres de un lado y las mujeres de otro, e iniciaba la catequesis que él sabía situar maravillosamente al alcance de la corta inteligencia de los esclavos.

Colgaba a la vista de todos una tela pintada con la figura de Nuestro Señor crucificado, con una gran fuente de sangre corriendo de su lado herido; a los pies de la Cruz, un sacerdote bautizaba con la Sangre Divina varios negros, los cuales aparecían bellos y brillantes; más abajo, un demonio intentaba devorar a algunos negros que aún no habían sido bautizados.

Les decía, entonces, que deberían olvidar todas las supersticiones y ritos que practicaban en las tribus y lugares de origen, y les repetía eso muchas veces.

Después les enseñaba a hacer la señal de la cruz y les explicaba paulatinamente los principales misterios de nuestra Fe: Unidad y Trinidad de Dios, Encarnación del Verbo, Pasión de Jesús, mediación de María, Cielo e infierno.

Pedro Claver comprendía bien que aquellas mentalidades rudas no podían asimilar ideas abstractas sin la ayuda de muchas imágenes y figuras. Por eso les mostraba estampas en las cuales estaban pintadas escenas de la vida de Nuestro Señor y de Nuestra Señora, representaciones del Paraíso y del infierno.

Bautizó a más de 300 mil esclavos

Después de innumerables jornadas de ardua evangelización, los bautizaba finalmente. Para celebrar este Sacramento utilizaba una jarra y un tazón de fina porcelana china, y quería que los esclavos estuviesen limpios. Introducía su crucifijo de bronce en el agua, la bendecía y decía que ahora aquel líquido era santo, y que después de ser lavadas en esa agua sus almas se tornarían más refulgentes que el sol.

Se calcula que a lo largo de su vida San Pedro Claver bautizó más de 300 mil esclavos. Los domingos, recorría calles y rutas de la región llamándolos a la santa Misa y al sacramento de la Penitencia. Días había que pasaba la noche entera confesando a los pobres esclavos.

Reflejos de un inmenso amor

Su ardiente e inextinguible sed de almas era apenas el desbordamiento visible de las llamas interiores que consumían el alma de este discípulo de Cristo. Significativos indicios levantan un tanto el velo que cubrió durante su vida el altísimo grado de unión con Dios que él había alcanzado.

«Todo el tiempo libre de confesar, catequizar e instruir a los negros, lo dedicaba a la oración», narra una testigo. Reposaba diariamente apenas tres horas, y pasaba el resto de la noche de rodillas en su celda o delante del Santísimo Sacramento, en profunda oración, muchas veces acompañada de místicos arrebatos.

Gran adorador de Jesús-Hostia, se preparaba todos los días durante una hora antes de celebrar el Sacrificio del Altar, y permanecía en acción de gracias media hora después de la Misa, no permitiendo que nadie lo interrumpiese en esos períodos.
Ilimitada también era su devoción a Nuestra Señora. Rezaba el Rosario completo todos los días, arrodillado o caminando por las calles de la ciudad, y no dejaba pasar ninguna fiesta de Ella sin organizar solemnes celebraciones, con música instrumental y coro.

Largo calvario

Aquel varón, que había pasado la vida haciendo el bien, que tantos dolores había aliviado y tantas angustias consolado, tuvo que padecer, como su Divino Modelo, indecibles tormentos físicos y morales antes de ser acogido en la gloria celestial.

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El Cuarto del Santo

Después de 35 años de intensísima labor apostólica y 70 de edad, cayó gravemente enfermo. Poco a poco se fueron paralizando las extremidades de sus miembros, y un fuerte temblor agitaba continuamente su cuerpo extenuado. Se tornó «una especie de estatua de penitencia con las honras de persona», relató un testigo.

Los últimos cuatros años de existencia terrenal, él los pasó inmóvil en la enfermería del convento. Y, por increíble que parezca, este hombre que había sido el alma de la ciudad, el padre de los pobres y el consolador de todas las desventuras, fue completamente olvidado por todos y sumergido en el olvido y el abandono.

Pasaba los días, los meses y los años en silenciosa meditación, contemplando desde la ventana de la enfermería la inmensidad del mar y escuchando la melodía de las olas que se rompían contra las murallas de la ciudad. A solas con el dolor y con Dios, aguardaba el momento del supremo encuentro, y un joven esclavo fue designado por el superior de la casa para cuidar del enfermo.

Entretanto, este que debería ser enfermero no pasaba de bruto verdugo. Comía la mejor parte de los alimentos destinados al paralítico y «un día lo dejaba sin bebida, otro sin pan, muchos sin comida», según cuenta una testigo de la época. También «lo martirizaba cuando lo vestía, gobernándolo con brutalidad, torciéndole los brazos, pegándolo y tratándolo con tanta crueldad como desprecio». Sin embargo, nunca sus labios profirieron la menor queja. «Más merecen mis culpas», exclamaba a veces.
Gloria ya en esta tierra: «¡Murió el santo!»

Cierto día de agosto en el año 1654, dijo Claver a un hermano de hábito: «Esto se acaba. Deberé morir en un día dedicado a la Virgen». En la mañana del 6 de septiembre, a costa de un inmenso esfuerzo, se hizo conducir hasta la iglesia del convento y quiso comulgar por última vez. Casi arrastrándose, se acercó a la imagen de Nuestra Señora de los Milagros, delante de la cual había celebrado su primera Misa. Al pasar por la sacristía, dijo a un hermano: «Muero. Voy a morir. ¿Puedo hacer algo por vuestra reverencia en otra vida?». Al día siguiente, perdió el habla y recibió la Unción de los Enfermos.

Sucedió, entonces, algo de extraordinario y sobrenatural. La ciudad de Cartagena pareció despertarse de una larga letargia y por todos lados corría la voz: «¡Murió el santo!» Y una multitud incontenible se dirigió al colegio de los jesuitas, donde agonizaba Pedro Claver. Todos querían besar sus manos y sus pies, tocar en él rosarios y medallas. Distintas señoras y pobres negras, nobles, capitanes, niños y esclavos desfilaron ese día delante del santo, que yacía sin sentidos en su lecho de dolor. Solo a las 9:00 horas de la noche los padres consiguieron cerrar las puertas y así contener aquella piadosa avalancha.

Y así, entre la 1:00 y 2:00 de la madrugada del 8 de sepiembre, fiesta de la Natividad de María, con gran suavidad y paz, el esclavo de los esclavos adormeció en el Señor.

Por el P. Pedro Morazzani Arráiz EP

 

 

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