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¡Volar sin amarras!

Redacción (Sábado, 14-09-2013, Gaudium Press) A continuación el comentario al Evangelio del 23ª domingo del tiempo Ordinario, de autoría de Mons. Mons. João Scognamiglio Clá Dias, E.P.:

Evangelio:

En aquel tiempo, junto con Jesús iba un gran gentío, y Él, dándose vuelta, les dijo: «Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.

¿Quién de vosotros, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: ‘Este comenzó a edificar y no pudo terminar’.

¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo» (Lucas 14, 25-33).

I – Amarras y lastres en la vida espiritual

1.jpgEn junio de 1783 los hermanos Joseph-Michel y Jacques-Étienne Montgolfier, hijos de un fabricante de papel de Lyon, lograron hacer volar, ante la sorprendida mirada de sus compatriotas, un gran globo de lino de 32 metros de circunferencia. Lleno de aire caliente obtenido por la combustión de paja seca, el aparatoso invento se elevó del suelo varios cientos de metros y recorrió en diez minutos una distancia de dos a tres kilómetros. Tres meses más tarde los hermanos repetían con éxito su experimento en el Parque de Versalles frente a Luis XVI, María Antonieta y toda la corte de Francia.

La técnica de fabricación de aeróstatos se ha perfeccionado mucho desde entonces, pero el principio de su funcionamiento -basado en una de las más elementales leyes de la Física- se mantiene inalterable: el aire caliente, más ligero, tiende a subir. Mientras el globo va llenándose de aire, se mantiene sujeto al suelo con amarras; en un momento dado éstas se sueltan y el ingenio emprende su ascenso, siendo entonces necesario la liberación gradual de los lastres para así alcanzar una mayor altitud.

He aquí una hermosa imagen de la elevación de las almas hasta Dios. «Calentadas» por la práctica de las virtudes, especialmente la caridad, empiezan su elevación espiritual y comienzan a «volar». Sin embargo, como consecuencia del pecado, suelen haber amarras que las atan a la Tierra y lastres que dificultan su itinerario rumbo a la perfección. Por ende, resulta imperativo cortar aquellas y aligerar éstos para que el espíritu humano pueda elevarse hacia lo trascendente y hacia lo eterno. A semejanza de nuestro cuerpo, las almas padecen los efectos dañinos de una especie de ley de la gravedad espiritual, por la que nos sentimos atraídos hacia lo más bajo, lo más trivial, lo que nos exige menos esfuerzo.

Existen amarras y lastres incluso para las personas consagradas, y son a veces más difíciles de romper que las de los simples fieles. Si los religiosos no corresponden a la invitación de la gracia para vivir en un mirador más elevado, podrán sentir como que un vértigo que los hará tender con particular vehemencia al apego de lo terrenal.

Para ayudar a vencer esas trabas en las instituciones religiosas, el Espíritu Santo suscitó a través de los tiempos las más diversas formas de espiritualidad que intensifican el desapego de los bienes pasajeros. La radicalidad de algunas mueve al asombro. Por ejemplo, la Orden de los Clérigos Regulares Teatinos vive de limosnas, como tantas otras, pero sus miembros no pueden pedirlas: deben esperar a que les sean ofrecidas espontáneamente. 1

Cristo, teniendo presente nuestra mala inclinación, nos enseña que la renuncia y la abnegación son indispensables para ser verdaderos discípulos suyos. Esta es la lección de la Liturgia de este domingo.

II – ¿Odiar al padre y a la madre?

«En aquel tiempo, junto con Jesús iba un gran gentío, y Él, dándose vuelta, les dijo:».

Cuando el Divino Maestro comenzó su predicación sólo unos pocos iban tras Él; pero en poco tiempo el número de sus seguidores fue creciendo hasta formar un público considerable. A esta altura del Evangelio de San Lucas, cuando el Señor camina por última vez hacia Jerusalén, ya se puede decir que «con Jesús iba un gran gentío».

Sin embargo, hablando con propiedad, no se podría dar a todos el nombre de discípulos. Tal como acentúa el Cardenal Gomá, aquellas muchedumbres seguían a Nuestro Señor «movidas tal vez por pensamientos demasiado humanos, presagiando quizá la gloria temporal del reino mesiánico». 2

Ése fue el motivo que llevó a Jesús a dirigirse a ellos -y también a nosotros- a fin de enseñar el verdadero significado del Reino de los Cielos y las condiciones para alcanzarlo.

Jesús debe ser amado con amor perfectísimo

«‘Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo’.»

