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Juana de Arco y la legitimidad

Redacción (Viernes, 09-10-2015, Gaudium Press) Cierta porque es famosa y famosa por lo cierta, la escena de Santa Juana de Arco reconociendo a Carlos VII a pesar del engaño que le organizaron en el salón de la Corte en Chinon, ha sido descrita en libros rigurosamente históricos, en novelas, poemas e incluso películas porque el hecho fue la primera prueba de que «las voces no mentían», como tanto lo repitió la Santa atada al mástil sobre el inmenso haz de leña que la quemó viva.

Leo Linder intenta recomponer la escena con su imaginación de historiador y libretista. Pero ya Regine Pernoud y Georges Bordonove también lo hicieron y les quedó muy bien:

SantaJuana_Gaudium_Press.jpgSanta Juana ingresa en el salón lleno de hombres y mujeres de la nobleza regiamente vestidos, que inmediatamente le abren paso para que un elegante chambelán, la tome con afectada cortesía de la mano y la lleve delante de un bellísimo hombre también trajeado con deslumbrante elegancia, sentado en un Tronneto. ¡El rey! dice el chambelán. Un tanto desconcertada la doncella no hace ninguna reverencia y mira a su alrededor como buscando a alguien. Este no es él, dice con mucha seguridad. El gentilhombre de cámara sonríe condescendiente y le indica a otro deslumbrante personaje que estaba junto al del Tronneto. Tampoco es él, responde Juana hasta que ubica al rey de pie vestido muy sencillamente en uno de los grupos del salón. Sin pensarlo se dirige a él, se arrodilla buscando besarle la mano mientras recoge la caperuza de su jubón masculino y le dice: Dios os conceda larga vida mi noble Señor.

-No soy el rey, dice el interpelado.

-No lo ereis mi noble Delfin pero lo seréis pronto en Reims, responde Juana.

Muchos son los historiadores que echan mano de cartas y otros documentos para confirmar esto y algo más: Juana le pidió al Delfín que le oyera una confidencia que le traía revelada por la «Voces» que ella oía desde los 13 añitos. El Delfín accedió, la llevó a un rincón de la sala y escuchó de la joven campesina analfabeta e ignorante que no tenía por qué estar enterada de nada de lo que lo acongojaba y llenaba de pena: Mi noble Señor, su padre es el rey y no otro.

Era que corría el infamante rumor que la propia bellísima Isabel de Baviera su madre había esparcido sin pudor entre los más cercanos, afirmando que este de los 12 hijos que tuvo, era el producto de una infidelidad de ella, y Carlos VI no era el padre. Así trataba la confundida viuda de adaptarse políticamente a lo que siempre creyó: Francia sería un feudo de Inglaterra. La firme revelación de Santa Juana ayuda a comprender un poco la confianza que tomó de cuerpo entero al desmoralizado Delfín y la fuerza que revivió en su personalidad hasta elevarlo a su condición de legítimo heredero, con lo cual volvió a su aspecto retraído la majestad que impresionó a la corte y la doblegó a sus mandatos, el primero de los cuales fue apoyar incondicionalmente a la doncella para seguir sus directrices de guerra: Levantarle el cerco inglés a Orleáns. Algo así como el ángel de la legitimidad monárquica de Francia volvió a entrar en el atribulado príncipe que estaba siendo traicionado por sus vasallos más próximos que no le aportaban recursos para continuar la guerra de los cien años.

Francia estaba siendo duramente castigada con esa guerra y esos reyes en decadencia desde que Felipe IV El Hermoso mandara abofetear al Papa Bonifacio VIII y a carbonizar la Orden del Temple sin derecho a defenderse. No había entonces esperanzas salvo un holocausto redentor capaz de atraer del Cielo misericordia para con la hija primogénita de la Iglesia en vías de apostasía. Entonces surgió la Pucelle, la rústica pero muy bella y sana campesina que olía a establo y flores silvestres.

El estandarte blanco de Santa Juana de Arco flotaría invencible sobre las cabezas de los soldados. Blandirlo sobre ellos era su costumbre antes de cada combate. Eso levantaba un entusiasmo indescriptible y una certeza de la victoria como no lo conseguía hacer las voces de mando de los nobles señores del rey. A los gritos de guerras seguía la marcha lenta hacia el campo de batalla entre cantos religiosos y redoble de tambores guerreros. Broncas voces medio desentonadas pero ardorosas, y el estandarte siempre adelante, era el espectáculo que los ingleses veían avanzar como un caudaloso y espeso río de hierro erizado de armas que se desplazaba resueltamente al sacrificio.

Ante el Delfín que todavía no era rey y dudaba en serlo, declaró que lo primero era levantar el cerco a Orleáns y que se coronara en Reims. A partir de ahí la victoria sería inevitable. Y así fue, pero ¡a qué precio para ella! Siempre adelante de las tropas blandiendo su estandarte blanco tachonado de flores de lis y con las imágenes de Jesús y María, indicándoles a sus soldados dónde estaba y qué hacía en medio del combate, Juana irradiaba una fuerza sobrenatural que varios de los nobles señores que habían unido sus tropas a las del rey no entendían pero que el menudo pueblo de Dios no solo percibía sino que admiraba y seguía con fe y entusiasmo. La Pucelle se veía hermosa y magnífica entre su armadura varonil, la campesina difundía un imponderable majestuoso y sublime, sus voces de mando se oían a distancia. Los gestos de combate en ella eran naturales como si se tratara del más avezado y valiente caballero de la guerra.

Los ingleses ya le temían a su solo nombre y cuando la veían avanzar con su estandarte en alto la desbanda de los soldados rasos era inmediata. ¡La bruja! ¡La bruja! gritaban, mientras corrían despavoridos. La terca maldad no encontraba otra explicación a las victorias de la jovencita santa, humilde campesina que le hizo consciente al Delfín que él era el rey legítimo de Francia por gracia de Dios.

Por Antonio Borda

 

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