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Rico o pobre: ¿quién se salva?

Redacción (Viernes, 31-07-2015, Gaudium Press)  Imaginemos una bodega que contiene los mejores vinos del mundo, donde las garrafas no poseen un rótulo. Sin la pequeña explicación que el rótulo nos trae al respecto de la calidad de las uvas, el volumen de alcohol, su proveniencia, muy difícil sería distinguir los vinos.

Ahora, algo semejante se dio con la doctrina que Nuestro Señor Jesucristo vino a traer. Una doctrina cargada de potencia, que nuestra pobre y humana inteligencia, por más elevada que sea, jamás podría comprender. ¿Cómo transmitirla a los hombres?

El Divino Pedagogo quiso así colocar un rótulo delante de este extraordinario vino para hacernos entender su doctrina: las parábolas.

Analicemos con cuidado una de sus Divinas Parábolas y saquemos de ella una importante lección.

Había un hombre rico, que se vestía con ropas finas y elegantes y hacía fiestas espléndidas todos los días. Un pobre, llamado Lázaro, lleno de heridas, estaba en el piso, a la puerta del rico. Él quería matar el hambre con las sobras que caían de la mesa del rico. Y, además de eso, venían los perros a lamer sus heridas.

Cuando el pobre murió, los ángeles lo llevaron junto a Abraham. Murió también el rico y fue enterrado. En la región de los muertos, en medio de los tormentos, el rico levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, con Lázaro a su lado. Entonces gritó: ‘¡Padre Abraham, ten piedad de mí! Manda a Lázaro mojar la punta del dedo para refrescarme la lengua, porque sufro mucho en estas llamas’.

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Pero Abraham respondió: ‘Hijo, acuérdate que tú recibiste tus bienes durante la vida y Lázaro, a su vez, los males. Ahora, sin embargo, él encuentra aquí consuelo y tú eres atormentado. Y, además de eso, hay un gran abismo entre nosotros; por más que alguien lo desease, no podría pasar de aquí para estar junto a vos, y ni los de ahí podrían atravesar hasta nosotros’. El rico insistió: ‘Padre, yo te suplico, manda a Lázaro a la casa de mi padre, porque yo tengo cinco hermanos. Manda prevenirlos, para que no vengan también ellos para este lugar de tormento’. Pero Abraham respondió: ‘¡Ellos tienen a Moisés y los Profetas, que los escuchen!’ El rico insistió: ‘No, Padre Abraham, pero si uno de los muertos va hasta ellos, ciertamente se van a convertir’. Pero Abraham le dijo: ‘Si no escuchan a Moisés, ni a los Profetas, ellos no creerán, aunque alguien resucite de los muertos'».
(Lc 16, 19-21)

Uno de los asuntos más polémicos de la actualidad es justamente este: ser rico o ser pobre. Según la concepción de Marx, debe existir una reivindicación y lucha para que la clase más baja se iguale a la clase alta y, de ese modo, nadie se sienta humillado. ¿Estaría Nuestro Señor Jesucristo favoreciendo esa lucha de clases? ¿Cómo entender esta parábola?

La primera indagación que ella nos sugiere es esta: «¿Se va para el infierno por el simple hecho de ser rico? ¿En el Cielo, solo entran los mendigos? ¿Toda riqueza es un mal y toda miseria, un bien?»

A este respecto explica San Ambrosio: «Ni toda pobreza es santa ni todas las riquezas son pecaminosas; pero así como la lujuria deshonra las riquezas, así la santidad recomienda la pobreza». En verdad, las riquezas de sí son neutras. El problema está en el buen o el mal uso que de ellas se haga. «Lo mismo se debe decir de la pobreza: no es ella buena, ni mala. Para calificarla es necesario saber con qué disposición interior fue aceptada».

Nuestro Señor Jesucristo exalta en esta parábola aquel que, delante de la pobreza material, la acepta con resignación y, al ver aquellos que están en mejores condiciones, alaba a Dios.

