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El primer apóstol de los últimos tiempos – Parte 2

Redacción – (Viernes, 20-01-2017, Gaudium Press) Publicamos la continuación del artículo de la Hermana Juliane Vasconcelos Almeida Campos, EP sobre «el primer apóstol de los últimos tiempos» .

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En 1693 San Luis María de Montfort se dirigió a París, a fin de prepararse para el sacerdocio. Dejaba atrás la tierra natal y la familia, y quiso recorrer a pie los más de 300 km que lo separaban de la capital francesa. Este será invariablemente su modo de viajar, sea en peregrinación, sea en misión.

1.jpgYa en ese remoto siglo XVII, París ejercía sobre sus visitantes fascinante atracción. Al entrar en la ciudad, el primer sacrificio hecho por Luis fue el de la mortificación de la curiosidad: estableció un pacto con sus ojos, negándoles el lícito placer de contemplar las incomparables obras de arte parisienses. Así, cuando partió, diez años después, nada había visto que satisficiese sus sentidos.

Comenzó los estudios en el seminario del padre Claude de la Barmondière, destinado a recibir jóvenes poco afortunados. Con la muerte de este religioso, Montfort se transfirió al Colegio Montaigu, dirigido por el padre Boucher. La alimentación allí era muy deficiente y sus penitencias tan austeras le abalaron la salud y lo llevaron al hospital. Todos creían que moriría, tan grave era su estado, pero él nunca dudó de la cura, pues sentía no haber llegado su hora. Y, de hecho, luego se restableció.

Quiso la Divina Providencia obtenerle los medios para terminar los estudios en el Pequeño Seminario de Saint-Sulpice. El director de aquella institución, conocedor de la fama de santidad del seminarista, «encaró como una gran gracia de Dios la entrada de este joven eclesiástico en su casa. Para prestar a Dios acciones de gracias, mandó rezar el Te Deum». Entretanto, lo trataba con mucho rigor, para poner a prueba sus virtudes; comenzó entonces para nuestro Santo una vía de humillaciones, que se prolongó a lo largo de toda su vida.

¡Por fin, sacerdote!

Ejecutaba con la mayor perfección posible las funciones que le eran designadas, ya sea en los servicios más humildes o en los estudios, ya sea en la ornamentación de la iglesia del seminario o como sermonario litúrgico, en el servicio del altar.

Sus primeras misiones remontan a esta época. Algunas eran hechas internamente, para aumentar la devoción de sus confrailes; otras consistían en clases de catecismo o predicaciones, para personas de afuera del seminario. «Poseía un raro talento para tocar los corazones»: a los niños hablaba de Dios, de la bondad de María, de los Sacramentos que precisaban recibir; a los adultos pedía que santificasen su labor con las mentes puestas en el Cielo.

Se esforzaba por comunicar la práctica de la esclavitud de amor a Nuestra Señora a sus condiscípulos y estableció en el seminario una asociación de los esclavos de María. Todavía, no faltaron opositores que lo tacharon de exagerado. Aconsejado por el padre Louis Tronson, superior de Saint-Sulpice, pasó a designar esos devotos como «esclavos de Jesús en María», y será esta expresión que más tarde quedará consignada en su Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen.

«A medida que la aurora del sacerdocio despuntaba en el horizonte, Luis María sentía más que nunca la necesidad de separarse de la Tierra a fin de recogerse completamente en Dios». Fue ordenado el 5 de junio de 1700, día de Pentecostés, y quiso celebrar su primera Misa en la capilla de María Santísima, situada atrás del coro de la Iglesia de Saint-Sulpice, tantas veces ornada por él durante los años pasados en el seminario. Blain, su amigo y biógrafo, resumió en cuatro palabras sus impresiones sobre aquel espectáculo sobrenatural: era «un ángel en el altar».

De Nantes a Poitiers

El espíritu sacerdotal del padre Luís María sentía insaciable sed de almas y las misiones en tierras distantes lo atraían de sobremanera. Se preguntaba: «¿Qué hacemos nosotros aquí […] mientras hay tantas almas que perecen en Japón y en India, por falta de predicadores y catequistas?».

Entretanto, tenía Dios otros planes para su misionero en aquel momento. Designado para ejercer el ministerio en la comunidad de eclesiásticos Saint-Clément, en Nantes, en la cual se predicaban retiros anuales y conferencias dominicales para el clero de la región, se dirigió para donde lo mandaba la obediencia. Su corazón, sin embargo, se dividía entre el deseo de la vida oculta y recogida y el apelo a las misiones populares, que tanto lo atraían.

Una feliz experiencia misionera en Grandchamps, en los alrededores de Nantes, fue decisiva para tornar patentes sus dotes como evangelizador. Algún tiempo después, el Obispo de Poitiers lo llamó para trabajar en el hospital de esta ciudad, pues una corta permanencia suya anterior por allá dejara tal rastro sobrenatural, que los pobres internos lo solicitaban para capellán. Fue también en esta ciudad que conoció a Catherine Brunet y María Luisa Trichet, con quien fundaría más tarde, en Saint-Laurent-sur-Sèvre, las Hijas de la Sabiduría.

