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La misericordia divina, tabla de salvación – II Parte

Redacción (Miércoles, 08-04-2015, Gaudium Press)

El Hijo de Dios nos puso a la derecha del Padre

Todos los acontecimientos son permitidos por Dios, aunque no hayan salido siempre de su expresa voluntad.

En muchas ocasiones el Crea dor se sirve de las circunstancias producidas por la maldad de las criaturas para, de ahí, sacar un bien mayor, en el que refulge de modo espléndido el poder de su misericordia.

A lo largo de la Historia observamos esta constante: a las faltas cometidas responde Dios con excesos de clemencia; a los grandes desastres provocados por la infidelidad de algunos, se suceden restauraciones cuya belleza excede a la del plan anterior; invariablemente los designios de Dios se cumplen, sin que su gloria sea manchada o disminuida.

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«Aparición del Corazón de Jesús a Santa Margarita»

Catedral de Lisieux, Francia

Éste es el caso del pecado del primer hombre en el Paraíso, cuyos estigmas acarreamos todos, y que trajo como consecuencia la privación de la gracia y del Cielo, para él y para su descendencia. Y, ¿cuál ha sido la respuesta divina? Elevó a la naturaleza humana decaída a una altura inimaginable cuando envió a su Unigénito, quien, » después de habernos purificado de nuestros pecados, está sentado a la diestra de la Majestad en lo más alto de los cielos» (Hb 1, 3b), conforme le había sido dicho: «Siéntate a mi derecha» (Sl 109, 1).

Al respecto San León Magno afirma en uno de sus sermones sobre la Ascensión: «Y, en verdad, grande e inefable motivo de júbilo era, en la presencia de una santa multitud, elevarse una naturaleza humana por encima de la dignidad de todas las criaturas celestes, sobrepasar a las órdenes angélicas y subir más alto que los arcángeles, y ni siquiera así alcanzar el término de su ascensión a no ser cuando, sentada junto al eterno Padre, fuese asociada al trono de gloria de Aquél a cuya naturaleza estaba unida al Hijo. […] Hoy no sólo hemos sido ratificados como poseedores del Paraíso, sino que penetramos con Cristo en lo más alto de los Cielos, habiendo obtenido, por la inefable gracia de Cristo, mucho más de lo que perdiéramos por envidia del diablo. Aquellos que el virulento enemigo expulsó de la felicidad del habitáculo primitivo, el Hijo de Dios, les ha incorporado a Sí, poniéndoles a la derecha del Padre.» .8

Este es el sentido más profundo de las palabras que la Liturgia canta en la Vigilia Pascual, al celebrar la resurrección del Señor: «¡Pecado de Adán ciertamente necesario, que fue borrado con la sangre de Cristo! ¡Oh feliz culpa que nos mereció tan noble y tan grande Redentor!» 9 Frase desconcertante a primera vista, pero cuya realidad no se puede objetar, y que se conjuga admirablemente con la afirmación de San Pablo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5, 20b).

No obstante, el Padre no se limitó a enviar, en la plenitud de los tiempos, a su Hijo amado para rescatar a los hombres de la vil esclavitud del pecado. «Después de la muerte de Jesucristo -afirma el P. Garrigou-Lagrange- bastaría que nuestras almas fuesen vivificadas y conservadas por gracias interiores, pero la divina Misericordia nos ha dado la Eucaristía.

En el día de Pentecostés, renovado para todos por el Sacramento de la Confirmación, el Espíritu Santo vino a habitar en nosotros. Tras nuestras reiteradas caídas personales, encontramos la absolución, siempre que nuestra alma desee sinceramente volverse hacia Dios. Toda la Religión Cristiana es la historia de las misericordias del Señor» . 10

Y aún, en los postreros instantes de su Pasión, intentando disipar el menor temor con relación a su ex celsa majestad, quiso el Redentor entregarles a todos los hombres, representados allí en la persona del Apóstol Juan, a una Madre que intercediese por ellos en sus necesidades, como otrora suplicara a favor de los novios de las bodas de Caná: «No tienen vino» (Jn 2, 3b). ¿Qué legado más precioso nos podría haber dado que el de dejarnos a María, Aquella que escogiera desde toda la eternidad para ser su Madre?

«Deseo salvar a todas las almas»

Con el transcurrir de los siglos, el Señor no ha dejado de prodigar manifestaciones de su misericordia. Sería demasiado extenso enumerarlas.

Fueron mensajes con los cuales la Providencia Divina quiso llamar al mundo a la conversión, intentando tocar los corazones por medio de la ternura de un Dios ebrio de amor por sus criaturas.

Pensemos, por ejemplo, en las apariciones de Jesús a Santa Margarita María Alacoque en el siglo XVII, en las que le pedía propagase la devoción a su Sagradao Corazón.

Mucho más cercano a nosotros, en la primera mitad del siglo pasado, Santa María Faustina Kowalska recibía de los labios de Jesús el llamamiento que llevó al Papa Juan Pablo II a instituir la fiesta de la Divina Misericordia, el primer domingo después de la Pascua, de acuerdo con el deseo expresado por el propio Señor.

Le decía en febrero de 1937: «Las almas se pierden, a pesar de mi amarga Pasión. Les ofrezco la última tabla de salvación, o sea, la Fiesta de mi Misericordia. Si no adorasen mi misericordia, morirán para siempre. Secretaria de mi misericordia, escribe, háblale a las almas de esta gran misericordia, pues está cerca el día terrible, el día de mi justicia» . 11

En otra ocasión el Divino Mensajero le revelaba claramente su especial predilección por los más miserables: «Hija mía, escribe que, mientras más grande es la miseria de un alma, tanto mayor es el derecho que tiene mi misericordia e [invita] a todas las almas a confiar en el inconcebible abismo de mi misericordia, pues deseo salvarlas a todas» . 12

En estas conmovedoras palabras discernimos el anhelo que Jesús tiene de liberar a las almas de sus flaquezas y pecados. Todos somos como ese hijo enfermo que atrae sobre sí mismo las atenciones de sus padres, que conocen sus necesidades y desean aliviarle del mal que padece; o esa oveja extraviada, que por amor a ella el pastor no duda en dejar a las otras noventa y nueve en el monte para ir en su búsqueda (cf. Mt 18, 12).

Pongamos, por lo tanto, toda nuestra confianza en el divino Médico y aprovechemos los eficaces remedios que Él nos ofrece.

Por la Hna. Mariana Morazzani Arráiz, EP

(Tomado de la Rev. Heraldos del Evangelio, Abril-2009)

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8 Sermo 1 de Ascensione, 4. In: LEÃO MAGNO. Sermones. Trad. Sérgio José Schirato e outros. 2. ed. São Paulo: Paulus, 2005, p. 171.
9 Monición de la Páscua – Vigilia Pascual.
10 GARRIGOU-LAGRANGE, Op. cit . , pp. 181-182.
11 KOWALSKA, María Faustina. Diario. La Divina Misericordia en mi alma. Trad. Eva Bylicka. Granada: Levántate, 2003, p. 377.
12 KOWALSKA, Op. cit . , p. 429.

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