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El pecado original y los dones preternaturales

Redacción (Martes, 17-04-2012, Gaudium Press) Al crear al primer hombre a su imagen y semejanza, Dios le confirió dones extraordinarios, algunos muy por encima de la naturaleza humana: los sobrenaturales, que por la gracia divina lo tornaba participante de su propia naturaleza; y los preternaturales, comunes a la naturaleza de los ángeles, tales como la integridad, inmortalidad, impasibilidad, perfecto dominio sobre los animales y sabiduría insigne.

El don de la integridad consiste en la total inmunidad de concupiscencia desordenada. O sea, el primer hombre tenía su razón sometida al más elevado, a Dios; su apetito sensitivo no poseía ningún movimiento desordenado. Él se alimentaba para conservar su propia vida y se unía a su mujer para propagar la especie, según el mandamiento del Señor: «Procread y multiplicaos» (Gen.I, 28). Este don removía del hombre todos los obstáculos de orden moral que pudiesen impedir la vida sobrenatural de la gracia.

Pecado original.jpgCon el don de la inmortalidad, el hombre no sufriría la muerte -que es la desagregación de los diversos elementos de toda materia viva- y viviría algún tiempo en el Paraíso Terrestre, siendo trasladado al cielo (visión beatífica), sin pasar por el terrible y doloroso transe de la muerte.

La exención de todo dolor o sufrimiento del alma y del cuerpo fue dada a través del don de la impasibilidad. Ninguna perturbación espiritual o corporal podía alterar la perfecta felicidad natural de nuestros primeros padres en el Paraíso para que su unión con Dios pudiese desarrollarse en paz y tranquilidad.

El primer hombre creado en estado de inocencia dominaba perfectamente a los animales, pues las cosas inferiores estaban sumisas a las superiores. En virtud de ese privilegio preternatural, el hombre actuaba como ministro de la Divina Providencia, haciendo que todos los seres irracionales, inferiores al hombre le obedeciesen como animales domésticos.

Además de esos dones comunes a toda la humanidad, Adán recibió, por ser el principio, maestro y cabeza de todo género humano, un intransferible y magnífico don: la Sabiduría y Ciencia excelentísimas.

Según Santo Tomás de Aquino, «como el primer hombre fue instituido en estado perfecto en cuanto al cuerpo, así también fue instituido en estado perfecto en cuanto al alma, de modo a poder luego instruir y gobernar a los otros seres» (Suma Teológica, q. 96, 1).

Como contrapartida a esos inmensos beneficios, fue presentada al hombre una prueba.

Debía él cumplir de modo eximio la ley divina, guiándose por las exigencias de la ley natural grabada en su corazón, y respetar una única norma concreta que Dios le diera: la prohibición de comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, plantada en el centro del Jardín del Edén (cf. Gn 2, 9-17).

Nos narra la Sagrada Escritura cómo la serpiente tentó a Eva, y como cayeron nuestros primeros padres y cómo fueron expulsados del Paraíso (cf. Gn 3, 1-23).

Por eso dice San Agustín que una vez consumada la transgresión del precepto, en el mismo instante, destituida el alma de la gracia divina, se avergonzaron de la desnudez de su cuerpo, pues sintieron en su carne un movimiento de rebeldía, como pena correspondiente a su desobediencia. Cuando la gracia abandonó el alma, desapareció la obediencia de las leyes del cuerpo a las del alma. El primer pecado fue una revuelta interna contra Dios, que rompió la sumisión de la razón a Dios y produjo la ruptura y desorden de las facultades inferiores.

Pero Dios, en su infinita misericordia, no le retiró los privilegios naturales, como describe el doctor P. Tanquerey: «Se contentó de despojarlos de los privilegios especiales que les había conferido, esto es, de los dones preternaturales: conservando pues, la naturaleza y sus privilegios naturales».

Pero, ¿por qué el pecado de Adán fue transmitido a todos sus descendientes? Porque la justicia original fue un don de Dios para toda la naturaleza humana en la persona de Adán, como cabeza de toda la humanidad. Si solo Eva hubiese pecado, la naturaleza humana permanecería intacta y conservaría todos los privilegios. Así, por el pecado de Adán -pecado original- entró el mal al mundo, como afirma el Apóstol San Pablo: «Por un hombre entró el pecado al mundo, y por el pecado la muerte» (Rm 5,12).

El pecado original abrió entre Dios y los hombres un abismo insuperable. Las puertas del Cielo se cerraron y el hombre contingente solo podía ofrecer a Dios una reparación imperfecta de la ofensa cometida. ¿Estarían, entonces, los umbrales de la felicidad eterna irrevocablemente cerrados? ¡No! Perentoriamente certifican las palabras del Apóstol: «Donde abundó el pecado, superabundó la gracia» (Rm 5,20). Dios en su infinita misericordia prometió el remedio para tal enfermedad y, en el tiempo previsto envió a Su Hijo Unigénito. «Oh feliz culpa que mereció tan gran Salvador» (MISSALE ROMANUM, 2008, p.348).

El propio Creador se hizo criatura para, con una generosidad inefable, saldar nuestra deuda. El Hijo «haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fl 2, 8), restituyó al hombre la gracia perdida con el pecado y nos abrió las puertas del cielo.

Por Bárbara Honório

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