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Dios es eterno – I Parte

Redacción (Jueves, 10-02-2011, Gaudium Press) Hay ciertos misterios que interesan a los pueblos de todas las épocas de la historia de la humanidad. Preguntas tales como: ¿de dónde vine? ¿Para dónde voy? ¿Quién es Dios?, inquietan a los hombres de todos los tiempos. Las sociedades de la antigüedad, buscando atender en cierta medida estas indagaciones, colocaban sus esperanzas en dioses que nacían y morían conforme a sus necesidades terrenales.

Entretanto, el pueblo elegido siempre confesó en un lenguaje claro y directo la eternidad de su Dios [1]: «Antes que se formasen las montañas, la tierra y el universo, desde toda la eternidad vos sois Dios», dice el rey David (Sl 89, 2).

stars-300x188.jpgInspirados por el Espíritu Santo, los escritores sagrados no se preocupan en demostrar la eternidad de Dios; afirman con simplicidad que Él existe antes de la creación del mundo y jamás dejará de existir: «Todo se acaba por el uso como un traje (…). Pero Vos permanecéis el mismo y vuestros años no tienen fin» (Sl 101, 27-28).

¿Qué viene a ser la eternidad de Dios? ¿En qué consiste ella? Para tener nociones precisas sobre esta propiedad del Creador, conviene comprender primero lo que es el tiempo.

El tiempo

Talvez no haya cosa más común en lo cotidiano de los hombres que la noción de tiempo; entretanto, ciertamente nos sentiríamos un tanto avergonzados si intentásemos resolver algunos problemas relativos a él. ¿De dónde viene el tiempo? ¿Siempre existió? ¿Existirá para siempre? Si en algún momento él no existió, ¿qué sucedía antes del tiempo? Y si en algún momento él dejase de existir, ¿qué habrá después de él? Cuántos problemas complicados acerca de una cosa aparentemente tan simple…

Nos enseña el libro del Eclesiastés que para todo hay un momento bajo los cielos: tiempo para nacer, y tiempo para morir, tiempo para plantar, y tiempo para cosechar, tiempo para llorar y tiempo para reír, tiempo para dar abrazos, y tiempo para apartarse, tiempo para callar y tiempo para hablar… (cf. Eclesiastés 3,1-8). Cuánta inestabilidad en todo lo que el hombre realiza en esta tierra. En un corto espacio de tiempo, deseamos algo que hace poco despreciábamos; ciertas cosas que queríamos ayer, ya no nos interesan más hoy.

Afirma San Agustín: «Aquello que cada hombre es hoy, apenas lo sabe él mismo. Sin embargo, es algo hoy. Lo que será mañana, ni él lo sabe» [2]. Aristóteles define el tiempo como siendo el número de movimiento según el antes y el después [3].

He aquí que con el auxilio de estos pensadores descubrimos los puntos característicos y propios al tiempo: el movimiento, el cambio y la corrupción de todas las cosas; en todo hay un comienzo y fin.

El Evo

Consta que las distancias cósmicas serían limitadas per casi ilimitadas, para que pudiésemos tener noción del abismo que separa el tiempo de la eternidad. Siendo así, los teólogos denominan con el nombre de evo la medida de las substancias espirituales, que son los ángeles y las almas racionales. De esta forma, concluimos que la eternidad no tiene principio ni fin, que el tiempo tiene principio y fin, pero el evo, como un «medio camino» entre tiempo y eternidad, tiene principio, pero no tiene fin.

El evo no se limita como nuestro tiempo, por el rítmico movimiento del puntero del reloj, o aún por el horario solar. El evo se mide por el tiempo necesario en que un Ángel ejerce un acto. Sea esta acción un pensamiento o una obra, el Ángel demora el espacio de un evo para realizarlo.

¿Cuánto tiempo el Ángel necesita para cumplir una acción intelectual o material? Esta pregunta es demasiado complicada para la inteligencia humana. La acción angélica puede ser tan rápida como el relámpago, pero también tan lenta y duradera como los milenios. Por tanto, el evo está tan arriba de nuestro tiempo terrenal, que apenas puede ser comparado con él.

Por Anderson Fernandes Pereira

(Mañana – II parte: La eternidad de Dios)

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[1] Cf. MENDEZ, Gonzalo Lobo. Dios Uno y Trino. 4ª edição. Edicione Rialp. Madrid. 2005. Tradução nossa. p.53.

[2] Santo Agostinho. Sermo 46, 24-25.27: CCL 41,551-553

[3] Cf. Aristóteles, Phys. 4, c. 11 n. 12 (BK 220a25).

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