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Guerra contra los amalecitas

Redacción (Miércoles, 06-05-2015, Gaudium Press) Josué, discípulo perfecto de Moisés y gran guerrero, obtiene brillante victoria contra los amalecitas, gracias a su valor militar, pero sobre todo a las oraciones de Moisés.

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Veamos cómo esto ocurrió:

Después del milagro del agua de la roca, ocurrido en Masá y Meribá, los israelitas se depararon con nueva dificultad: un pueblo enemigo vino a combatir contra ellos.

«El Señor es mi estandarte»

Ese pueblo se llamaba amalecitas porque provenía de Amalec, descendiente de Esaú (cf. Gn 36, 12).

Moisés dijo a Josué -su fiel servidor, el cual introducirá, 40 años después, a los hebreos en la Tierra Prometida- que escogiese algunos hombres de valor y fuese con ellos a luchar contra los amalecitas. Josué fue el general de esas tropas de élite.

Al iniciarse la batalla, Moisés tomó su bastón y, acompañado de su hermano Aarón y Hur, subió a una colina a fin de rezar con los brazos erguidos. Mientras el profeta se mantenía en esa posición, los israelitas vencían, pero si bajaban los brazos los amalecitas tenían ventaja.

Entonces, fue colocada una piedra para que Moisés en ella se sentase, y Aarón y Hur atajaron sus brazos levantados. Así él se mantuvo hasta la puesta del Sol, «y Josué derrotó a Amalec y su gente a filo de espada» (Ex 17, 13).

Dios dijo a Moisés que escribiese ese hecho en un libro, para que fuese siempre recordado; y comunicase a Josué que el Altísimo borraría «el recuerdo de Amalec, debajo del cielo» (Ex 17, 14).

Moisés levantó allí un altar y le dio el nombre: «El Señor es mi estandarte.»

Comentando el porte de Moisés durante su oración, afirma el Padre Fillion: «Moisés, extendiendo sus brazos en forma de cruz, fue frecuentemente considerado por los Padres como una prefigura de Nuestro Señor Jesucristo.»

Jetro visita a Moisés

El suegro de Moisés, Jetro, que era sacerdote del Dios único, fue a visitarlo cierto día, habiendo el profeta narrado con detalles lo que ocurría en Egipto y los milagros hechos por el Omnipotente. Admirado, Jetro «ofreció un holocausto y sacrificios a Dios» (Ex 18, 12).

En el holocausto había la destrucción completa de la víctima, mientras que en el sacrificio era reservada una parte de ella para ser comida en una refección religiosa.

Y, observando que Moisés estaba prácticamente todo el día juzgando los casos presentados por los hebreos, Jetro dijo al profeta que, debido a ese intenso trabajo, él estaría agotado.

Le recomendó, entonces, que escogiese hombres de categoría, temerosos de Dios, para ayudarlo en esa obra; ellos serían jefes de mil, de cien, de cincuenta y de diez personas.

Moisés acogió ese sapiencial consejo y estableció, entre los israelitas, una jerarquía compuesta de cuatro grados. Esos auxiliares juzgarían las causas menos importantes; las más graves deberían ser llevadas al profeta del Altísimo.

Después, Moisés se despidió de Jetro, que volvió a su tierra.

Preparación para un acontecimiento grandioso

En el tercer mes después de la salida del Egipto, los hebreos llegaron al desierto del Sinaí, donde montaron campamento.

El profeta subió la montaña, donde Dios le dijo que debería transmitir al pueblo este mensaje: «Visteis lo que hice a los egipcios, y como os llevé sobre alas de águila para traerlo hacia Mí. Ahora, si realmente oyeres mi voz, y guardares mi alianza, seréis para Mí la porción escogida entre todos los pueblos. En realidad es mía toda la Tierra, pero vosotros seréis para Mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19, 4-6).

Transmitido ese magnífico mensaje al pueblo, este declaró que haría todo lo que el Señor determinase.

Dios, entonces, ordenó que los israelitas se preparasen, manteniéndose puros de alma y cuerpo -inclusive lavando las propias vestiduras-, durante dos días; y en el tercer día Él descendería «a la vista de todo el pueblo sobre la montaña del Sinaí» (Ex 19, 11).
Y el Altísimo mandó a Moisés que fuesen hechas marcas en torno de la montaña, las cuales no deberían ser sobrepasadas. Las personas – e incluso los animales – que no respetasen esa norma deberían ser muertas a pedradas o flechazos.

Así, todo quedó preparado para uno de los más grandiosos acontecimientos de la Historia: la revelación de los Diez Mandamientos.

«La escena entera tiene un carácter majestuoso, solemne, que la tornaba muy propia al fin que se proponía el Señor. Ningún altar convenía mejor que este gigantesco y magnífico Sinaí, para celebrar la unión de Yaveh y su pueblo.»

Pidamos a la Santísima Virgen la gracia de compenetrarnos del poder de la oración en todas las circunstancias de la vida, principalmente en la batalla incruenta contra aquellos que planean nuestra perdición, así como los que pretenden destruir la Santa Iglesia.

Por Paulo Francisco Martos

(in «Noções de História Sagrada» nº 26)
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1) – FILLION, Louis-Claude. La Sainte Bible commentée. 6. ed. Paris: Letouzey et ané. 1923 v. 1, p. 244.
2) – Cf. Idem, ibidem, p. 246.
3) – Idem, ibidem, p. 248.

 

 

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