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El fin del mundo

Redacción (Miércoles, 21-11-2012, Gaudium Press) ¡No es broma! ¡El mundo va acabar! Con toda certeza, un día Dios será todo en todos, las cosas antiguas pasarán, contemplaremos al Hijo del Hombre venir en las nubes con gran poder y gloria (Mc 13,26). Pero… «en cuanto a aquel día, nadie sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solamente el Padre» (Mc 13,24-32).

Es de la segunda carta de San Pedro la recomendación: «Lo que esperamos, de acuerdo con su promesa, son nuevos cielos y una nueva tierra, en los cuales habitará la justicia. Viviendo en esta esperanza, esforzaos para que él os encuentre en una vida pura, sin mancha y en paz. Considerad también como salvación la paciencia de nuestro Señor» (2 Pd 3,12-15). Es más, ya vivimos en el fin de los tiempos, desde que vino el Señor y Salvador, Jesucristo. Se inauguró, por la bondad de Dios, el tiempo nuevo. Somos por él llamados a vivir en esta tierra anticipando y apurando el día de Dios (cf. 2 Pd 3,12).

Luego, ninguna preocupación con el fin del mundo, sino mucha ocupación en vivir en este mundo con justicia y piedad. Cuando se complete la obra, esta llegará a su término, será completa, ¡llegará al fin! Vale la pena buscar una ruta de viaje para el caminar en esta tierra, ocupándonos con lo que construye desde ya el Reino de Dios, en el cual también sus hijos reinarán.

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Mons. Alberto Taveira Corrêa, Arzobispo de Belén de Pará, Brasil

Tenemos una virtud, que es don de Dios recibido de regalo en el Bautismo, la esperanza, que nos da la certeza de no estar en un agujero sin salida. ¡No fuimos tirados en este mundo, como obra del acaso! Tenemos nombre delante el rostro de Dios, somos reconocidos y tratados como hijos y destinados a la felicidad. El Padre del Cielo hizo este mundo como paraíso para sus criaturas, y es nuestra misión luchar para que él sea así y para todos. De ahí, forma parte de la misión del cristiano reconstruir, arreglar, tomar iniciativa, esparcir el bien, sembrar por creer en la cosecha, no solo aquella del final de los tiempos, sino las muchas y sucesivas floraciones del jardín de Dios en torno a nosotros. ¡En cualquier etapa del viaje, la meta es segura!

No perder tiempo, sino llenar con amor a Dios y al prójimo cada instante de la existencia. Quien llega al final de un día maravillosamente cansado, después de haber hecho el bien, será feliz y realizado. Ni tendrá tiempo para miedo de oscuridad o de los inexistentes fantasmas que pueden poblar la «loca de la casa», la imaginación. No tendrá miedo de la muerte, pues sabe que ella un día llegará en el mejor momento de la existencia de cada persona. Es que Dios, siendo Amor, cogerá la flor de la vida de cada hijo o hija en el tiempo correcto, pues para él un día es como mil años y mil años como un día (Sl 89,4). ¡Nadie en la ociosidad! ¡No perder tiempo!

Ver las señales de Dios mostrando el camino

A lo largo de la estrada, hay señales ofrecidas por Dios, mostrando el rumbo del viaje. Puede ser el hermano caído al borde del camino, un grito que pide atención. ¡Allí, hay que descender de la cacería de nuestro orgullo o falta de tiempo, derramando el aceite y el vino del afecto (Cf. Lc 10,30-37), dando lo que podemos para que aquel que cayó sea confiado a la «posada» llamada Iglesia, a quien cabe cuidar de la humanidad hasta que el Señor vuelva! Muchas veces será la palabra anunciada, «oportuna e inoportunamente» (2 Tm 4,2), cuyo sonido resuena y llega al oído y al corazón. Hasta que el Señor vuelva, señal será la comunidad que participa de la Eucaristía, mientras espera su venida, clamando cotidianamente «Ven, Señor Jesús». En la Eucaristía, se torna presente el sacrificio de Cristo, su Muerte y Resurrección. ¡Mesa preparada, hermanos acogidos, Cielo que se anticipa y nos hace misioneros! Acoger a todos y hacer crecer la Iglesia.

Quien escoge el seguimiento de Jesucristo prestará atención a las «señales de los tiempos», aprendiendo con las lecciones de su historia personal y de los acontecimientos. Para dar un ejemplo, al leer u oír las noticias diarias de crisis, crímenes o desastres, sabrá ir más allá de los sustos o escándalos. En vez de creer que el fin del mundo está llegando, pondrá manos a la obra, buscando todos los medios para que el día de mañana sea mejor que hoy. Será su tarea ir más allá de las eventuales emociones ofrecidas por los acontecimientos, para edificar con serenidad y firmeza el futuro. Si para tanto habremos siempre de contar con la gracia de Dios, que nadie se olvide de que, después de la creación del mundo, el cuidado con todo lo que era «muy bueno» (Cf. Gn 1,1-31) fue entregado al hombre y la mujer. ¡Responsabilidad!

¡Más aún! Quien mira a su alrededor, verá que el viaje se hace en comunión con otras personas. Nadie tiene todos los dones y todas las capacidades. El apóstol San Pablo ya enseñaba, comparando con el cuerpo la vida de la Iglesia (Cf. 1 Cor 12,1-31) la manera de compartir con los otros en la aventura de la existencia en esta tierra. Mientras caminamos, es bueno aprender las leyes de la eternidad, donde Dios será todo en todos. Compartir los dones y los bienes, superar la ganancia y aprovechar todas las ocasiones para estar con los otros, construyendo un mundo de hermanos. ¡En la eternidad, no habrá luto, ni dolor, egoísmo o tristeza! ¡Es bueno anticiparla!

Así, escuchar a la Iglesia que habla del fin de los tiempos, será una positiva provocación para todos los cristianos. Atención a los avisos de tránsito en la estrada del Reino definitivo: «¡La meta es segura!»; «¡No perder tiempo!»; «¡Acoger a todos y hacer crecer la Iglesia!»; «¡Responsabilidad!»; «¡Anticipar los valores de la eternidad!» Podremos entonces rezar confiados: «Señor nuestro Dios, haced que nuestra alegría consista en serviros de todo corazón, pues solo tendremos felicidad completa sirviendote a ti, el creador de todas las cosas». ¡Amén! ¡Maranatha! ¡Ven, Señor Jesús! ¡Amén!

Por Mons. Alberto Taveira Corrêa
Arzobispo Metropolitano de Belén, Brasil

 

 

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