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El orden social perfecto entre los hombres como reflejo del orden celeste entre los bienaventurados

Redacción (Martes, 30-08-2016, Gaudium Press) Los hombres por naturaleza tienden a vivir en sociedad una vez que, como indica la Sagrada Escritura,»dos hombres juntos son más felices que uno aislado, porque obtendrán un buen salario de su trabajo. Si uno viene a caer, el otro lo levanta. Pero ay del hombre solitario: si él cae no hay nadie para levantarlo» (Ecl 4,9). Al mismo tiempo, toda persona en el fondo de su alma clama por un orden social paradisíaco. Por la Fe, sabemos que en el Cielo se encuentra la sociedad perfecta porque Nuestro Señor Jesucristo convive con los santos de modo semejante a como el Sol reside en la Tierra. Con efecto, así como el astro rey lanza sus dardos, llena, vivifica y rige todo, así es iluminada, ordenada y dirigida la vida de los santos que están en la visión beatífica.

Pero ¿cómo imaginar esta sociedad celeste? Esta tarea parece imposible, pues «mal podemos comprender lo que está sobre la tierra, y difícilmente encontramos lo que tenemos al alcance de la mano. ¿Quién, por tanto, puede descubrir qué pasa en el cielo?» (Sb 9,16). No obstante, Dios jamás abandona a los hombres. Por eso, entre otros innúmeros beneficios, Él nos dio la Revelación. Y así, San Juan Evangelista, estando exilado en la Isla de Patmos, vio la sociedad celeste de los ángeles y los santos adorando la majestad de Dios y de su Cordero, y la describió en el Apocalipsis.

Por tanto, con base en algunos principios sacados de su visión, buscaremos imaginar cómo sería un orden social perfecto entre los hombres, como reflejo del orden celeste entre los bienaventurados. Pero, sin pretensiones ambiciosas, tendremos muy presente que «los ojos no vieron, ni los oídos oyeron, ni el corazón humano imaginó, tales son los bienes que Dios ha preparado para aquellos que lo aman» (1Cor 2,9).

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San Luís IX cargando en procesión la reliquia de la Corona de Espinas hasta Notre Dame. Jules David, París, 1861

I. EL FUNDAMENTO DEL ORDEN SOCIAL

Dar gloria a Dios

Todo hombre, con el auxilio de la gracia y por la poderosa intercesión de Nuestra Señora, será en el Cielo aquello que es en la Iglesia Católica, figura anticipada de la eterna bienaventuranza.

Así como cada persona ocupará en el Cielo un trono, se podría decir que cada uno ocupa en la Iglesia y la sociedad un alvéolo, en el cual tiene que guardar miel pura, dorada y dulce, con vista a que la colmena alcance su estado de esplendor. Pues, como dijo el Apóstol, «a unos él constituyó apóstoles, a otros profetas, y a otros evangelistas, pastores y doctores, a fin de que todos trabajen en la perfección de los santos en las funciones de su ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11-12).

Luego, para que el orden social perfecto pueda reinar en una nación, es preciso que cada miembro de la sociedad esté compenetrado que él existe para dar gloria a Dios en el Cielo, dándole antes gloria en la tierra.

Aquel que haga esto tendrá, en la eternidad, el premio de una mayor convivencia con Nuestro Señor Jesucristo:

«Yo vi también: el Cordero estaba de pie en el monte Sión, y cerca de él ciento cuarenta y cuatro mil personas que traían escrito en la frente el nombre de él y el nombre de su Padre. Estos son los que no se contaminaron con mujeres, pues son vírgenes. Son ellos que acompañan el Cordero por donde quiera que vaya; fueron rescatados de entre los hombres, como primicias ofrecidas a Dios y al Cordero. En su boca no se encontró mentira, pues son irreprensibles» (Ap 14, 1.4.5).

La virtud es la raíz del orden social

Así describe San Juan Evangelista la ceremonia de los Ángeles y los santos adorando a Dios: «Se adelantó otro ángel y se puso junto al altar, con un turíbulo de oro en la mano. Le fueron dados muchos perfumes, compuestos de las oraciones de todos los santos, para que los ofreciese en el altar de oro, que está adelante del trono. El humo de los perfumes subió de la mano del ángel con las oraciones de los santos, delante de Dios» (Ap 8, 3-4).

