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Santa Bakhita

Redacción (Martes, 04-03-2014, Gaudium Press) Dotada de un carácter dócil y sumiso, con una marcada propensión a hacer el bien a los demás, la descendiente de la tribu de los Dagiudaba, desde la más temprana infancia, muestras de ser una predilecta de Dios.

1.jpgUna vez, mientras estaba con una amiga cerca de su aldea, situada en la región de Darfur, en el oeste de Sudán, Bakhita se encontró frente a dos hombres que surgieron de la parte posterior de una valla. Uno de ellos le dijo que fuera a recoger un paquete que había olvidado en el bosque cercano y le dijo a su compa ñera que continuara el camino, que ella la alcanzaría enseguida. «No dudé para nada, obedecí inmediatamente, como siempre lo hacía con mi madre» -narró ella.1

Protegidos por el bosque y lejos de cualquier testigo indiscreto, los dos extranjeros agarraron a la niña y la llevaron con ellos por la fuerza, amenazándola con un cuchillo. Su ingenuidad, bien comprensible a sus ocho años, le costó muy cara.

Sin embargo, éstas fueron las vías misteriosas de la Providencia, a través de las cuales se realizaron los planes de Dios respecto a ella. Si Bakhita fuese una niña rebelde o caprichosa, no se habría prestado de tan buen grado a hacer el favor a aquel extraño. Apretaría el paso y, en compañía de la amiga, llegaría a la aldea, donde se reunirá con sus padres y hermanos, antes de que los desconocidos pudieran hacerle daño alguno. Pero su vida habría seguido en la normalidad de la vida familiar, en medio de las tareas domésticas y la práctica de ritos animistas, el culto que profesaban sus parientes. Probablemente nunca conocería la Fe Católica, y permanecería sumergida en las tinieblas del paganismo.

 

Una providencial esclavitud

Empujada violentamente por sus secuestradores, fue llevada a una cruel y dolorosa esclavitud. Y aunque ella lo ignorase, estaba dando los primeros pasos que la conducirían, a costa de sufrimientos atroces, hacia la verdadera libertad de espíritu y al encuentro con el gran Señor a quien ya amaba antes de conocer.

Sí, desde muy pequeña, Bakhita se encantaba mirando el sol, la luna, las estrellas y las bellezas de la naturaleza, preguntándose maravillada:

«¿Quién es el dueño de estas cosas tan hermosas? Y sentía un gran deseo de verlo, de conocerlo, de rendirle homenaje «.

Enseña Santo Tomás de Aquino que «una persona puede lograr el efecto del Bautismo por la fuerza del Espíritu Santo, sin el Bautismo de agua e incluso sin el Bautismo de sangre cuando su corazón se mueve por el Espíritu Santo para creer y amar a Dios y arrepentirse de sus pecados» .2 Esto es lo que se llama el Bautismo «de deseo «, o» de penitencia». Apoyándonos en esta doctrina, podemos suponer que el alma admirativa de la esclava sudanesa brillaba a la luz de la gracia santificante, mucho antes de que recibiera el Bautismo sacramental.

Bakhita, sin embargo, apenas había comenzado a sufrir la terrible serie de padecimientos que continuarían durante 10 años. Tal fue la conmoción producida en su espíritu por la violencia del secuestro, que se olvidó hasta del nombre. Por lo tanto, cuando fue interrogada por los bandidos, ni siquiera pudo pronunciar una palabra. Entonces uno de ellos le dijo: «Muy bien. Le llamamos Bakhita». En su voz se adivinaba un acento irónico, ya que este nombre en árabe significa «afortunada».

 

Padecimientos en cautividad

Llegando a un poblado, Bakhita fue introducida en una miserable choza y encerrada en una habitación oscura y estrecha, donde permaneció un mes. » Cuánto sufrí en ese lugar, no se puede decir con palabras «, escribiría más tarde. Por último, después de aquellos días en que la puerta sólo se abría para permitir pasar un parco alimento, la prisionera, pudo salir, no para ser liberada, sino para ser entregada a un traficante de esclavos que acababa de comprarla.

2.jpgBakhita fue vendida cinco veces seguidas, a los más diversos patrones, expuesta en los mercados, atenazada por los pies con pesadas cadenas y obligada a trabajar sin descanso para satisfacer los caprichos de sus amos. Colocada al servicio de la madre y de la esposa de un general, la joven esclava se enfrentó a los peores años de su existencia, como ella misma describe: » Los azotes cayeron encima de nosotros sin misericordia, de modo que en los tres años que estuve al servicio de ellos, no recuerdo un solo día sin heridas, porque aún no había sanado de los golpes recibidos y recibía otros, sin saber la causa. […] ¡Cuántos malos tratos los esclavos reciben sin ningún motivo! […] ¡Cuántas compañeros de desventura murieron por los golpes sufridos!».

Además de esos y otros tormentos, le hicieron un tatuaje que le obligó a permanecer inmóvil en su estera por más de un mes. Bakhita conservó hasta el final de la vida 144 cicatrices en el cuerpo, aparte de un ligero defecto al caminar.