El sentido del verbo griego μισεω en este pasaje es interpretado por algunas versiones de la Escritura como «posponer», «desapegarse», o en el presente caso, «no amar más que»; sin embargo, la Vulgata prefiere traducir el vocablo μισεω por odit (odiar, aborrecer). De ahí la formulación clásica de este versículo: «Si alguno viene a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo». 3

¿Cómo explicar a la luz de los Mandamientos esta exigencia de odiar a los parientes más próximos y hasta la propia vida? Si sacáramos todas las consecuencias a que puede inducir un examen superficial de este versículo, ¿no llegaríamos al parricidio, al fratricidio o incluso al suicidio? ¿No será, pues, incorrecta, por hiperbólica, la traducción de San Jerónimo?

No lo parece. Al contrario, en este contexto el uso del verbo odiar acentúa con énfasis didáctico el más profundo sentido de las palabras del Maestro: la necesidad de amar a Dios por encima de todo, y por consiguiente, de desprenderse radicalmente hasta de lo más querido si constituye un obstáculo para seguir al Señor. Jesús es digno de ser amado con un amor perfectísimo; jamás llegará a ser verdadero discípulo suyo quien no esté dispuesto a llevar el desprendimiento en su Nombre hasta el último extremo: «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10, 37).

Santo Tomás explica en la Suma Teológica que a la virtud de la piedad cabe «mostrarse servicial y respetuosa con los padres del debido modo. Por supuesto que el debido modo no consiste en que el hombre ponga más empeño en honrar a su padre que en honrar a Dios […]. Por tanto, si el cuidado de los padres nos aparta del culto de Dios, ya no sería acto de piedad el insistir en el cuidado de los padres contrariando a Dios». 4

En igual sentido debe interpretarse la llamada a abandonar incluso «la propia vida», como lo apuntan Balz y Scheider: «La exigencia de Jesús de que hay que aborrecer a los parientes y de que hay que aborrecerse a sí mismo a causa de Él (Lc 14, 26), o de que no hay que amar a los parientes más que a Él (Mt 10, 37), vienen a decir en realidad lo mismo: ante la decisión de seguir a Jesús hay que dejarlo todo a un lado». 5

«Tendrá como enemigos a los de su propia casa»

Pero, ¿cómo pueden el padre y la madre, el hermano y la hermana representar obstáculos a nuestra salvación?

Para contestar mejor esta pregunta es útil recordar otro pasaje del Evangelio, relacionado con el de hoy: «No piensen que he venido a traer la paz sobre la tierra. No vine a traer la paz, sino la espada. Porque he venido a enfrentar al hijo con su padre, a la hija con su madre y a la nuera con su suegra; y así, el hombre tendrá como enemigos a los de su propia casa» (Mt 10, 34-36).

Romano Guardini comenta estos versículos de San Mateo, en cierto sentido más incisivos aún que los de San Lucas: «El mensaje de Jesús es mensaje de salvación. Anuncia el amor del Padre y el advenimiento del Reino. Llama a los hombres a la paz y a la concordia en la santa voluntad. Con todo, su palabra no empieza por producir unión, sino división. Mientras más profundamente cristiano se vuelva un hombre, más se distinguirá su vida de los otros que no quieran hacerse cristianos, o en la medida en que se nieguen a serlo. […] Es por esto que puede producirse una escisión entre el padre y el hijo, el amigo y el amigo, o entre los habitantes de una misma casa». 6

Verdadero sentido del verbo odiar

En seguida añade Guardini, con mucha agudeza, que la exigencia de odiar a los parientes cuando nos apartan de Dios «es antinatural, y provoca la tentación de conservar los parientes naturales y abandonar a Jesús». 7

Que la Vulgata, Santo Tomás, San Gregorio Magno y muchos otros comentaristas recurran a un verbo tan radical como odiar se explica por su propósito de dejar muy clara la necesidad que tiene todo hombre de ejercer violencia contra sí mismo a fin de ser verdadero discípulo de Cristo: «San Gregorio, al exponer esas palabras del Señor, dice que ‘debemos odiar a nuestros padres y huir de ellos, no reconociendo como tales a quienes tenemos que soportar como adversarios en los caminos de Dios.’ Porque si nuestros padres nos incitan a pecar y nos apartan del culto divino, debemos, en cuanto a esto, abandonarlos y sentir aversión hacia ellos». 8

