viernes, 19 de abril de 2024
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Misioneros anónimos

Redacción (Miércoles, 04-05-2116, Gaudium Press) Pocas cosas comparables a disfrutar desde el balcón de una colonial casona, un amanecer de verano en los llanos del Orinoco, sea por Colombia o por Venezuela: Un enorme sol rojizo va emergiendo en el horizonte verde-azulado de la inmensa llanura que parece un mar y se llena de cantos de aves con el mugir de becerros y vacas buscándose mutuamente en los nutridos hatos de las ganaderías. Todavía el pajonal de la pradera está medio húmedo por el rocío de la noche. La frescura solamente durará hasta las 9 de la mañana cuando el sol comenzará calcinar los pastos. Un viento seco barre la planicie llevándose bien lejos las nubes de mosquitos que van a parar a las orillas de los ríos y a los esteros.

Este paisaje seguramente fue el consuelo y descanso del agotador apostolado de varias comunidades misioneras católicas, como las de los Jesuitas y Agustinos incluidas muchas mujeres religiosas, a las que se les debe la alfabetización y organización de miles de indígenas nómadas y desnutridos vagando por la llanura sin rumbo fijo y durmiendo entre los árboles pues ni bohíos sabían construir. Como no conocían la piedra, sus rudimentarios instrumentos de supervivencia eran hechos de cuernos de venados, caparazones de tortugas, huesos de chigüiros y una que otra estaca o flechas de palos nativos.

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«Un enorme sol rojizo va emergiendo…»

Errantes y distraídos, drogados con aserrín de Yopo que los agotaba fatalmente dándoles un promedio de vida de apenas 38 o 40 años de edad, estos pobres indígenas vivían amedrentados por la superstición en los ventarrones, los aguaceros, los rayos y tempestades lejanas que los obligaba a lanzarse en alucinantes carreras en medio de la noche, dispersándose y abandonando críos que venían a ser pasto indefenso de fieras. A veces resulta espeluznante leer las cartas y crónicas de esos misioneros haciendo relatos para sus respectivas comunidades religiosas.

Organizaron reducciones parecidas a las del Paraguay donde adiestraron a los indígenas en el manejo de ganado vacuno y les enseñaron a cultivar. Hoy los grandes hatos y fincas ganaderas de la región orinoquense cuentan con una mano de obra experta y excelentes jinetes debido a ese esfuerzo misionero que llevó las primeras vacadas y caballos a la región, junto con el Evangelio y las buenas costumbres a pueblos donde el incesto, la pedofilia, el robo al prójimo, el asesinato, la mentira, la traición, la pésima dieta alimenticia y otras malas costumbres estaban extinguiendo razas que todavía sobreviven y se han mezclado pacíficamente.

Una enorme y cuantiosa deuda de gratitud que todavía no se ha saldado, le deben no solamente los habitantes de estas regiones y sus respectivos gobiernos, sino la humanidad entera, pues es sabido que fueron también los misioneros los que enseñaron a cantar, tocar arpa y guitarra a estos perdidos hijos de Dios que entre sus cualidades tenían la de poseer un gran sentido de lo musical con bellas voces y nadie se las había descubierto.

No bastaría reconocer que fueron gotas de la sangre redentora de Nuestro Señor Jesucristo que llegaron hasta allá e hicieron fecundas esas regiones y razas. Lo justo sería también un sentido homenaje a tantos de esos misioneros y misioneras, muchos de ellos tan anónimos que ni siquiera figuran en los anales de sus propias órdenes. Falta un gran monumento en bronce en alguna parte de la inmensa llanura, que recuerde a visitantes y nativos quiénes fueron los pioneros que incorporaron a la civilización razas de hombres y mujeres a punto de desaparecer, llevándose en el alma tesoros de cualidades que el Creador había puesto en ellos y que la acción del demonio quería extinguir de la faz de la tierra para siempre, en un proceso degenerativo que la evangelización cristiana supo detener a tiempo.

Por Antonio Borda

 

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