Para que el orden social en la Tierra pueda alcanzar su perfección, es necesario que él refleje este acto de alabanza a Dios ofrecido por los ángeles y los bienaventurados. Con efecto, conforme afirma Santo Tomás (Cf. Suma Th III, q. 83, a. 5, sol. 2.), el incienso representa el efecto de la gracia de la cual, como buen olor, Nuestro Señor estaba pleno, según lo que está escrito en el Génesis: «He aquí el olor de mi hijo, que es como el aroma de un campo florido» (Gn 27,27). Y los hombres, mediante la práctica de la virtud, deben comunicar a los otros el buen olor de Cristo, «que por nuestro medio difunde el perfume de su conocimiento en todo lugar» (2Cor 2,14).

Por tanto, la sociedad solo será buena y ordenada en la medida en que los buenos preponderen y en la cual el amor a Dios y la práctica de la virtud sean las raíces de la vida social. Una nación con este fundamento producirá hombres puros e irreprensibles como las abejas en las colmenas producen su miel.

II. EL ORDEN SOCIAL Y EL GOBIERNO

¿Puede existir orden sin gobierno?

El orden en la sociedad nace de la acción espontánea del hombre imbuido del bien en colaboración con otros buenos. Así, el orden nace en grande parte de la espontaneidad recta como fruto de la gracia en las almas de los hombres virtuosos.

Con todo, esta concepción de sociedad con espontaneidades buenas no elimina el gobierno. De hecho, es imposible que un estado alcance el orden sin poseer un liderazgo que oriente operativamente a sus miembros rectos y buenos.

Imaginemos, por ejemplo, una gran nación constituida de hombres justos. Es innegable que por causa de su numerosa población ella necesariamente adquiera cierta complejidad. Esto, de un lado, torna difícil discernir los problemas que surgen en la sociedad y, de otro lado, torna aún más difícil persuadir al pueblo de las debidas soluciones a seguir para el recto desarrollo de la sociedad, porque no todos ven los problemas de la misma manera.

Por eso, nos advierte con palabras graves la Sagrada Escritura: «Por falta de dirección cae un pueblo; donde hay muchos consejeros, allí habrá salvación» (Pr 11, 14).

El Reino de Dios y la Corte Celeste

En el Cielo, el número de ángeles es «de miríadas de miríadas y de millares de millares» (Ap 5, 11). El número de hombres, aunque sea mucho menor, también es de millares.

A pesar de eso, el Apocalipsis nos demuestra que en la gloria eterna no existe desorden alguno, porque Dios gobierna a los bienaventurados:

«En el cielo había un trono, y en ese trono estaba sentado un Ser. Alrededor había veinticuatro tronos, y en ellos, sentados, veinticuatro Ancianos vestidos de vestes blancas y con coronas de oro en la cabeza.

«Los veinticuatro Ancianos se inclinaban profundamente delante de aquel que estaba en el trono y se postraban delante de aquel que vive por los siglos de los siglos, y deponían sus coronas delante del trono, diciendo: Tú eres digno Señor, nuestro Dios, de recibir la honra, la gloria y la majestad, porque creaste todas las cosas, y por tu voluntad es que existen y fueron creadas» (Ap 4, 2.4.10.11).

Dios es el Rey glorioso que está sentado en su trono. El Reino de Dios en el Cielo es un verdadero Reino, a tal punto que los antiguos devocionarios llamaban al Cielo de corte celeste. Los veinticuatro ancianos son cortesanos que están más próximos de Él, y que lo admiran, aclaman y obedecen, mientras se deshacen en cortesías entusiásticas y reverentes.

Dirigir la sociedad rumbo a la perfección

El gobierno tiene la función de conducir a sociedad como si esta fuese una orquesta interpretando una música: aunque cada cantor ejecute su melodía, el talento del compositor y la capacidad del maestro son precisos para obtener el encaje de todos los sonidos para formar una única armonía. Este principio es confirmado por la visión de San Juan una vez que él vio en el Cielo un coro celeste que «cantaba como que un cántico nuevo delante del trono» (Ap 14,3a).