Por tanto, el amor a los hermanos y las hermanas, los hijos y las hijas, el padre o la madre, es natural, legítimo e incluso un deber; pero debemos repudiarlo con total energía si nos impidiera seguir a Cristo. Una vez más es Santo Tomás quien lo pone en claro: «No se nos manda odiar a nuestros parientes por ser parientes, sino sólo porque nos estorban amar a Dios. Bajo este especto no son parientes, sino enemigos, según la Escritura: ‘Los enemigos del hombre son sus domésticos’ (Mi 7, 6)». 9

Más adelante agrega: «Por mandamiento de Dios debemos honrar a los padres en cuanto están unidos a nosotros por la naturaleza y por la afinidad, como aparece en Éxodo 20, 12. Deben ser odiados si constituyen para nosotros impedimento para allegarnos a la perfección de la justicia divina». 10

Con eso queda puesto el asunto en su verdadero equilibrio. La Santa Iglesia puede enseñar con toda autoridad esta doctrina, puesto que ella evangelizó a los pueblos paganos y consolidó en el mundo los principios que son cimiento de la familia monogámica e indisoluble, con su predicación y con la administración del sacramento del Matrimonio, instituido por Cristo nuestro Señor. Así estableció para la mujer y los hijos una digna situación social, terminando con los abusos del mundo antiguo, por ejemplo el «derecho» del padre a matar sus hijos o del marido a repudiar su esposa; pero al mismo tiempo la Iglesia enfatiza que todo -incluida la propia familia- se subordina al servicio y la gloria de Dios.

El padre Duquesne hace otra importante aclaración sobre el verbo odiar: «El término odiar no significa que debemos hacerles o desearles el mal; apunta más bien al ardor, la valentía, la fuerza con que debemos resistirles si acaso se oponen a nuestra salvación, o nos arrastran al mal, o intentan disuadirnos de adoptar el estado al que nos llama Dios, o quieren implicarnos en otro al cual Dios no nos ha llamado; si acaso nos impiden abrazar la verdadera Fe, o se esfuerzan por mantenernos o arrojarnos en el error». 11

En sentido opuesto podemos considerar numerosos ejemplos de cuán invaluables, y en cierto modo insuperables, son el estímulo y el apoyo de la familia para la santificación de sus miembros: Santa Mónica, cuyas lágrimas y oraciones obtuvieron la conversión del hijo; San Basilio el Viejo y Santa Emelia, padres de San Basilio, San Gregorio de Nisa, Santa Macrina y San Pedro de Sebaste; o los Beatos Luis y Celia Martin, padres de Santa Teresita del Niño Jesús.

El premio vendrá en la gloria eterna

«El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo».

Estas palabras de Jesús descartan de una vez todas las esperanzas triunfalistas que abrigaba la mayoría de los judíos a propósito del reino mesiánico. En efecto, el Señor en toda su predicación no ofreció nunca la plenitud de la felicidad en esta vida, sino la gloria eterna, cuyo camino pasa por la abnegación y por el sacrificio. Per crucem ad lucem («por la cruz se llega a la luz») reza la conocida frase latina.

El Apóstol ilustra esta necesidad de sacrificio y mortificación usando un ejemplo especialmente vivo para sus seguidores en Corinto: «Los atletas se privan de todo, y lo hacen para obtener una corona que se marchita; nosotros, en cambio, por una corona incorruptible. Así, yo corro, pero no sin saber adónde; peleo, no como el que da golpes al aire. Al contrario, castigo mi cuerpo y lo tengo sometido, no sea que, después de haber predicado a los demás, yo mismo quede descalificado» (1 Co 9, 25-27).

Es interesante recordar una piadosa consideración del padre Duquesne sobre este versículo del Evangelio: «¡Comparemos nuestra cruz con la de Jesucristo y las de los mártires, y sintamos vergüenza de nuestra cobardía!». 12 Por tanto, no cabe llevarla a disgusto, protestando de su peso o dando muestras de amargura ante los sufrimientos que nos trae. Quien actúa así no carga la cruz, sino que la lleva a rastras; en consecuencia, no puede ser considerado discípulo del Maestro. Seguir a Nuestro Señor no sólo significa ir físicamente tras Él, como muchos de la multitud, sino «imitar sus ejemplos, practicar sus virtudes», acentúa el mismo padre Duquesne. 13

III – Lucidez y prudencia

Enseñar mediante parábolas es una constante en la pedagogía divina. Aquí, Nuestro Señor va a recurrir a dos para aclarar vivamente a la multitud que el seguimiento no pide únicamente esfuerzo y abnegación, sino también planificación lúcida y ejecución cuidadosa, es decir, «prudente cálculo del esfuerzo que exige el seguir a Jesús». 14

