viernes, 19 de abril de 2024
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El fuego del Espíritu Santo

Redacción (Viernes, 14-06-2013, Gaudium Press) Este fragmento de uno de los sermones de San Antonio de Padua nos evidencia el ardor y la profundidad teológica de las predicaciones del «Doctor Evangelicus»:

1.jpgLo que el fuego material obra en el hierro, obra también este fuego del Espíritu en un corazón malvado, frío y endurecido. Con la infusión de este fuego, el alma del hombre aparta de sí toda suciedad, insensibilidad y dureza, y se transforma en una semejanza de Aquel que la abrasó. Para este fin le es dado, para este fin le es infundido: para que, cuanto sea posible, le sea conforme. Gracias al abrasamiento del fuego divino, el hombre se vuelve totalmente incandescente, arde todo y se derrite en el amor de Dios, según lo que dice el Apóstol: «El amor de Dios fue derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado» (Rm 5, 5).

Considera que el fuego, cuando quema las cosas altas las abaja, y aglutina las cosas divididas como el hierro al hierro, clarifica las cosas oscuras, penetra las cosas duras, está siempre en movimiento, dirige sus movimientos y sus impulsos hacia lo alto y huye de la tierra; e implica en su acción (de quemar) todas las cosas que embiste.

Estas siete propiedades del fuego se pueden aplicar a los siete dones del Espíritu Santo, el cual con el don del temor abaja las cosas altas, o sea, humilla a los soberbios; con el don de la piedad aglutina las cosas divididas, o sea, los corazones desavenidos; con el don de la ciencia hace claras las cosas oscuras; con el de la fortaleza penetra en los corazones endurecidos; con el don del consuelo está siempre en movimiento, porque aquel que recibió la inspiración, ya no languidece en el ocio, sino que se mueve con fervor para procurar su salvación y la del prójimo, pues la gracia del Espíritu Santo no conoce dilaciones. Con el don de la inteligencia influye en todos los sentimientos, porque con su inspiración da al hombre la capacidad de comprender, es decir, leer dentro, leer en el corazón, para buscar las cosas celestiales y huir de las terrenales; en fin, con el don de la sabiduría transforma la mente, en la que se infunde, según su propia operación, haciéndola capaz de gustar las cosas del espíritu. Dice el Eclesiástico: «He llenado mi morada con una nube perfumada» (24, 21).

(Fragmento del Sermón 76 – En la fiesta de Pentecostés)

 

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