Una vez, interrogada sobre la veracidad de lo que habían dicho acerca de ella, afirmó que se omitieron en sus narraciones detalles verdaderamente espantosos, vistos sólo por Dios e mposibles de ser dichos o escritos. Mientras tanto, la mano del Señor no la abandonó ni siquiera un instante. Incluso en los peores momentos, Bakhita sentía dentro de sí una fuerza misteriosa que la sustentaba, impulsándola a comportarse con docilidad y obediencia, sin desesperarse nunca.

Protección amorosa de Dios

Años más tarde, lanzando un vistazo a su pasado, reconocía la intervención divina en los acontecimientos de su vida: «Puedo decir realmente que no morí por un milagro del Señor, que me destinaba a cosas mejores». Y a Él expresó su gratitud: «Mi agradecimiento al buen Dios no sería suficiente, aunque estuviera de rodillas toda la vida».

Prueba de esa protección amorosa de Dios, que la acompañó desde la infancia, fue la preservación de alma y cuerpo en la cual se mantuvo, incluso en medio de la tortura, sin que su castidad nunca fuese alcanzada. «Yo estaba siempre en medio del barro, pero no me ensucié. […] Nuestra Señora me protegió, aunque no La conociese aún. […] En varias ocasiones me sentí protegida por un ser superior».

 

El cambio para Italia

En 1882, el general que la compró tuvo que regresar a Turquía, su país, y puso a la venta sus numerosos esclavos. Bakhita, haciendo justicia a su nombre, despertó la simpatía del cónsul italiano, Calixto Legnano, que se dispuso a adquirirla. «Esta vez fui realmente afortunada, porque el nuevo patrón era bastante bueno y empezó a tratarme bien».

A pesar de que el cónsul no pareciera haberse esforzado a iniciar en las verdades de la fe a la joven esclava, durante los años en que vivió en su casa, este periodo fue para ella la aurora del encuentro con la Iglesia. Como católico que era, Legnani trató a Bakhita con amabilidad. No hubo castigo, golpes, ni amonestaciones, y ella pudo disfrutar de la dulzura característica de las relaciones entre las personas que buscan cumplir los mandamientos de la caridad cristiana.

Ante el avance de una revolución nacionalista en el Sudán, Calixto Legnani tuvo que regresar a Italia. A petición de Bakhita, la llevó consigo. Sin embargo, en Génova, el cónsul cedió a la joven sudanesa a sus amigos, el matrimonio Michiel. Así, se fue a vivir a la residencia de la familia, en Mirano, en la región del Véneto, con el encargo especial del cuidar de la hija, la pequeña Mimina.

 

El encuentro con su verdadero Patrón y Señor

3.jpgEstando allí, Bakhita recibió de un amable señor, que se interesó por ella, un hermoso crucifijo de plata: «Me explicó que Jesús Cristo, Hijo de Dios, había muerto por nosotros. Yo no sabía quién era […]. Recuerdo que la miraba furtivamente y sentía algo en mí que no sé explicar». Poco a poco, la gracia fue trabajando el alma sensible de la ex-esclava africana, abriéndola para las realidades sobrenaturales que ella desconocía.

En su encíclica Spe Salvi, el Santo Padre Benedicto XVI así describe el milagro que se produjo en el interior de Bakhita: «Después de ‘patrones’ tan terribles que la tuvieron como propiedad hasta ese momento, Bakhita finalmente conoció un ‘patrón’ totalmente diferente – en el dialecto veneciano que ahora había aprendido, llamaba ‘paron’ al Dios vivo, al Dios de Jesucristo. Hasta entonces, sólo había conocido patrones que la despreciaban y maltrataban o, en el mejor de los casos, la consideran una esclava útil. Pero ahora oía decir que había un ‘paron’ sobre todos los patrones, el Señor de todos los señores, y que este Señor es bueno, la bondad en persona. Supo que este Señor también la conocía, la había creado, y más aún, la amaba. También ella era amada, y precisamente por el ‘Paron’ supremo, ante el cual todos los otros patrones no pasan de miserables siervos. Ella era conocida, amada y esperada, más aún, este Patrón había enfrentado personalmente el destino de ser flagelado y ahora estaba a la espera de ella ‘a la derecha de Dios Padre'».3

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Una inesperada decisión llena de coraje

Más sufrimientos todavía la aguardaban, aunque de muy diferente orden que los anteriormente soportados: Dios le pediría una prueba de su entrega, una renuncia a todo, en razón del amor a Él, ofrecida de libre y espontánea voluntad.

Cuando Bakhita, ya educada en la religión católica por las Hermanas Canossianas de Venecia, se preparaba para recibir el Bautismo, su patrona quiso llevarla de nuevo a Sudán, donde la familia Michiel había resuelto fijar su residencia definitivamente. De carácter flexible y sumiso, siempre considerándose propiedad de sus dueños, reveló, en aquella coyuntura, un coraje hasta entonces desconocido incluso por los más cercanos. Temiendo que el volver pusiese en peligro su perseverancia, se negó a seguir a su señora.

