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Uno de los más bellos encuentros de la Historia

batismo-jesus.jpgRedacción (Martes, 11-01-2011, Gaudium Press) «El semejante se alegra con su semejante», dice un antiguo proverbio latino, y de hecho es este un principio intrínseco a todos los seres con vida, en la medida en que sean pasibles de felicidad. Dios así nos creó e hizo a unos depender de los otros, perfeccionándolos con el más entrañado de los instintos, el de sociabilidad. Si para un pájaro constituye motivo de alegría el encontrarse con otro de la misma especie, para nosotros, este fenómeno es más intenso. Ahora, si grande es el júbilo de dos niños afines al encontrarse por primera vez en el colegio, ¿cuál no habrá sido la reacción de los dos mayores hombres de todos los tiempos, al contemplarse cara a cara?

Así se realizó uno de los más bellos encuentros de la Historia, Juan Bautista delante de Jesús. Para mejor comprenderlo, analicemos las analogías entre uno y otro.

A pesar de ser dos personas infinitamente distantes entre sí por la naturaleza – Juan es mero hombre, Jesús es la Segunda Persona de la Trinidad Santísima – numerosos trazos de semejanza los unen.

Jesús es el alfa y el omega de la Historia. Juan es el comienzo del Evangelio y el fin de la antigua Ley. Así lo afirma el propio Nuestro Señor: «En efecto, todos los profetas y la Ley profetizaron hasta Juan» (Mt 11, 13-14).

Según Tertuliano, Juan Bautista es una «figura única en la Historia, adornada en vida de un prestigio sobrehumano, que se levanta misteriosa y solemne en los confines de ambos Testamentos». De él afirma Jesús: «En verdad os digo que entre los nacidos de mujer, no vino al mundo otro mayor que Juan Bautista» (Mt 11, 11).

Además, la concepción de ambos, de Jesús y de Juan, es precedida por el anuncio del mismo embajador San Gabriel Arcángel (Lc 1, 11-19 y 26-34). Los mensajes no difieren mucho, en sus términos, uno de otro. Los nombres de Jesús y de Juan fueron designados por Dios (Lc 1,13 y 31).

En el propio acto de anunciar al nacimiento, el Mensajero celestial profetiza también el futuro tanto del Precursor (Lc 1,13-17) como del Mesías (Lc 1,31-33).

Sobre Jesús, si fuésemos analizar las grandezas de sus cualidades y sus obras, «ni todo el mundo podría contener los libros que sería preciso escribir» (Jn 21, 25).

En el Bautista, todo es ‘sui generis’, comenzando por la profecía de su venida, proferida por Isaías y Malaquías: «Una voz exclama: Abrí en el desierto un camino para el Señor, trazad en la estepa una calzada para nuestro Dios» (Is 40, 3); «Voy a mandar mi mensajero para preparar mi camino» (Mal 3, 1).

Más impresionante aún es su santificación en el seno materno obrada por la Santísima Virgen: «Porque, luego que la voz de tu saludo llegó a mis oídos, el niño saltó de alegría en mi vientre» (Lc 1, 44).

La grandeza de su misión es profetizada por el propio padre: «Y tú, niño, serás llamado el profeta del Altísimo, porque irás al frente del Señor, a preparar sus caminos; para dar a su pueblo el conocimiento de la salvación» (Lc 1, 76-77).

La rudeza de la forma de vida escogida por el Bautista le confiere un aura de austeridad impar: «Ahora el niño crecía y se fortalecía en el espíritu. Y habitó en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel» (Lc 1, 80). «Andaba Juan vestido de pelo de camello, (…) y se alimentaba de langostas y miel silvestre» (Mc 1, 6).

Al iniciar sus predicaciones, fue acogido por la opinión pública de la época con enorme prestigio, pues, ya en su nacimiento, «el temor se apoderó de todos sus vecinos, y se divulgaron todas estas maravillas por todas las montañas de Judea. Todos los que las oyeron las ponderaban en su corazón diciendo: ‘¿Qué vendrá a ser este niño?’ Porque la mano del Señor estaba con él» (Lc 1, 65-66). Ya al inicio, Juan atrajo multitudes: «Y vinieron a él toda la región de Judea y todos los habitantes de Jerusalén» (Mc 1, 5), «porque todos tenían a Juan como verdadero profeta» (Mc 11, 32).

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Virgen con el Niño Dios y Juan Bautista

Foto: Victor Toniolo

Los soldados, los publicanos y las multitudes le preguntaban «Maestro, ¿qué debemos hacer?» (Lc 3, 10-14). El propio Herodes, queriendo matarlo «tuvo miedo del pueblo, porque éste lo consideraba como un profeta» (Mt 14, 5). Esta gran fama se extendió hasta después de su muerte: «porque todos tenían a Juan como un profeta» (Mt 21, 26).