Como no podía ser de otra manera, las dos imágenes fueron elegidas con divina sabiduría para ilustrar a la perfección la enseñanza de los versículos anteriores. Al respecto, comenta Maldonado: «Propuso Cristo las parábolas de la torre y de la guerra, más bien que de otras cosas, por ser dos empresas bien difíciles y costosas levantar torres y emprender guerras, que requieren una preparación muy grande y diligente». 15

Los cálculos para construir una torre o entablar una guerra

«¿Quién de vosotros, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: ‘Este comenzó a edificar y no pudo terminar'».

Como bien observa Maldonado, «calcular los gastos» significa aquí prepararse con cuidado, inclusive detenerse a oír prudentes consejos. Todo hombre debe hacer esto en las encrucijadas importantes de la vida: medir las dificultades antes de lanzarse por uno u otro camino, siempre de acuerdo a la razón y no guiado solamente por impulsos o sentimientos. Más importante todavía: debe decidir y actuar mirando sobre todo la vida eterna, y no sólo los intereses terrenos, fugaces por definición.

«¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil?».

Las guerras entre pequeños estados eran comunes en la Antigüedad. Así pues, esta parábola de Cristo alude a una realidad bien conocida para todos sus oyentes.

Sucede que el hombre llega muy desfavorecido a la batalla para alcanzar el Reino de los Cielos. Dada la naturaleza decaída por culpa del pecado original, cada cual lleva terribles enemigos en su propio interior: «el azote de la carne, la ley del pecado que impera en nuestros miembros y varias pasiones». 16 A esto se suman «los Principados, las Potestades, los Dominadores de este mundo tenebroso, los Espíritus del Mal que están en las regiones aéreas» (Ef 6, 12).

Para realzar esta desproporción de fuerzas, San Agustín interpreta el sentido de la parábola del siguiente modo: «Los diez mil que han de pelear con el rey que tiene veinte mil representan la sencillez del cristiano, que ha de pelear contra la doblez del diablo», es decir, con sus fraudes y falacias. 17

Tratado de paz con el Supremo Soberano

«Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz».

Por su parte, San Gregorio Magno da a esta parábola una interpretación de carácter escatológico, según la cual el rey que se aproxima sería Aquel que vendrá al final de los tiempos para juzgar a vivos y muertos.

De esta forma, puestos ante la llegada del Supremo Soberano, en comparación al cual nada somos ni podemos, no queda más que enviar mensajeros a pactar la paz. Estos son nuestros Ángeles de la Guarda, nuestros intercesores celestiales y sobre todo la Virgen Santísima. Pues, como pregunta el padre Duquesne, «¿quién somos nosotros como para presentarnos ante Dios y atrevernos a negociar la paz con Él? ¿Qué tenemos para ofrecerle?». 19

En cuanto a las condiciones de dicha paz, ya fueron enunciadas en los primeros versículos de este Evangelio: renunciar a todo y abrazar la Cruz para seguir al Divino Redentor.

El único cálculo permitido al verdadero discípulo

«De la misma manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo».

En las dos parábolas Nuestro Señor pone en evidencia la necesidad de tener los cálculos bien hechos antes de partir con un proyecto, asumir una responsabilidad o trabar una batalla terrenal.

Ahora bien, para San Agustín este versículo declara el sentido de ambas parábolas, puesto que «el dinero para edificar la torre y la fuerza de diez mil contra el rey que viene con veinte mil, no significan otra cosa sino que cada uno renuncie a todo lo que posee». 20
Agrega el obispo de Hipona: «Lo dicho antes concuerda con lo que ahora se dice, porque en renunciar cada uno a todo lo que posee se incluye también el aborrecer a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y aun su propia vida. Todas estas cosas son propias de cada uno y son obstáculo e impedimento para obtener, no lo temporal y transitorio, sino lo que es común a todos y habrá de subsistir siempre». 21

En suma, no hay más que un solo camino para convertirnos en auténticos discípulos de Jesús: renunciar del todo a los afectos desordenados y al apego a los bienes terrenos, evitando que actúen como amarras de nuestra vida espiritual o como pesados lastres de nuestra alma. Si no nos despojamos plena y completamente de cuanto nos separa de Cristo, jamás llegaremos al Reino de los Cielos.

