viernes, 29 de marzo de 2024
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Entre la vida y la muerte

Redacción (Miércoles, 03-11-2010, Gaudium Press) ¿Quién no se enternece al ver un bebecito lleno de vida que acaba de nacer? ¡Cuántas promesas! Todavía es solo una semilla que deberá crecer y dar sus frutos. ¿Qué tipo de semilla será? Nadie lo sabe, solamente el tiempo testificará.

Estas dudas del inicio de la vida no pasan a la hora de la muerte. Cuando se completa el final de la trayectoria de una persona todo ya está visto y analizado, las decisiones que ella tomó, el modo como se portó delante de las dificultades, el carácter que formó entorno a sí. No hay más máscaras, la persona es contemplada por entera.

La muerte que tanto asusta al ser humano, el cual muchas veces la prorroga, hasta el último extremo, se vuelve inevitable. Según el curso normal de los acontecimientos todos pasaremos por ella. Tal vez lo que más espante al hombre no sea la propia muerte, sino lo que hay detrás de ella. ¿Habrá una vida eterna? ¿Tendré que justificar mis actitudes? ¿Seré premiado o castigado?

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Muerte de San José – Retablo en la catedral de Palma de Mallorca

Foto: Daniel R. Pujol

Hasta aquellos que se dicen incrédulos pasarán por la muerte, y es delante de su grandeza que muchos hombres adquieren fuerzas para actuar bien, pues «todos los intentos de la técnica, por muy útiles que sean, no consiguen calmar la ansiedad del hombre: el prolongamiento de la longevidad biológica no puede satisfacer aquel deseo de una vida ulterior, invenciblemente radicado en su corazón» (Gaudium et Spes, n. 18).

Hay algo admirable en este tránsito de la vida a la muerte que hizo que diversos pueblos de la antigüedad respetaran y hasta rindieran culto a los miembros de su familia ya fallecidos. Enterrados o cremados, los muertos eran puestos en lugares próximos a sus allegados a fin de recibir un culto.

La cultura cristiana también adoptó la costumbre de enterrar los cuerpos de los fallecidos. De acuerdo con la época, ellos eran sepultados en la propia iglesia o en el lugar específico para esto, el cementerio. De origen griego (koimetérion), este lugar significa «dormitorio», y realmente es donde los muertos descansan. Allí permanecerán hasta el día del Juicio Final, cuando el alma se unirá nuevamente al cuerpo.

Este sentimiento trágico acerca de la muerte -como piensan algunos- se da por la falta de esperanza de que el ser humano existe no solamente para esta vida, sino principalmente para Dios: «La muerte no es la última palabra acerca del destino humano, porque al hombre fue reservada una vida sin límites, que tiene su cumplimiento en Dios» (Juan Pablo II, Ángelus, 2-11-1997).

Para estas personas que entregaron su alma a Dios, los cristianos, desde los primeros tiempos, ofrecieron oraciones. La Iglesia instituyó en el siglo XI un día reservado para rezar a los fieles difuntos, que en el siglo XIII fue establecido como el 2 de noviembre, un día después de la solemnidad de Todos los Santos, pues «con el ánimo todavía dirigido a estas realidades últimas, conmemoramos todos los fieles difuntos, que ‘nos precedieron con la señal de la fe y duermen el sueño de la paz’ (Oración eucarística, 1)» (Benedicto XVI, Ángelus, 2-11-2008).

Ellos nos precedieron con la señal de la fe, la misma fe profesada por los católicos en todos los tiempos. El cristiano no espera solo una salvación individual, sino que quiere que todos alcancen la bienaventuranza. Los actos practicados en vida se hacen sentir -de alguna manera- después de la muerte. Por tanto, hay una relación entre vivos y muertos, y es por eso que se debe rezar a los que ya partieron, y necesitan de purificación.

Ellos están en la esperanza de alcanzar cuanto antes el fin para el cual fueron llamados, la unión con Dios: «Dios llamó y llama al hombre a unirse a él, con todo su ser, en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Esta victoria, la alcanzó Cristo resucitado, liberando con la propia muerte al hombre de la muerte» (Gaudium et Spes, n. 18).

La fe cristiana responde al anhelo del ser humano de encontrar una razón para la muerte y la continuación de la existencia después de ella. La verdadera vida se alcanza en el encuentro con Dios, que se hizo hombre y nos amó al punto de morir por nosotros, para que nosotros tuviésemos vida. En esta esperanza se debe rezar por los fieles difuntos, sobre todo, en el día que la Iglesia reserva de forma especial a ellos.

Por Thiago de Oliveira Geraldo

 

 

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