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Los Pies de Dios

Redacción (Miércoles, 03-05-2017, Gaudium Press) Adorables como sus manos, su corazón o su mirada, no se sabe bien en qué estado lo eran más: si polvorientos al paso de su caminar misionero, lacerados en el camino al calvario o perforados por el burdo clavo en la cruz, los pies del Señor ungidos por María Magdalena con lágrimas y perfume de nardo, caminaron también sobre el agua y se elevaron majestuosos a los Cielos el día de su gloriosa Ascensión. ¿Cuándo los volveremos a ver otra vez para cubrirlos de besos con gratitud amorosa? Quizá en esa ocasión podamos ser nosotros los que nos ofrezcamos a lavarlos como Él lo hizo con los apóstoles aquella noche de la Cena, aunque más que para lavarlos, sería para ungirlos retribuyendo su bondadosa discreción para con el olor de nuestros pecados.

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La Magdalena unge los pies de Jesús

Sin embargo fueron precisamente los franceses quienes con osado y recursivo afecto de pueblo cristiano, llamó a su famoso Camenbert «Los pies de Dios» dado el contraste maravilloso que produce entre su desconcertante aroma y el fino sabor cremoso, sobre todo aderezado con vinos, aceitunas, tostadas o porciones de baguette y una buena conversa que puede hacer inolvidable e incluso bien nutritiva una velada familiar con el rústico y campesino queso del nordeste francés, que adquirió estatus y nobilísima posición en los más refinados salones de Paris.

Es el aroma de los pies de Dios dijo el poeta Paul Fargue en una ocasión. Y no podía ocurrírsele otra idea a este hijo de la nación primogénita de la Iglesia, ya que tal queso es un producto típico de la Civilización Cristiana nada más. Ni en otra parte del planeta ni en ningún otro tiempo de la historia hubo ni ha habido un queso tan delicioso y atrayente, imitado hasta en China pero nunca superado por el que se madura en las frías tierras de Normandía con la leche cruda de las mansas vacas normandas y hoy día protegido internacionalmente con Denominación de Origen.

Que se sepa no fue propiamente fórmula de la campesina Marie Harel sino de un pobre y buen sacerdote de apellido Bonvoust huyendo de la persecución revolucionaria que amenazaba hacerlo apostatar o morir en 1791. Para compensar agradecido el refugio que la familia Harel le dio, les regaló la fórmula muy parecida a la del queso Brie que él mismo había inventado años atrás en su parroquia después de varios ensayos. Del creativo cura se sabe muy poco, salvo obviamente que parecía tener maravilloso buen gusto.

Del paso del Señor por esta tierra nos quedó el regalo de un producto que ciertamente no habríamos conocido sin la Redención. Borró la horrible mancha de nuestros pecados y embalsamó con aroma de vinos, licores, panes, cremas y quesos la mesa de quienes son los hijos legítimos de una Civilización que la historia llamara siempre Cristiana a pesar de verse cada día más desfigurada y perseguida. ¿Recordamos frente un suculento plato francés, español o italiano que incluso en esas fórmulas de la gastronomía estrían también algunas gotas de sudor e incluso de la preciosísima sangre de Jesús?

Por Antonio Borda

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