Las promesas de una vida fácil, la perspectiva de volver a su patria, el profundo afecto a Mimina y la gratitud a sus amos, nada podría cambiar su decisión de darse a Jesucristo para siempre. Bakhita se había mostrado siempre dócil a sus superiores. Ahora manifestaba de otra manera esa virtud, obedeciendo más a Dios que a los hombres (cf. Hech 4, 19). «Era el Señor que me infundía tanta firmeza, porque quería hacerme totalmente suya».

 

El final de entrega a Dios

Después de haber salido victoriosa de esta batalla, Bakhita fue bautizada, confirmada y recibió la Eucaristía de manos del Patriarca de Venecia, el 9 de enero de 1890. Se le pusieron los nombres de Josefina Margarita Afortunada. «Recibí el santo Bautismo con una alegría que sólo los ángeles podrían describir», narraría más tarde.

Poco después, queriendo sellar su entrega a Dios de manera irreversible, pidió su ingreso en el Instituto de las Hijas de la Caridad, fundado por Santa Magdalena de Canossa, a quien debía su entrada en la Iglesia. En la fiesta de la Inmaculada Concepción, en 1896, después de cumplir su noviciado con fervor ejemplar, Josefina pronunció sus votos en la Casa- Madre del Instituto, en Verona.

Desde entonces su vida fue un constante acto de amor a Dios, un darse a los otros, sin restricciones, sin reservas. Ahora cargada con humildes tareas como la cocina o la portería, a veces enviada en misión por Italia, la santa sudanesa aceptaba con verdadera alegría todo cuanto le ordenaban, conquistando la simpatía de los que la rodeaban, sin cansarse de decir: «Sed buenas, amad al Señor, Rezad por aquellos que no Lo conocen».

4.jpgSobre el espíritu misionero de Bakhita dijo Benedicto XVI en su encíclica: «La liberación recibida a través del encuentro con el Dios de Jesucristo, sentía que debía extenderla, tenía que ser dada también a los demás, a tantas personas como fuera posible. La esperanza, que naciera para ella y la ‘redimiera’, no podía guardarla para si; esta esperanza debía llegar a muchos, llegar a todos».4

Sumisión hasta el final

Por último, después de más de 50 años de fructífera vida religiosa, durante los cuales sus virtudes se perfeccionaron en el fuego de la caridad, Bakhita se sintió cercana la muerte. Atacada repetidas veces por bronquitis y neumonías, que fueron minando su salud, soportó todo con fortaleza de ánimo. En sus últimas palabras, pronunciadas poco antes de su muerte, dejo trasparecer el gozo que le llenaba el alma: «Cuando una persona ama tanto a otra, desea ardientemente estar junto a ella: ¿por qué, entonces, tanto miedo de la muerte? La muerte nos lleva a Dios».

El 8 de febrero de 1947, la Hermana Josefina recibió los últimos Sacra mentos, acompañando con atención y piedad todas las oraciones. Avisada de que ese día era sábado, su rostro pareció iluminarse y exclamó con alegría: «¡Cómo estoy feliz! ¡Nuestra Señora! ¡Nuestra Señora!». Éstas fueron sus últimas palabras antes de entregar su alma en paz y encontrarse cara a cara con el «Paron», que desde pequeña ansiaba conocer.

Su cuerpo, trasladado a la iglesia, fue objeto de veneración por muchos fieles, que durante tres días afluyeron, deseosos de contemplar por última vez a la querida Madre Moretta , como era cariñosamente conocida, que con tanta bondad los había tratado siempre. Milagrosamente, sus miembros se conservaron flexibles durante este período, y se pudieron mover sus brazos para poner la mano sobre las cabezas de los niños.

De esta manera, Santa Josephine Bakhita revelaba el gran secreto de su santidad, que se reflejaba en su propio cuerpo. La vía por la que Dios le llamara fue la de la sumisión heroica a la voluntad divina, y para la posteridad, dejó un modelo a seguir. La humildad, la mansedumbre y la obediencia se reflejan en sus palabras, una disposición realmente sublime de su alma: «Si me encontrase aquellos negreros que me torturaron, me gustaría arrodillarme para besar sus manos, porque si esto no hubiera ocurrido, yo no sería ahora cristiana y religiosa».

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1 A menos que se indique lo contrario, todas las citas entre comillas pertenecen a Dagnino, Sor María Luisa, Bakhita racconta la storia . Trad. Cecilia Maríngolo, Canossiana. Roma: Città Nuova, 1989. p. 38 .
2 Cf. Suma Teológica, III, q. 66, a.11 .
3 Papa Benedicto XVI, encíclica Spe Salvi, 30/11/2007, n. 3.
4 Papa Benedicto XVI, encíclica Spe Salvi, 30/11/2007, n. 3.

(Revista Heraldos del Evangelio, Feb/2009, n. 86, pag. 34 a 38)

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