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El Pecado

Redacción (Jueves, 18-06-2015, Gaudium Press) Dios sometió a la prueba nuestros primeros padres1 a fin de merecer el cielo.

Entretanto, ellos no permanecieron fieles al transgredir el mandato divino 2 y, «al leer el Génesis, nos entristece la historia del primer pecado del hombre» 3 (Cf. Gen 3, 1-24), pues es la fuente de los desequilibrios de toda la humanidad.

1.jpgEl hombre, criatura noble de Dios, quedó así, desfigurado por el pecado y sujeto a las malas tendencias.

Entretanto, «antes de sentenciar los sufrimientos a los cuales la naturaleza humana estaría sujeta en la tierra de exilio, Dios nos prometió la venida de un Salvador, […] garantizándonos el perdón». 4 Igualmente, nos dio el sacramento del Bautismo que borra el pecado original y «nos eleva muy arriba de nuestra naturaleza humana para tornarnos verdaderos hijos y herederos de la Santísima Trinidad» 5.

Con todo, cuando pecamos nos alejamos nuevamente de Dios y rompemos con esa amistad, pues, como tan bien define San Agustín, el pecado constituye una ‘aversio a Deo et conversio ad creaturas’, alejarse de Dios y un volverse a la criatura.

¿Por cuál motivo, entonces, permitió Dios el pecado? Entre otras razones, explica Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP:

[…] en primer lugar, a fin de enviarnos un Salvador que obrase la Redención. Por eso, en la Liturgia de la Vigilia Pascual se canta «oh culpa tan feliz que ha merecido la gracia de un tan gran Redentor».

En segundo lugar, para evitar el ablandamiento y la tibieza de los justos.

[…] Por último, porque permitiendo el mal Dios quiere un bien superior que de él resulta accidentalmente. 6
Y esa debilidad del hombre, por donde muchas veces él prefiere el mal al bien, es todavía una consecuencia del pecado original.

El propio San Pablo describe esta lucha interior:

No entiendo, absolutamente, lo que hago, pues no hago lo que quiero; hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, reconozco que la ley es buena. Pero, entonces, no soy yo que lo hago, sino el pecado que en mí habita. Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no habita el bien, porque el querer el bien está en mí, pero no soy capaz de efectuarlo. No hago el bien que querría, sino el mal que no quiero. Ahora, si hago lo que no quiero, ya no soy yo que hago, sino el pecado que en mí habita. Encuentro, pues, en mí esta ley: cuando quiero hacer el bien, lo que se me depara es el mal. Me deleito en la ley de Dios, en el interior de mi ser. Siento, sin embargo, en mis miembros otra ley, que lucha contra la ley de mi espíritu y me prende a la ley del pecado, que está en mis miembros. (Rm 7, 15-23).

Es en esa constante lucha que vive el hombre sobre la tierra. De ella salen victoriosos y alcanzan la felicidad eterna aquellos que, con el auxilio de la gracia, saben observar las Leyes de Dios y renunciar a todo pecado.7

El pecado es algo horroroso y las palabras de San Juan Pablo II bien lo confirma: «Aquello que se opone más directamente a la caminata del hombre en dirección a Dios es el pecado, el perseverar en el pecado, en fin, la negación de Dios.»

Agrega Mons. João Clá Dias:

La gravedad de la ofensa se mide sobre todo por la dignidad de la persona ofendida. Una agresiva bofetada realizada por alguien igual suyo merece una penalidad mucho menor que otra, de la misma intensidad, hecha contra una grande y representativa personalidad. El castigo siempre deberá ser aplicado en proporción a la categoría del ofendido. Ahora, si la persona ultrajada es infinita, el castigo solo podrá ser eterno; tanto más que, para reparar el pecado, quiso el Verbo de Dios encarnarse y sufrir todos los tormentos de la Pasión. 8

Los pecados de los hombres hacen sufrir al Sagrado Corazón de Jesús, tan sensible a las ingratitudes recibidas. De eso son testigos innúmeras revelaciones privadas, como por ejemplo, ésta en que Él dirigió a Santa María Margarita las siguientes palabras:

Es este Corazón que tanto amó a los hombres hasta consumirse para testimoniar su amor. Y como reconocimiento solo recibe de la mayoría ingratitudes por sus irreverencias y sacrilegios, y por las frialdades y desprecios que tienen hacia Mí en este Sacramento de amor. Y lo que es para Mí aún más sensible son corazones consagrados a mí que también proceden de la misma manera. 9

¿Cómo no compadecerse del Corazón de Jesús continuamente atormentado por los pecados de los hombres? Día y noche el Señor Jesús es abandonado en el Santísimo Sacramento, en todos los instantes los hombres pecan, y como otros tantos Pilatos, Caifás y Herodes, condenan el Justo a la muerte. No hay minuto en la faz de la Tierra en que el Sagrado Corazón no sea blanco de nuevos escarnios y bien decía Santa Teresa de Jesús: «No hay corazón que no sufra por tantas calamidades, incluso los nuestros que son tan ruines…» 10, y todavía San Luís María Grignion de Monfort exclama: «¿No es mejor para mí morir que os ver, mi Dios, todos los días, tan cruelmente ofendido?».11

Por Anna Luiza Cendon Finotti
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1 TANQUEREY, Adolphe. Compêndio de Teologia Ascética e Mística. Porto: Apostolado da Imprensa, 1961, p. 34.
2 Cf. ROYO MARÍN, Antonio. Somo hijos de Dios. Madrid: BAC, 1977, p. 10; TANQUEREY, loc. cit.
3 CLÁ DIAS, João Scognamiglio. Paz! Onde estás?. In: O inédito sobre os Evangelhos. Città del Vaticano: LEV, 2012, v. V, p. 101.
4 CLÁ DIAS, João Scognamiglio. Entre o perdão e a perseverança Deus prefere o quê?. In: O inédito sobre os Evangelhos. Città del Vaticano: LEV, 2012, v. VI, p. 342.
5 CLÁ DIAS, João Scognamiglio. Pertencemos à família de Deus!. In: O inédito sobre os Evangelhos. Città del Vaticano: LEV, 2012, v. V, p. 411.
6 CLÁ DIAS, João Scognamiglio. Até na hora da aparente derrota, o Sumo Bem sempre vence. In: O inédito sobre os Evangelhos, op. cit. v. V, p. 253.
7 Cf. CCE n.2015.
8 CLÁ DIAS, João Scognamiglio. O pobre e o rico. In: O inédito sobre os Evangelhos, op. cit. v. VI, p.379.
9 DUFOUR, Gerard. Na Escola do Coração de Jesus com Margarida Maria. São Paulo: Edições Loyola, 2000, p.87.
10 SANTA TERESA DE JESÚS. Caminho de perfeição. In: Obras Completas. São Paulo: Loyola, 2002, c.XXXV, n. 4, p. 408.
11 SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. La oración abrasada. In: Obras. Madrid: BAC, 1953, p.599.

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