jueves, 25 de abril de 2024
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El placer bueno y el placer malo, el placer meramente animal y el placer sensible-espiritual: el papel de la gracia y las visiones de conjunto – II parte

Redacción (Martes, 24-04-2018, Gaudium Press) Explicábamos en nota anterior, cómo el no trascender del placer meramente animal termina causando una profunda frustración en el hombre maniático, que al principio cree que sacia su sed de infinito, pero que después, hastiado y exhausto, sigue en la rueda loca tras otro y otro objeto placentero, repitiendo continuamente -angustiado o decepcionado- procesos que son fundamentalmente fallidos.

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Explicamos también ayer -tras las huellas de lo enseñado por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira- que el contacto con todo ser sensible debe ser la ocasión para llegar al Absoluto, usando de la escalera de los elementos espirituales evocados por los elementos materiales: la contemplación de un león, debería conducir a la consideración de los valores materiales que el león puede representar, como el coraje, la fuerza, la majestad, el señorío, el dominio psicológico sobre las reacciones temperamentales, la aplicación de toda la energía para la consecución de un fin determinado, etc. Pero que este proceso ocurre en ese relicario maravilloso que es el alma, cuando en determinado momento, en recogimiento, cierran las puertas al torbellino de las muchas impresiones sensibles, y en ese «cuarto oscuro» maravilloso se permite que esas impresiones sensibles recogidas se relacionen con otras, con recuerdos afines, y que en un proceso misterioso se van destilando esos elementos que ya no son materiales, y que por ser espirituales son reflejos más cercanos de Dios. En ese momento se produce un placer sensible-espiritual que es más profundo, más duradero, porque las potencias espirituales del alma llegaron a su objeto, y no solamente lo fueron las facultades sensibles.

Hoy mostraremos como ese camino no es solamente «lineal» sino de conjuntos armónicos, y hablaremos del fundamental papel de la gracia en todo ello.

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Al hacer todas estas consideraciones, partimos de uno de los presupuestos fundamentales de la teología, de la filosofía y de la psicología cristiana: el hombre no descansa -como bien lo expresó San Agustín- hasta no saciar su sed de infinito, y esta no se sacia sino en el Infinito, que es Dios. Entretanto, queremos focalizar ese caminar necesario hacia Dios, pasando por la vía del contacto sensible con las cosas creadas, que es algo forzoso para el hombre, compuesto de alma y cuerpo.

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La gracia es esa fuerza divina creada que templa nuestra sensibilidad, fortalece la voluntad, e ilumina la inteligencia. Vemos por tanto, que sin ella el hombre no puede recorrer el camino descrito, porque la fuerza de las malas inclinaciones fruto del pecado original es muy grande: sin gracia la sensibilidad desordenada pedirá llegar ella por sus únicos medios al infinito, y exigirá caminar en solitario tras más y más placeres sensibles que -solos- terminan siendo frustrantes; sin gracia la voluntad no tiene la fuerza para hacer entrar al alma en recogimiento y «hacer desfilar» allí las impresiones sensibles para ser analizadas; sin gracia, la inteligencia no llegará a destilar en mayor medida esos valores gigantescos, escondidos en los elementos materiales. (Estamos aquí empleando el término gracia en su sentido amplio, es decir, incluyendo todo tipo de gracias actuales, virtudes, dones del espíritu santo e incluso dones místicos. Y recordemos que a pesar de ser un gigantesco don gratuito, es decir, que no merecemos, la gracia hay que implorarla, pedirla).

Es decir, lo que ocurre en la cámara oscura maravillosa del alma, cuando el hombre descubre el mensaje maravilloso que trae el universo, está lejos de ser una obra meramente humana: bajo la acción de la gracia, es el Espíritu Santo quien ilumina, muestra, relaciona, instruye y proporciona las alegrías inefables de quien encontró ya en esta tierra, y en la medida de lo posible, el Absoluto, a partir de las cosas creadas. Todo esto tiene otra cosa de maravillosa: que es un ejercicio que no requiere de un monasterio alejado para realizarse, sino que puede -y debe- ocurrir en una estación de bus, en un parque, en el trabajo de todos los días. Es aprender -con la ayuda de Dios- a recogerse en el relicario de nuestras almas. Decimos que a partir de las cosas creadas, es decir de todas las cosas creadas que son «hijas» de Dios, y de las buenas obras de los hombres, que -en el lenguaje del Dr. Plinio- son «nietas» de Dios.

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Ocurre que cuando el hombre contempla el mar, o el mundo marino, no con ojos de maniático sino con ojos de contemplativo rumbo al Absoluto, como hemos descrito arriba, él no se «apega» al mar, sino que se «apega» a lo que «significa» el mar, a lo que simboliza el mar, que es Dios. Pero resulta que Dios, que sí se refleja en el maravilloso mar -pero no por entero-, también se refleja en las montañas, en los valles, en el Polo Norte y en el del Sur y luego nuevamente en un mar diferente al que habíamos contemplado con anterioridad, o en ese mismo mar pero visto desde otro prisma. Es decir, el hombre que no tiene una degustación animal «maniática» del mar, tiene la libertad para buscar a Dios en todo el universo creado, en ese conjunto armónico que Dios formó llamado Creación. Y ora se entusiasma con el mar en calma -espejo perfecto de aguas cristalinas llenas de riquezas- que refleja la bondad y estabilidad del Creador, como ahora se admira con la tempestad, con el huracán, con la tromba marina, aterradora pero potente y avasalladora, reflejos de la omnipotencia de Dios. Dios no es solo paz plácida y acogedora, sino también fuerza, potencia, majestad, y cuando quiere con relación al mal, también destrucción. Con la contemplación de todo, tenemos una noción del Todo de Dios, que no sacia, que no es maniática, que es causa de felicidad.

El alma contemplativa no maniática, va conociendo a Dios en la contemplación que va haciendo de todo el Orden del Universo y en esa consideración admirativa de todas las realidades va formando su alma de acuerdo a ese Orden. El Orden del Universo va ordenando su alma, la va haciendo bondadosa, pero también fuerte; la va tornando seria pero a la vez amena; en fin le va facilitando todas las virtudes. Y es esta ordenación resultado de la contemplación, que Plinio Corrêa de Oliveira llamaba Santidad. Definición maravillosa a la que él llegaba por la vía del pulchrum, de la belleza del orden creado.

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Finalmente una palabra sobre el hombre. En el Orden visible del Universo no existe nada más elevado que el hombre. En el hombre, mezcla de animal con ángel, se resume tanto el orden material como el orden espiritual, y por tanto, el análisis del alma humana constituye un puente magnífico e irremplazable para llegar hasta el Creador. Si un león en plena lucha es un símbolo del coraje de Dios, mucho más un hombre cuando despliega sus capacidades con el mayor esfuerzo para la obtención de un fin. Entretanto lo anterior no nos debe llevar a despreciar el león, ni la hormiga, ni el manantial, ni cualquier elemento del universo: El universo es un conjunto armónico, de cuasi infinitas partes desiguales pero unidas, donde cada uno habla del Creador; pero sobre todo donde es el conjunto el que da una visión de conjunto del Creador.

Por Saúl Castiblanco

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