Bendición papal: misionero apostólico

La acción misionera de San Luis Grignion acabó por despertar celos, intrigas y hasta persecuciones por parte de los que lo deberían defender, obligándolo a regresar a París. Se iniciaba, así, un largo camino de dolor que habría de continuar en las subsecuentes misiones por él emprendidas. La autenticidad de sus palabras y de su ejemplo despertaba tantas incomprensiones y calumnias que el misionero decidió peregrinar a Roma, a pie, a fin de buscar junto al Papa una luz que diese el rumbo de su vida. «Tanta dificultad en hacer el bien en Francia y tanta oposición de todos los lados» lo llevaron a pensar si no sería mismo el caso de ejercer su ministerio en otro país.

Recibido con extrema bondad por Clemente XI, este lo alentó a continuar ejerciendo su trabajo misionero en la propia Francia. Y para «conferirle más autoridad, dio al padre Montfort el título de Misionero apostólico». A pedido del Santo, concedió el Pontífice indulgencia plenaria a todos los que besasen su Crucifijo de marfil, en la hora de la muerte, «pronunciando los nombres de Jesús y María con contrición de sus pecados».

Fortalecido por la bendición papal y con el Crucifijo fijado en lo alto del cayado que lo acompañaba en las misiones, Grignion volvió a las tierras galesas y, impertérritas, sin nada temer de las persecuciones o contrariedades, continuó sembrando por todas partes el amor a la Sabiduría Eterna y a Nuestra Señora, y la excelencia del Santo Rosario. Convirtió poblaciones enteras, cambió costumbres licenciosas en el campo, las ciudades y aldeas, levantó Calvarios, restauró capillas y combatió el espíritu jansenista, tan diseminado en la época.

Entretanto, fue poco comprendido por muchos eclesiásticos sus contemporáneos y vio desencadenarse sobre sí una ola de interdicciones. Proseguía su misión, sin desanimar, siendo acogido por los Obispos de las Diócesis de Luçon y La Rochelle, en la Vandea, región que reaccionará, en el final de aquel siglo, a la impiedad difundida por la Revolución Francesa, sin duda como fruto de su siembra.

Mirada puesta en el futuro…

Sería un error, con todo, considerar a San Luis Grignion apenas como un excelente misionero en la Francia del siglo XVIII. Con la mirada puesta en el futuro, su fogosa alma tenía por meta extender el Reino de Cristo, por medio de María, y para esto se servía de una forma de evangelización que hoy no podría ser más actual: «ir de parroquia en parroquia, catequizar a los pequeñitos, convertir a los pecadores, predicar el amor a Jesús, la devoción a la Santísima Virgen y reclamar, en voz alta, una Compañía de misioneros a fin de abalar el mundo a través de su apostolado».

En un impulso profético, previó él la venida de misioneros que, por su entero abandono en las manos de la Virgen María, satisfarían los más íntimos anhelos del Corazón de su Divino Hijo: «Dios quiere que su Santísima Madre sea ahora más conocida, más amada, más honrada, como jamás lo fue». No obstante, se preguntaba: «¿Quiénes serán estos servidores, esclavos e hijos de María?».20 Serán ellos, afirmaba, «los verdaderos apóstoles de los últimos tiempos, a los cuales el Señor de las virtudes dará la palabra y la fuerza para obrar maravillas». Anteveía que serían enteramente abrazados por el fuego del amor divino: «sacerdotes libres de vuestra libertad, desapegados de todo, sin padre, sin madre, sin hermanos, sin hermanas, sin parientes según la carne, sin amigos según el mundo, sin bienes, sin obstáculos, sin cuidados, y hasta incluso sin voluntad propia».

San Luis María Grignion de Montfort no fue sino el precursor de esos apóstoles de los últimos tiempos. Modelo vivo de los ardorosos misioneros que pronosticaba, mantuvo la certeza inamovible de que, cuando se conociese y se practicase todo cuanto él enseñaba, llegarían indefectiblemente los tiempos que preveía: «Ut adveniat regnum tuum, adveniat regnum Mariæ» – Para venir el Reino de Cristo, venga el Reino de María. Reino este que, en germen, ya habitaba en su alma, tornándolo el primer apóstol de los últimos tiempos.

Por la Hna. Juliane Vasconcelos Almeida Campos, EP

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Bibliografía

GRANDET, Joseph. La vie de Messire Louis-Marie Grignion de Montfort, prêtre, missionnaire apostolique, composée par un prêtre du clergé, apud LE CROM, op. cit., p.93.

SAN LUIS MARIA GRIGNION DE MONTFORT. Traité de la vraie dévotion à la Sainte Vierge, n.244. In: OEuvres Complètes. Paris: Du Seuil, 1966.

SAN LUIS MARIA GRIGNION DE MONTFORT. Prière Embrasée, n.7. In: OEuvres Complètes, op. cit., p.678.

 

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