Cabe notar también, como lo hace el Cardenal Gomá, que deben ser discípulos de Jesús no sólo los clérigos y religiosos, sino todos los bautizados: «Con los anteriores ejemplos de la torre y el rey, no quiere significar el Señor que es libre a cada uno de nosotros hacerse su discípulo o no, como era libre el de la torre de poner o no poner los cimientos: sino que intenta enseñarnos la imposibilidad de agradar a Dios en medio de las cosas que distraen el alma y en las que peligra de sucumbir por la astucia del diablo». 22

Y San Beda hace una distinción entre el deber de las almas llamadas al estado de vida consagrada y la obligación de todos los fieles: «Hay gran diferencia entre ‘renunciar a todo’ y ‘dejarlo todo’: esto último es propio de los pocos perfectos, y equivale a dejar los cuidados del mundo. Pero renunciar a todo deben hacerlo todos los fieles, en el sentido de que, si se poseen las cosas del mundo, no sea uno poseído por el mundo». 23

IV – Los apegos desordenados nos roban la paz de alma

El Evangelio de hoy hace patente que el de-sapego radical y completo es la piedra angular de nuestra vida interior, tanto como si formamos una familia, si hacemos parte del clero o estamos consagrados a Dios dentro de algún instituto religioso.

En tal sentido, puede decirse que la liturgia del 23er Domingo de Tiempo Ordinario es una llamada al desprendimiento: «El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo». Esto no significa que debemos ser flagelados, coronados de espinas o clavados a una cruz como lo fue Nuestro Señor Jesucristo; la cruz que Él nos pide consiste principalmente en vivir desprendidos de todo lo terreno, como el águila, que vuela sin amarras para contemplar mejor al sol en las alturas.
Como podemos comprobar continuamente en la vida, el apego desordenado genera angustias, inseguridades y temores que le roban la paz a nuestra alma. Por consiguiente, incluso el que no fue llamado a la vida religiosa, debe hacerlo todo con el corazón puesto en las cosas divinas, inclusive cuando atienda sus negocios y la administración de sus bienes. Ese desprendimiento es condición para seguir de cerca de Nuestro Señor Jesucristo. Actuando así, el alma experimentará la verdadera felicidad, anticipo de la alegría que gozará en el Cielo.

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1 Constituciones, artículo 26.

2 GOMÁ Y TOMÁS, Isidro – El Evangelio explicado. Barcelona: Casulleras, 1930, vol. 3, p. 282.

3 Las dos traducciones son correctas porque el verbo griego μισεω , como su equivalente hebreo ??n?’ , abarca toda la gama de significados desde amar menos / detestar hasta odiar (Cf. BALZ, Horst y SCHEIDER, Gerhard [Eds.], Diccionario exegético del Nuevo Testamento. 2ª Ed. Salamanca: Sígueme, 2002, p. 295).

4 STO. TOMÁS DE AQUINO – Suma Teológica, II-II, q. 101, a. 4, resp.

5 BALZ y SCHEIDER, op. cit., p. 296.

6 GUARDINI, Romano – El Señor. Rio de Janeiro: Agir, s/f., p. 293.

7 Ídem, ibídem.

8 STO. TOMÁS DE AQUINO, op. cit., II-II, q. 101, a. 4 ad. 1.

9 Ídem, II-II, q. 26, a. 7, ad. 1.

10 Ídem, II-II, q. 34, a. 3, ad. 1.

11 DUQUESNE – L’Évangile médité. Lyon-Paris: Perisse Frères, 1849, vol. 3, p. 104.

12 Ídem, p. 106.

13 Ídem, ibídem.

14 GOMÁ Y TOMÁS, op. cit., p. 283.

15 MALDONADO, SJ, Juan de – Comentarios a los Cuatro Evangelios. Evangelios de San Marcos y San Lucas. Madrid: BAC, 1951, vol. 2, p. 642.

16 SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, apud STO. TOMÁS DE AQUINO – Catena aurea.

17 SAN AGUSTÍN, apud STO. TOMÁS DE AQUINO – Catena aurea.

18 SAN GREGORIO MAGNO, apud STO. TOMÁS DE AQUINO – Catena aurea.

19 DUQUESNE, op. cit., p. 119.

20 SAN AGUSTÍN, apud STO. TOMÁS DE AQUINO – Catena aurea.

21 Ídem.

22 GOMÁ Y TOMÁS, op. cit., p. 285.

23SAN BEDA, apud STO. TOMÁS DE AQUINO – Catena Aurea.

 

 

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