¿Y el rico? Avaro, egoísta, apegado a sí mismo y al dinero, preocupado con sus propios intereses, poco se importaba con el pobre Lázaro que vivía en la solera de su puerta. Su duro corazón no sentía ninguna compasión. Al contrario, lo despreciaba. De hecho, explana San Agustín: «La insaciable avaricia de los ricos no teme a Dios, ni respeta al hombre, ni perdona al padre, ni guarda fidelidad al amigo; oprime a la viuda y se apodera de los bienes del huérfano».

En este estado de alma, mueren ambos: «Cuando el pobre murió, los ángeles lo llevaron junto a Abraham. Murió también el rico y fue enterrado» (Lc 16, 22). El pobre que había sufrido todos los infortunios en esta tierra, fue premiado en otra vida. El rico, sin embargo, que tenía todas las comodidades y los conforts en este mundo, mereció una eternidad de tormentos.

«Cuántas y cuántas veces el rico no debe haber sentido, dentro de sí, la voz de la consciencia recriminándole el apego desreglado por las ropas, por los placeres excesivos de la mesa y, sobre todo, ¡por el dinero! Lázaro a su puerta era un don de Dios, estimulándolo a la práctica de la caridad. Pero él prefirió los bienes de este mundo al punto de dar las espaldas a Dios». De esta manera, se comprende por qué fue lanzado al infierno. Aclara además San Juan Crisóstomo: «No era atormentado porque había sido rico, sino porque no había sido compasivo».

¿Y si el pobre no estuviese resignado con su condición, y el rico fuese virtuoso y generoso?

Para responder a esa pregunta veamos como Mons. João Clá Dias , de forma magistral, imagina la parábola del pobre y el rico con los papeles de las dos figuras principales invertidos:

«Imaginemos el rico lleno de compasión por Lázaro, al punto de contratar un médico para curarle las llagas, comprarle los remedios, conseguirle un buen abrigo y proporcionarle deliciosos alimentos. Además, buscando cercarlo de afectuosas atenciones, llegando a rezar varias veces al día por su salud, como también por su eterna salvación.

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Por otro lado, supongamos un Lázaro que tendría el alma más ulcerada que su cuerpo, pues se consumiría de envidia de los bienes del rico y, rebelado contra todo, contra todos y contra el propio Dios, cubriría de injurias su bienhechor, deseándole la desgracia y hasta la muerte. A cada acto de conmiseración y estima de parte del rico, correspondería una reacción maleducada y resentida de Lázaro. Este solo se calmaría cuando obtuviese toda la fortuna de aquel, y, para esto, estaría dispuesto a instigar su odio en muchos otros».

Y concluía Mons. João: «Si, en ese estado de alma, muriesen ambos, ¿cuál sería el destino eterno de cada uno?» Ciertamente el rico sería llevado para gozar de la felicidad eterna junto con Abraham y el pobre Lázaro sería condenado a las penas del infierno.

Así, delante de esta suposición, no podemos tomar la pobreza como un medio de salvación y la riqueza, de condenación. Lo importante es ser pobre de espíritu, esto es, delante de las riquezas o de la posesión de bienes, nunca apegarse. Y delante de las pruebas, rechazos y contingencias de la vida, aceptarlas con entera resignación. Es la fundamental lección de esta parábola: «el buen relacionamiento entre ricos y pobres, y de ambos con Dios, en el uso de los bienes o en la aceptación de las situaciones embarazosas por las cuales pasen».

Seamos, pues, pobres de espíritu para que, cuando llegue el momento supremo de nuestro encuentro con Dios, tengamos el alma con las disposiciones de Lázaro, desapegados de todos los bienes terrenos, resignados delante de cualquier infortunio, perseverantes en la oración y la práctica de la virtud para ser recibidos por los ángeles en la eternidad.

Por Hermana Patrícia Victoria Jorge Villegas, EP.

 

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