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La primera, la mayor y la eterna

Redacción (Viernes, 31-07-2015, Gaudium Press) En nuestros encuentros con la Eucaristía, que es por excelencia un misterio de fe, nos debe tonificar esa indispensable virtud teologal que es la fe: «creo que estás verdaderamente presente en el Santísimo Sacramento». La fe sustenta el dogma eucarístico; sin ella no hay adoración genuina ni comunión fervorosa.

También la virtud de la esperanza se ejercita maravillosamente a la vista de la Eucaristía que es semilla de vida eterna. En cada Misa, después de la consagración, manifestamos gozosos la esperanza escatológica del triunfo definitivo y anhelado de Cristo «¡Ven Señor Jesús!». Y cuando, antes de distribuir la comunión, el sacerdote presenta la Hostia consagrada a los fieles, recitamos una súplica llena de ilusión: «Di una sola palabra y quedaré purificado».

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Pero es la virtud de la caridad la que debe irrumpir primeramente en la cita con la Hostia Santa. Lo dice un fundador de obras eucarísticas S. Pedro Julián Eymard: «Empiecen todas sus adoraciones con un acto de amor y así abrirán sus almas con delicias a la acción divina. Es porque ustedes comienzan por ustedes mismos que acaban parando en el camino; o bien, incluso si comienzan con cualquier otro acto de virtud que no sea el amor, harán camino equivocado ¿Acaso el niño no abraza a su madre antes de obedecerle? El amor es la única puerta del corazón».

Probablemente, más de una vez hemos experimentado, en nuestra vida de adoradores, intentos de «bienestar» junto al Señor que, por partir del amor propio o de un cierto misticismo sensual mal concebido, nos hace salir insatisfechos del encuentro con Jesús. La cita tuvo sabor a esterilidad…

¡Cuántas desilusiones y hasta frustraciones! Como consecuencia, vamos dejando de lado el propósito de adorar a Dios en su Sacramento. Y para dar justificación a la penosa deserción, imaginamos que le servimos mejor en obras y trabajos exteriores, aunque añoremos aquellos encuentros junto al sagrario que fueron nuestro «paraíso». Sucede que la tibieza va tomando progresivamente el lugar de lo que otrora fue una pasión.

Ya nos lo dijo también San Pedro Julián en otro de sus escritos que el amor debe ser apasionado: «Mientras no tengamos por Nuestro Señor presente en el Santísimo Sacramento un amor apasionado, no habremos hecho nada… Dirán: ¡pero eso es una exageración! Exagerar es ir más allá de la ley. Pues bien, el amor debe ir más allá de la ley».

¿Cómo se explica que en tantos lugares el Sacramento Eucarístico esté tan olvidado, sino por esa ausencia de fe robusta, de esperanza alegre y, sobretodo, de amor, de pasión?

Es evidente que el amor no se agota en la observancia de un reglamento. Para los fariseos, fieles cumplidores del pago del diezmo, de las abluciones prescriptas y de recitar ostentosas oraciones en las esquinas de las plazas (para ser vistos…), la letra de la ley justifica. No así para los corazones humildes y amantes.

Es el amor que justifica, no la ley. Lo dice, a su manera, San Agustín: «Ama y haz lo que quieras». Además, es sabido que el que ama de verdad, es el que mejor cumple la ley, pues el que cultiva el amor, tiene un corazón delicado, atento.

«Así como o nuestro cuerpo crece y se mantiene por la alimentación – caso contrario caminaría para la muerte-, también la vida sobrenatural del hombre se sustenta de amor. He ahí el secreto de la germinación de la gracia, pues la acción de Dios se torna más fértil y pujante por la caridad» (Mons. Juan Clá Días «Lo Inédito sobre los Evangelios»).

La Sagrada Escritura, el magisterio de la Iglesia y la ciencia teológica tienen maravillosas explicitaciones sobre lo que es el amor; más propiamente sobre la virtud sobrenatural de la caridad. Es de lamentar que una cosa tan sublime como el amor, haya sido mil veces ensuciada y lo esté siendo cada vez más…

No confundamos el don del amor auténtico con lo que pueda ser filantropía, o con sentimientos de ternura o de compasión, por más legítimos que puedan ser. Estas manifestaciones son pétalos de la maravillosa flor de la caridad que anida en los sagrados corazones de Jesús y de María y que se irradia como un bálsamo a los corazones que se les abren. Pero si los pétalos se desprenden de esa flor, no serán más que una aroma efímera y, finalmente, basura que el viento se lleva.

Para confirmar a San Pedro en su misión de Príncipe de los Apóstoles Jesús no lo interroga sobre su fe o sobre cualquier otra virtud sino sobre su amor. Por tres veces consecutivas le pregunta «Pedro ¿me amas?».

San Pablo por su parte escribió mucho sobre esta virtud. A los colosenses les dijo: «Por encima de todo, procurad el amor que es el ceñidor de la unidad consumada». Y a los corintios: «En una palabra, quedan la fe, la esperanza y el amor; de estas tres la más grande es el amor» (…) «El amor no pasará jamás».

Veamos en estas enseñanzas referidas sobre la reina de las virtudes -así llamaba San Pío de Pietrelcina a la caridad- un valioso subsidio que podrá motivarnos en nuestros compromisos de adoradores junto al Sacramento del Amor.

Por el P. Rafael Ibarguren EP

Asistente Eclesiástico de las Obras Eucarísticas de la Iglesia

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