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Rey de Reyes – II Parte

Redacción (Viernes, 14-11-2014, Gaudium Press) Continuamos con la segunda parte del artículo sobre la realeza de Jesucristo. En la primera parte se habló sobre su realeza manifestada incluso en la humillación, su realeza por su naturaleza divina y su realeza por derecho de sucesión:

Más importante, Jesús también era rey por derecho de conquista.

En efecto, por la falta de Adán, la humanidad vivía bajo la esclavitud del pecado, bajo el dominio de Satanás y le estaba vedado el acceso al Cielo. Por el sacrificio de la Cruz, Nuestro Señor rescató el género humano de la deuda del pecado, dio a los hombres la posibilidad de tornarse hijos de Dios y poder formar parte del Reino de Dios, del cual Jesús es Rey. Por eso, Él declara a Pilatos: «Mi Reino no es de este mundo». (Jn 18, 36) Su realeza, espiritual, y más efectiva que la temporal, era sobre el Reino de Dios, de carácter sobrenatural. Se comprende entonces que las profecías sobre el Mesías hablasen de un reino eterno que no sería destruido. (Cf Dn 7, 14; Mq 4, 7)

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El Arcángel San Gabriel en la Anunciación renueva esa profecía: «darás a luz un Hijo […] será llamado Hijo del Altísimo y el Señor le dará el trono de su padre David; reinará sobre la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin.[…] Será llamado Hijo de Dios.» (Lc 1, 31-33) El primer anuncio del nacimiento del Mesías, hecho por un Ángel, se refiere a un Rey, que será Hijo de Dios, y su reino será eterno.

También los Magos llegaron a Jerusalén a la búsqueda del Rey de los judíos que acabara de nacer. (Cf Mt 2, 2) Los sacerdotes y los escribas consultados por Herodes luego ven que se trata del Mesías y citan la conocida profecía de Miqueias sobre el lugar en el nacimiento del Salvador: «Y tu Belén […] de ti saldrá para mí aquel que gobernará Israel.» (Mq 5, 1)

Al encontrar por fin el Niño en los brazos de su Madre toman una actitud que no deja lugar a duda sobre la alta condición de Aquel que buscaban: «Postrándose, lo adoraron, y abriendo sus tesoros le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra.» (Mt 2, 11)

Como hasta los más ínfimos aspectos de la vida de Nuestro Señor tienen un alto significado, los Padres de la Iglesia interpretan la tríplice ofrenda de los Magos como un reconocimiento de la divinidad de Jesús, pues el incienso solo se quemaba para ofrecerlo a Dios, el oro era propio a los reyes, por su gran valor, y la mirra por sus efectos medicinales era más adecuada a la naturaleza humana.

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Y, aunque a sus discípulos aconsejase que quien quisiese la primacía fuese el último y sirviese a los demás (Cf. Mc 9, 35) y practicase tal enseñanza, al lavar los pies de los Apóstoles en la Última Cena, Jesús tampoco podía negar su excelsa condición ni los atributos de los que estaba revestido: era Hijo de Dios, descendiente de David, Redentor del género humano, el Mesías prometido.

¿Sería correcto, al considerar la Persona de Jesús, omitir los aspectos que menos nos agradan y solo considerar los que nos conviene? Por ejemplo, solo ver su lado misericordioso, siempre dispuesto a perdonar, pero olvidar que nos cobra la enmienda de vida, el rompimiento con el pecado: «Ve, pero no vuelvas a pecar» (Jn 8, 11), dice Él a la mujer adúltera.

Estaríamos forjando una imagen distorsionada, falsificada de Jesús. Si solo nos conmovemos al ver a Jesús que se curva para lavar los pies a los Apóstoles y nos olvidamos que Él es Rey del Universo, disminuimos el valor de su gesto y distorsionamos la verdadera figura del Salvador. Al prestarle culto de adoración al que Él tiene derecho debemos considerar todos los aspectos de su adorable Persona, sin omitir lo que no nos agrada, como por ejemplo su carácter de Supremo Juez que recompensa a los que practican el bien y pune los que se entregan al mal.

Nuestro Señor en el Juicio Final

Por eso, tal vez sea particularmente oportuno, al aproximarse la fiesta de Cristo Rey, considerar este aspecto tan olvidado e incomprendido de Jesús. Porque en nuestra época, en que tanto se exalta la igualdad, incluso cuando ella es injusta, hay mucha dificultad en reconocer y admirar en el prójimo las cualidades con que Dios lo favoreció y lo tornó superior a nosotros mismos. Y cuando esa dificultad está presente, no reina la humildad, sino el orgullo, la soberbia. Se puede decir, sin recelo de errar, que una sociedad igualitaria es una sociedad orgullosa, donde no hay campo para desarrollar la virtud, ni las cualidades naturales. Porque el orgullo no soporta la superioridad de la virtud de quien es humilde, sino quiere que todos sean iguales en el pecado. ¿Y quién no es capaz de admirar la superioridad del prójimo, estará dispuesto a hacerlo en Jesús?

Considerar y adorar a Nuestro Señor Jesucristo como Rey es amar en Él la excelencia de todos sus atributos, de todas sus cualidades, verlo como el más excelso y perfecto de todos los hombres, el Primogénito del género humano, en todo infinitamente superior a nosotros, pobres hijos de Eva, tan deformados por el pecado.

Qué gran misericordia tuvo Dios para con el género humano haciendo nacer a su Hijo entre nosotros para dárnoslo como Rey.
Adorémoslo como Rey del Universo aquí en la tierra, para que podamos contemplarlo y gozar de su convivencia en la Eternidad.

Por José Antonio Gonçalves Dominguez

 

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