martes, 16 de abril de 2024
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¿Una imagen vale más que mil palabras?

Redacción (Jueves, 17-04-2014, Gaudium Press) Concienzudamente nos hemos preguntado, ¿una imagen vale más que mil palabras? Y la respuesta, después de algunas disquisiciones, es: Depende.

Por ejemplo, si pensamos en instrucción o educación, hemos de decir que la sola percepción de una imagen por sí misma no educa, sino que es la interacción entre imágenes, reflexión y «producción» de palabras (sinónimo de producción de pensamiento) lo que sí. Consideremos, por ejemplo, la historia de cierto turismo simpático pero superficial, que aunque asiste a las mayores maravillas permite que ellas pasen por su mente como pasa un chorro de agua sobre un limpio pedernal: poco o nada queda como huella.

– ¿Estuvo en Francia y fue a Versalles?, preguntamos a cierta clase de turista.
– Sí.
– ¿Y qué nos cuenta del Palacio?
– Que es muy lindo, muy lindo…
– ¿Y qué más?
– Nooo, muy bonito, super bonito…
– ¿Qué impresión le causó el Salón de los Espejos?
– Impactante, conmovedora.
– ¿Y la estatua ecuestre del Rey Sol?
– Mire, ni le digo. ¿Quiere ver las fotos?…

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Óleo de María Antonieta, en Versalles

El caso contrario se da cuando leemos con reflexión y delectación la descripción de un ambiente o de un personaje en un clásico de la literatura. Mientras, no tenemos a la mano ningún retrato, pero a medida que las palabras se van sucediendo y las frases hilvanando, la memoria ilustrativa del lector va recogiendo de su bagaje las imágenes que construyen -de forma personalísima- la fisonomía o la escena descrita. Este perfil que vamos elaborando, además de físico puede ser moral, espiritual.

Sigamos con atención por ejemplo, el siguiente ‘diseño’ de Chejov en «Cirugía», realizado en muy pocas líneas, con muy pocos términos:

«… En la consulta entra Vonmiglasov, el sacristán, viejo, alto y robusto, de sotana color marrón y ancho cinturón de cuero. En su ojo derecho, medio entornado, tiene una catarata, y en la nariz, una verruga que, desde lejos, parece una mosca. Por espacio de un segundo el sacristán busca con los ojos la imagen, y, al no encontrarla, se santigua ante una botella de solución de lejía…»

Bien es cierto que si estuviésemos delante de un cuadro o fotografía del ayudante de templo Vonmiglasov, a lo mejor mucho más podríamos decir de sus rasgos físicos, y tal vez morales. Mucho más, o de pronto mucho menos… Depende de la observación que realicemos, de la concentración que pongamos en la observación y de la definición de esa observación en… palabras. Sí, una vez más las benditas palabras.

La palabra, por ser abstracta, tiene una mayor amplitud que una imagen, es más universal, y con ello permite alcanzar cumbres más altas, dependiendo del cúmulo de experiencias y observaciones almacenadas por quien usa la palabra. Es claro de esta manera, que en la base de las palabras siguen estando de algún modo las imágenes que les dieron vida. Y también es cierto que lo que llamaríamos las ‘palabras de abstracción de primer nivel’ -aquellas que conceptualizan directamente seres tangibles- tienen una mayor fuerza representativa, por lo menos para nuestra sensibilidad.

Por tanto un buen poema -sí, de palabras- puede permitir placeres mucho más elevados que la mera contemplación de una imagen sin mucha reflexión, pues en el uso de las palabras estamos empleando la parte superior del espíritu, mientras que en el mirar está empeñada la mera sensibilidad.

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Por ejemplo, deleitémonos con lo que hace Quevedo -sí, con palabras- en la descripción de una nariz, la nariz de un narizón y pensemos una vez más si realmente una imagen vale más que mil palabras.

Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y escriba,
érase un pez espada muy barbado.

Érase un reloj de sol mal encarado,
érase un alquitara pensativa,
érase un elefante boca arriba,
era Ovidio Nasón mas narizado.

Érase un espolón de una galera,
érase una pirámide de Egipto,
las doce tribus de narices era.

Érase un naricísimo infinito,
muchísima nariz, nariz tan fiera,
que en la cara de Anás fuera delito.

Entonces, lo que sugerimos es salir de la dicotomía ‘imágenes o palabras’. Pensamos que lo que puede ocurrir en el fondo de quienes se encuentran anclados en esa disyuntiva, es que para una civilización acostumbrada a la pasividad del espíritu, por el indigesto y continuo bombardeo de imágenes, el manejo de la palabra es más difícil.

Miremos. Para gozar bien del anterior soneto, es preciso saber qué es un sayón (verdugo), qué es un escriba (intérprete o doctor de la ley), qué es una alquitara (alambique, aparato para destilar -no lo sabíamos, tuvimos que buscarlo-), que Publio Ovidio Nasón era un poeta romano (igual, tuvimos que investigar para saber que éste era el nombre completo de Ovidio, que en muchos lugares es representado como siendo narizón), qué es un espolón (prolongación de la proa de un buque de guerra por debajo del nivel de flotación) y que el de infame memoria Anás era el presidente del Sanedrín en la época de Jesús.

Pero para una civilización perezosa formada en el culto animal de la imagen, recurrir al diccionario es casi una especie de tortura; investigar un asunto es como obligar a alguien a subir el Everest; y la observación detallada que conduce a la conceptualización es como aguantar hambre por varios días. De esta manera las personas de la civilización de la mera imagen se privan de los altos placeres que da la cultura. Sus placeres son meramente sensibles, y con ello poco espirituales, y son efímeros, duran lo que duran la sensación.

Entretanto, es el empleo de la palabra -mejor decir del pensamiento- apoyado en las imágenes y en las vivencias sensibles, el que constituye el uso completo de las capacidades naturales del ser humano. Y el hombre es feliz cuando es feliz en su realización en todo no en una pequeña parte. Por esto lo que vale son mil palabras, y mil imágenes, y mil palabras que expresan mil imágenes, y mil imágenes que florecen en palabras.

Por Saúl Castiblanco

 

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