jueves, 25 de abril de 2024
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¿Sufrir lo menos que podamos?

Redacción (Viernes, 22-06-2018, Gaudium Press) Casi siempre los remedios para recuperar nuestra salud, no son tan agradables como quisiéramos. La farmacéutica moderna se ha especializado en presentarnos píldoras, jarabes y ungüentos envasados con atractivos colores, aromas y sabores gustosos pero que de alguna forma terminan trayéndonos molestas alteraciones del organismo. Con las intervenciones quirúrgicas -de por sí tan traumatizantes y dolorosas- la anestesia, los analgésicos y los sedantes juegan un papel indispensable, pero al volver a la plena consciencia experimentamos un malestar terrible. Instintivamente el hombre evade el dolor a cualquier precio, incluso con el horror del suicidio.

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«Como el toro, me crezco en el castigo», decía el poeta

«Trabajar, muchos trabajan; rezar, apenas unos pocos; sufrir, nadie quiere», decía alguna vez el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira. Pero la paradoja es que temerle al sufrimiento -decía también él- hace sufrir todavía más, y son sufrimientos morales profundos que nos pueden llevar a la demencia. De ahí esa admiración que él tenía por la resolución con que el pueblo español enfrentaba el dolor con serenidad y se tonificaba con él: «Como el toro, me crezco en el castigo» decía un poeta español comparando la lidia taurina con el sufrimiento. «Cantando espero la muerte, porque hay ruiseñores que cantan encima de los fusiles y en medio de las batallas». Esto si la batalla está ungida por la voluntad de que triunfen la verdad y el bien, por encima de la sórdida e hipócrita conspiración agresiva y criminal, para destruir el Reino de Cristo e instaurar el del demonio y sus secuaces.

Reemplazar la voluntad de reparar, purificarse y recomponer el amor agradecido y admirativo a nuestro Creador, no reemplazarlo por el opio y la morfina, y aceptar no solamente con resignación sino con coraje y confianza el dolor, es un consejo que hoy nadie quiere seguir, sencillamente porque ya no se cree con entusiasmo y alegría en que hay una vida eterna tranquila y maravillosa después de esta. Así entonces, vamos envejeciendo y enfermando, huraños, amargados y refunfuñones, hasta hacerle casi insoportable la vida a parientes y prójimo. Tolstoi lo retrató de forma dramática en ese cuento largo y sustancioso, tesoro de la literatura universal, que tituló «La muerte de Iván Ilich».

No estar preparado para recibir sufrimientos, dolores y muerte, es la peor laguna de la educación de hoy día. De aquí las tremendas estadísticas de depresiones, drogadicción y suicidios que en algunos países ya superan las cifras de los homicidios.
¡Cuántas cosas maravillosas han escrito los autores católicos sobre la aceptación valiente del dolor! Sin embargo cuánto desprecio y subestima a tantas bellas y lógicas reflexiones de parte de este mundo laico y voluptuoso, que no cree en la importancia e incluso en la necesidad de padecerlo sin miedo, como quien se somete confiadamente a una intervención quirúrgica dolorosa pero restablecedora, a torturantes biopsias, a molestos exámenes clínicos, a una dieta con sacrificadas abstinencias o a ingerir remedios repugnantes, todo en busca de poder reponer la salud corporal o al menos no dejarla deteriorar.

¿Y la salud del alma? Esta también se enferma y se contamina frecuentemente por causa del pecado, y la verdad es que muchas son las enfermedades del cuerpo que comienzan en el alma y por miedo a un tratamiento espiritual que puede resultarnos molesto, mortificante o incluso doloroso, preferimos seguir dejando avanzar la enfermedad hasta la muerte eterna.
A los extenuantes ejercicios corporales del gimnasio se acude para tonificar el cuerpo y torturar los músculos. Pero teniendo a mano tantos ejercicios piadosos, como al menos rezar diariamente un rosario, nos acobarda e intimida porque no aguantamos quince minutos de concentración espiritual.

Por  Antonio Borda

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