Por consiguiente, la clave de un buen gobierno no está en su forma, sino en tener cohesión de alma con el pueblo. Los gobernantes precisarían tener una especie de discernimiento de los espíritus de la mentalidad y las tendencias buenas o malas de aquellos que dirigen, para favorecer, dentro del plan natural, la práctica de la virtud y la recta ordenación de las almas.
Una sociedad así estará apta para progresar rumbo a la perfección.

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Cristo en Majestad. Pórtico de la Catedral de Burgos, España.

III. EL ORDEN SOCIAL PERFECTO

Según lo que vimos anteriormente con base en principios sacados del Apocalipsis respecto a la Corte Celeste, tenemos una sociedad que es gobernada, pero que es profundamente orgánica. ¿De qué manera se puede decir que ella es orgánica?
En el sentido de que el orden social perfecto es semejante a la salud de un organismo, el cual depende de la interacción saludable entre cada célula y cada órgano por ellas constituido.

Quien abre una mandarina, por ejemplo, percibe que ella está constituida por un conjunto de gajos. Abriéndolos, se descubre que estos, al mismo tiempo, están compuestos por como que millares de «botellitas», de un color muy bonito, que por su vez están para el gajo como el conjunto de los gajos está para la mandarina. Entonces, cada una de esas botellitas tiene una vida propia, y el conjunto de las vidas de esas botellitas es la condición de existencia del gajo.

Entretanto, se diría que el gajo tiene una vitalidad mayor que por su vez nutre las botellitas. Por tanto, el propio gajo recibe esa forma de vida del todo de la mandarina, que tiene una forma de vitalidad participativa de arriba para abajo y después de abajo para arriba. En esa circulación de la vitalidad con sus peculiaridades y autonomías está la organicidad.

Pues bien, en la sociedad orgánica el órgano está para el organismo como el pueblo está para la nación. De hecho, el órgano tiene una entidad propia que es distinta de todo, pero no es diversa a tal punto que él pueda vivir fuera del organismo. El todo depende de la vitalidad del conjunto de los órganos, al mismo tiempo en que estos dependen de la vitalidad del todo. De manera que hay una especie de recinto de vida propia, dentro del propio órgano, y hay de otro lado, algo de vital que el órgano recibe del todo.

Por tanto, la sociedad ideal no es aquella en que el organismo nunca enferma, sino aquella en que la salud dura más tiempo. ¡Pretender construir una nación perfecta que jamás se equivoca, nunca tiene problemas, y que no depende de los vaivenes sublimes de la justicia y la bondad de Dios, es construir una utopía!

CONCLUSIÓN

La verdadera piedra angular del orden social no está en la forma del gobierno, sino en el ‘principium vitae’ de toda la vida del país y el Estado: el alma de la sociedad, que es Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.

En el Cielo, la ciudad celeste «no necesita de sol ni de luna para iluminar, porque la gloria de Dios la ilumina, y su luz es el Cordero» (Ap 21,23). En la tierra, la luz de Cristo y el perfume de su presencia se hacen presentes mediante su Iglesia.

Nuestro Señor es «la Cabeza del cuerpo, de la Iglesia» (Col 1, 18), y «es por él que todo el cuerpo – coordinado y unido por conexiones que están a su disposición, trabajando cada uno conforme la actividad que le es propia – efectúa ese crecimiento, visando su plena edificación» (Ef 4,16).

Luego, la vitalidad de una sociedad está en la Santa Iglesia. Cuando decae la vida espiritual de una nación, ella comienza a morir, y no tiene otro remedio sino buscar la vida donde ella se encuentra. Es unido a la Cabeza, por la unión de las junciones y articulaciones, que todo el cuerpo se alimenta y crece conforme un crecimiento dispuesto por Dios (Cf. Col 2,19).

Por el P. Rodrigo Alonso Solera Lacayo, EP

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