jueves, 28 de marzo de 2024
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La vía del maravillamiento, gran arma contra la depresión

Redacción (Viernes, 03-10-2014, Gaudium Press) Recordábamos esta mañana una conversación que pasamos a relatar en sus líneas esenciales:

– ¿Estuviste en Cartagena de Indias y no tocaste el mar?, me preguntó un conocido, en un tono mezcla de incomprensión, leve agresión y curiosidad.

– No sumerced, le respondí intentando la bondad; ocurre que lo que me encanta de esa ciudad es propiamente el casco antiguo, donde uno puede -sobre todo en las noches, y cuando no está invadido por cierto turismo torpe y un tanto inculto- sumergirse en el fantástico mundo de lo que era una rica ciudad de la España colonial del S. XVII.

– ¿Pero y el mar…? insistía mi aún perplejo e inquisidor interlocutor.

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– Pues el grande y ancho mar… sí, no lo toqué con mis manos pero mucho lo admiré. Bien sabe usted que pocas cosas tan placenteras como pasear por lo alto de las cortinas pétreas de la ciudad amurallada, que en su costado norte bordea en largos trechos el histórico Caribe. El mar infinito, el mar de varios azules y verdes de día soleado, el mar que resguarda y aporta sorpresas, ese mar que a veces es mar de leva, violento… Cortinas de murallas salpicadas de robustos y centinelas baluartes, que también nos ayudan a remontarnos a la época de los galeones y las damas arropadas de tul y de algodón, protegidas en sus sencillos y elegantes coches, de uno o dos caballos. Ese paseo, para suscitar tu envidia, lo hacía a diario, y a veces más de una vez por día.

– Ahhh… sí.

Creo que fue entonces que mi compañero comenzó a sentir el cálido y sereno encanto que disfruté en mi último paseo por Cartagena de Indias, lugar que favorece la bella utopía, donde la Providencia me obsequió con un elevado deleite espiritual. Sí, y sin haber saboreado las aguas del bello y salado mar…

Y algo también le conté -no buscando me envidiase, sino porque el bienestar cuando es auténtico y profundo tiende a ser expansivo, la verdadera alegría debe ser compartida con los demás- de ese restaurante de precios muy pero muy razonables, que descubrí allí un día feliz; un restaurante que se apropió de una antigua construcción de una orden religiosa, y que en ese aún sacral ambiente de piedra, de altos y artesonados techos y simples y religiosos frescos del S. XVI, ofrece helados cuasi celestiales, de los más variados sabores tropicales, mezclados con ricas salsas, escogidas frutas, o suaves batidos chantilly, y que tiene también en su menú ricas especialidades del mar.

Y también le narré mi diaria peregrinación a la Iglesia de San Pedro Claver de esa maravillosa ciudad amurallada, relicario en piedra coralina que guarda en bella urna los restos del inmortal Esclavo de los esclavos, y a cuyo costado se encuentra el antiguo y florido claustro que alberga el austero cuarto de uso del santo noble español y la sala donde entregó su alma a Dios. Le relaté igualmente mi deleite -un deleite que aunque repetido no se desgasta-, con la fachada de esa iglesia, que tiene el mérito de que sus adornos de estilo barroco son de esa piedra de coral que es muy delicada de tallar. Y asimismo le hablé de mi romería también casi diaria a la Iglesia de Santo Domingo de esta Cartagena del Poniente, que es un embeleso de tonos pastel en su interior, pero que es también una iglesia-fortaleza, con sus bajas cúpulas reconstruidas para aguantar las balas de los cañones corsarios, y con sus necesarios apoyos laterales para poder resistir toda la sólida estructura. Y le dije también de mi visita al Museo naval, a pocos metros del mar.

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Pero de la misma manera me animé a hablarle de varias otras grandes/pequeñas maravillas, al sentir que las puertas de su alma se iban abriendo a la admiración de esos magníficos restos que una civilización de cuño cristiano nos legó, y que bien se conservan en aquella fábula llamada Casco antiguo de Cartagena de Indias.

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Del muy bien informado catholic.net me llega igualmente hoy un correo electrónico, con un artículo del famoso psiquiatra español Paulino Castells, que entre muchos otros datos recuerda que hoy los adolescentes tienen el doble de probabilidad de sufrir depresión de la que tenían sus padres, y el triple de la que tenían sus abuelos. Algo está pasando de grave en esos campos, lo afirmamos también por otros datos que poseemos.

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En determinado momento se mezclaron en mi cabeza las dos situaciones de arriba, para concluir algunas cosas que creemos relevantes.

Nos parece que un común denominador en las personas deprimidas es una especie enclaustramiento en un mundo interior angustiante y/o desesperanzado. Estas personas sufren de una tristeza que no solo las agobia sino que de alguna manera les obstaculiza la observación del mundo exterior, y con ello los priva del espiritual agrado de la contemplación de las grandes-pequeñas maravillas que siempre nos circundan.

Entonces, proponemos para estos casos la práctica y la investigación de la «maravilloterapia». Al deprimido debemos ayudarlo a romper ese cerco gris que entristece su vida, ese verdadero calabozo del rumiar casi exclusivamente sus dolores y desalientos. En ese sentido, puede ser muy eficaz irlo habituando a la contemplación de las maravillas. Pueden ser grandes maravillas, un castillo especialmente hermoso, un paisaje elevadamente bello. Pero también de las pequeñas maravillas: una sencilla ave en un corto y elegante vuelo; un árbol especialmente frondoso y exuberante de verde; la admiración de un sencillo pero noble gesto de alguien que lo quiere, etc.

A las técnicas de reestructuración cognitiva, o de diagnóstico y remplazo de distorsiones básicas de pensamiento, o de fortalecimiento de una sana autoestima, o de tantas otras válidas, consideramos que puede ser muy eficaz sumar la técnica de la «maravilloterapia».

Cualquier agrado para el deprimido, es algo muy valioso. Pero resulta que según Santo Tomás y el sentido común, la belleza es algo que contemplado espontáneamente agrada. Entonces, siendo preciso que la persona deprimida «salga de sí», el camino de la contemplación desinteresada de la maravilla que nos circunda puede ser un excelente recurso. Después de practicar con la ayuda de otro, la persona deprimida podrá sentir que está ya en su poder el ir a la procura de esos agrados, al contemplar con desprendimiento de su egoísmo las muchas cosas bellas que aún hay a nuestro alrededor.

Además que esta «técnica» puede ser completada con un aspecto místico-cristiano, que analizaremos en futuras líneas.

Por Saúl Castiblanco

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