Las repercusiones sobre su figura, palabras y obras sonaron entre los valles y los montes de la Tierra Prometida, hasta el punto de que el pueblo llegó a pensar «que tal vez Juan fuese el Cristo» (Lc 3, 15).

Pues bien, fijemos en nuestro recuerdo esta gloriosa proyección alcanzada en vida por San Juan Bautista y abramos un paréntesis para considerar la principal de sus virtudes: la de la restitución, la cual consiste esencialmente en atribuir a Dios los dones de Él recibidos.

La ambición es una pasión tan universal como lo es la vida humana. Casi se podría decir que ella se instala en el alma hasta antes del uso de la razón, siendo fácilmente discernible en el modo en el que el niño agarra su juguete o en el anhelo de ser protegido. Al tomar consciencia de sí y de las cosas, los impulsos primeros de su ser le invitarán a llamar la atención sobre su persona y, si ella cede, se habrá iniciado el proceso de la ambición. El deseo de ser conocida y estimada es la primera pasión que mancha la inocencia bautismal.

¿Cuántos de nosotros no nos lanzamos a los abismos de la ambición, la envidia y la codicia ya en los primeros años de nuestra infancia? Éstas probablemente fueron las raíces de los resentimientos que hayamos tenido a propósito de la gloria de los otros. Sí, por el hecho de desear la estima de todos, por creernos en el derecho a la gloria y a la alabanza de nuestros circunstantes, constituye para nosotros una ofensa el éxito de los otros. Por eso Santo Tomás define la envidia como «la tristeza del bien ajeno mientras se considera como mal propio, porque disminuye la propia gloria o excelencia».

Hay pasiones que se mantienen letárgicas hasta la adolescencia, así no lo es la envidia; ella se manifiesta ya en la infancia y acompaña al hombre hasta la hora de su muerte. No será difícil a los padres observar las señales de este vicio, en sus pequeños. Hermanos o hermanas, entre sí, no pocas veces tendrán problemas por imaginarse eclipsados por las cualidades o privilegios de sus más próximos. ¿Cuántas veces no se considera separar a los hermanos, o hermanas, en el intento de corregir estas rivalidades que pueden llegar a extremos inimaginables, tal cual se dio entre los primeros hijos de Eva, Caín y Abel?

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Juan Bautista, Catedral de Calama,

Chile  Foto: Sebastián Cadavid

La ambición y la envidia son más universales de lo que parece a primera vista; pocos se ven libres de sus garras. Ellas se levantan y toman cuerpo en relación con los que nos son más próximos, como afirma Santo Tomás: «La envidia es del bien ajeno mientras disminuye el nuestro. Por tanto, solamente se suscita con respecto a aquellos que se quiere igualar o superar. Esto no sucede en personas que difieren mucho de nosotros en tiempo, espacio y lugar, sino en las que están próximas».

Así, al sabio será más difícil envidiar al general, y viceversa, o, una médica a una costurera; sino dentro de la misma profesión, cuanto más relacionadas fueren las personas entre sí, más intensa se manifestará esta pasión.

En consecuencia, se podría decir que jamás se despertaría esta mala tendencia en las almas de los contemporáneos de Jesús de cara a sus cualidades, pues la diferencia entre Él y cualquier persona de este mundo es simplemente infinita. De hecho, este sería el normal relacionamiento de los otros con el Redentor, si su nacimiento y vida fuesen refulgentes de poder y gloria. Pero Él vino al mundo en una gruta en Belén, fue envuelto en pañales y depositado en el pesebre sobre paja, vivió en Nazaret ejerciendo la profesión de carpintero para auxiliar a su padre. Así, solo una mirada fuerte de fe podría discernir en este niño una Persona de Dios. Y estas apariencias contrarias a su divinidad llegaron a ser tan extremas que Jesús confirió el título de bienaventurado a quien no se avergonzase de seguirlo (Mt 11, 6). Si Él hubiese manifestado todo el fulgor de la infinita distancia existente entre la naturaleza divina de su Persona y la nuestra humana, no habría casi mérito en la restitución de los bienes que de Él recibimos.

Es justamente en función de las primeras palabras pronunciadas por María en su cántico de acción de gracias, oídas con alegría por Juan Bautista en el seno materno, que toma brillo la más alta virtud del Precursor: «Mi alma glorifica al Señor; y mi espíritu se regocija de alegría en Dios mi Salvador porque miró hacia la humildad de su sierva» (Lc 1, 46-48). Esta fue la formación recibida por el niño-profeta a lo largo de los meses durante los cuales María vivió en casa de Isabel: humildad y servicio. ¡Cómo habría sido de un valor inestimable si los Pontífices y fariseos del Sanedrín hubiesen sido educados en la misma escuela de Juan!

Ciertamente no se habrían reunido después de la resurrección de Lázaro, para decretar la muerte de Jesús (Jn 11, 47-53).

Por Mons. João S. Clá Dias, EP

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