viernes, 29 de marzo de 2024
Gaudium news > El fariseo y el publicano, o la distancia infinita que va de la fuerza de Dios a la frágil condición humana

El fariseo y el publicano, o la distancia infinita que va de la fuerza de Dios a la frágil condición humana

Redacción (Lunes, 06-12-2010, Gaudium Press) La distancia que hay entre la actitud del fariseo y la del publicano -figuras propuestas por Jesucristo en la parábola que replicaremos a continuación- es aquella que hay entre la negación y la misericordia de Dios. Es por tanto, una distancia que podemos calificar de verdaderamente infinita, pues, si Dios con nosotros, somos ‘infinitos’.

«En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola por algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás: Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’ Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.» (Lc 18, 9-14)

«Sin mí nada podéis hacer» (Jn 15, 5) Esta frase lapidaria del Salvador, adquiere su sentido pleno cuando comprendemos que en el orden sobrenatural, es decir, para alcanzar la salvación eterna -y de paso, el ‘trozo’ de verdadera felicidad que nos está destinado en esta vida- somos del todo incapaces si no es con la ayuda de la gracia que proviene de Jesús, el Señor. El fariseo hizo el elogio de sí mismo, en el olvido de Dios. Por el contrario, el publicano pronunció la frase ‘mágica’: «Ten compasión de mí».

3769_M_28efa783.jpg

Jesús perdona la mujer adúltera, para escándalo de

los fariseos. Vitral Iglesia de San Patricio, Roxbury, EE. UU.

Foto: Gustavo Kralj

Por eso «bajó a su casa justificado» -es decir, santificado-, porque se humilló, porque se reconoció pecador. Diversamente hizo el fariseo, que al no reclamar la ayuda divina para auxiliar su débil condición humana no fue justificado, y aunque no adulterara, o no robara, o ayunara, le faltaba cumplir con el mandato más importante, que nos exige amar a Dios sobre todas las cosas. El fariseo habló como si no necesitara de Dios. Y sin el auxilio de Dios -no hay salida- el fariseo termina o robando, o adulterando, o negando la limosna, o haciendo cosas peores…

Alcanza la salvación eterna -y es feliz en esta vida- quien cumple todos los mandamientos de la Ley de Dios, mandamientos impresos por orden divina en las tablas que un día Moisés llevó a su pueblo, pero, sobre todo, mandamientos impresos con letras indelebles en los corazones de los hombres, en lo que se conoce como ley natural. Entretanto, según afirma la doctrina dogmática de la Iglesia, los hombres manchados por el pecado original -que somos todos a excepción de la Virgen bendita- no pueden sin el auxilio de la gracia guardar colectivamente y por largo tiempo todos los preceptos de la ley natural. Es decir, sin la ayuda de la gracia el hombre no se puede salvar. Por tanto, necesitamos -de una necesidad total- de la gracia de Dios.

¿Y cómo distribuye Dios la gracia? Dios es dueño de su gracia y la distribuye de acuerdo a su divino entender: «¿No puedo hacer lo que quiero de mis bienes?» (Mt 20,15), dice el Señor. No obstante, para nuestro consuelo sabemos, porque es manifiesta la voluntad salvífica universal divina, que a todos Dios ofrece las gracias suficientes para la realización de su voluntad: » ‘En el tiempo propicio te escuché, y en el día de la salud te ayudé’. Este es el tiempo propicio, este es el día de la salud» (2 Cor 6, 1-2).

Sin embargo, dada la naturaleza humana inclinada al mal tras la trasgresión de los padres del género humano, para que el hombre no caiga en pecado se requieren no solo las meras gracias suficientes, sino lo que en teología se conoce como gracias eficaces, es decir gracias abundantes que consigan realmente nuestra perseverancia en el cumplimiento del deber.

Así lo explica el insigne teólogo Fray Antonio Royo Marín O. P. en su ‘Teología de la Salvación’, donde expone la doctrina de Santo Tomás al respecto: «Se requieren muchas gracias eficaces de Dios que sostengan y fortalezcan al hombre en los caminos del bien. De lo contrario, el hombre, mudable y tornadizo como es, agotado por repetidos esfuerzos, cometerá muy pronto alguna imprudencia o negligencia que le haga caer fácilmente en el pecado. Y como no tenemos derecho estricto a estas gracias múltiples y eficaces, hay que concluir que el hombre no perseverará de hecho mucho tiempo en el estado de gracia si Dios no le concede un auxilio especial enteramente gratuito y misericordioso.»

Y ¿cómo se consigue, de forma corriente, este auxilio indispensable y especial de la gracia eficaz? Comúnmente con la oración, pidiéndoselo a Dios. Usando primeramente de la oración litúrgica, la misa, donde nos unimos al propio Cristo en su alabanza y petición al Padre Eterno. Pero también recurriendo a la oración personal o comunitaria: «En verdad os digo: cuanto pidiereis al Padre os lo dará en mi nombre» (Jn 16,23); «Quien pide recibe, quien busca halla» (Lc 11, 10), sentenció el Redentor.
Ahí se entiende que San Alfonso María de Ligorio no hablaba por hablar cuando decía que «quien reza se salva y quien no reza se condena».

Moraleja: Es mejor ser publicano que fariseo. Aspiración: Lo mejor no es ser ni publicano ni fariseo, sino ser un cada vez mejor cristiano. Corolario: ‘Dios Señor Nuestro, hacednos santos por la mediación de la Virgen, para que seamos felices en el cielo, y ya aquí en la tierra’. Porque es Él y solo Él quien hace los santos, no el hombre.

Por Saúl Castiblanco

 

Deje su Comentario

Noticias Relacionadas