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Una manera de educar al hombre

Redacción (Lunes, 05-01-2015, Gaudium Press) «Ningún pueblo recibió tanto cariño, a ningún otro reveló sus preceptos» (Sl 147, 9). Con esas palabras se refiere el salmista a la nación de Israel con la cual Dios estableció un fuerte vínculo. El Todopoderoso se manifestaba incesantemente a los israelíes; estos lo adoraban por ser Él su Dios, y era tal la reverencia prestada a su supremo poder, que el pueblo no tenía otro soberano sino el propio Creador del Universo. Entretanto, no todos se acuerdan cuándo comenzó, cómo y hacia dónde confluía ese especialísimo convivio.

Después del pecado, la Promesa y el pueblo electo

El relacionamiento de Dios con el hombre existe desde cuando nuestros primeros padres, Adán y Eva, fueron creados. Al soplar en aquel muñeco de barro (cf. Gn 2, 7), Dios no solo le infundió la vida, sino que depositó en él una semilla mucho más preciosa que la vida: el deseo de gozar del convivio divino. «Esta aspiración, infundida en su propio ser a fin de facilitar las relaciones entre él y el Creador, ni los peores crímenes o fugaces y engañosos placeres de esta vida consiguen borrar. En una palabra, la paz y la felicidad auténticas solo pueden ser encontradas en Dios». 1

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Incluso después de la horrible caída original, este vínculo de relacionamiento no fue extinguido, sino que subsistió en un único «hilo»-si así podemos decir-, que se llamó Alianza. Alianza o Promesa que no rompió el expreso deseo del Altísimo de que aquella pareja diese origen a una vasta descendencia, y esta, a su vez, se multiplicase (cf. Gn 1, 28) y se preparase para recibir dignamente al Gran Liberador que habría de nacer de su linaje (cf. Gn 3, 15).

Los Patriarcas

Promesa no sepultada con el pecado de Adán, fue ella revigorizada por el propio Dios, a lo largo de las generaciones, a hombres que bien pueden ser llamados «picos de cordillera» de la historia israelí. El linaje de esta pléyade de varones se inició con los Patriarcas, a los cuales siguieron los Jueces. Así fue, por ejemplo, con Noé, después del Diluvio, cuando le dijo: «Voy a hacer una Alianza con vosotros y con vuestra posteridad» (Gn 9, 9).

A Abraham, el auténtico genitor del pueblo judío, el Señor también reafirma la Alianza primera: «Te tornaré extremamente fecundo, haré nacer de ti naciones y tendrás reyes por descendientes. Hago alianza contigo y con tu posteridad, una alianza eterna, de generación en generación, para que yo sea tu Dios y el Dios de tu posteridad» (Gn 17, 6-7).

Igualmente a Isaac, fruto de la Promesa hecha a Abraham, el Todopoderoso asegura: «Yo estoy contigo y te bendeciré, porque es a ti y a tu posteridad que daré toda esta tierra, y cumpliré el juramento que hice a tu padre Abraham. Multiplicaré tu posteridad como las estrellas del cielo, le daré todas estas regiones, y en ella serán benditas todas las naciones de la tierra» (Gn 26, 3-4). En Jacob, o Israel, el juramento alcanzó su pináculo: «Los israelíes fueron fecundos y se multiplicaron; se tornaron tan numerosos y tan fuertes, que la tierra quedó llena de ellos» (Ex 1, 7).

En la descendencia de Israel nace Moisés, un «pico» vistoso y agradable a los ojos del Señor, llamado a librar a los hebreos del pesado yugo egipcio. Así podríamos recorrer de comienzo a fin la historia de la nación israelí y encontrar, en todas las épocas, promisoras y consoladoras palabras del Altísimo.

«Convenía, pues, que aquel pueblo del cual Cristo habría de nacer pudiese disponer de alguna especial santificación». 2 Queda patente: Dios no abandonaba aquellos hombres, al contrario, mostraba agrado por haberlos escogido como ancestros del Salvador y por esta razón se manifestaba con tanta frecuencia: «No es porque sois más numerosos que todos los otros pueblos que el Señor se unió a vosotros y os escogió; al contrario, sois el menor de todos. Pero el Señor os ama y quiere guardar el juramento que hizo a vuestros padres» (Dt 7, 7-8).

Lo normal sería que el pueblo de Israel, objeto de tantos cuidados, fuese al menos grato a su Supremo Bienhechor y anduviese en la justicia ante su divina mirada. Sin embargo, no fue eso lo que sucedió…

Ingratitud delante de la generosidad divina, en el Antiguo Testamento

Después del pecado, el hombre se tornó débil para el bien e inclinado al mal y, a manera de un auto desgobernado que choca en postes y da giros en la vía, los hijos de Eva se chocan con sus malas tendencias. Caso no las frenen, caen en los abismos del pecado.

Pues bien, este «Dios que se preocupa con el [hombre] y quiere su felicidad», 3 que abre el mar para dar paso a los hebreos (cf. Ex 14, 16.21-22), que alimenta a su pueblo en pleno desierto con pan y carne a gusto (cf. Ex 16, 13), que le sacia la sed, haciendo irrumpir agua de las rocas (cf. Ex 17, 6), que lo guía en el desierto y ameniza el calor del día con una columna de nube y el frío de la noche con una columna de fuego (cf. Ex 13, 21-22), recibe en retribución quejas, desobediencias, traiciones. El pueblo de Israel, testigo de numerosos desvelos sobrenaturales, lamenta la falta de agua, reclama del maná, llamándolo de «miserable alimento» (Nm 21, 5), y, por último, traiciona al único y verdadero Dios, idolatrando un becerro de metal fundido, exclamando: «Israel, estos son tus dioses que te sacaron de la tierra de Egipto» (Ex 32, 4).

Afirma un viejo adagio latino: «Corruptio optima, pessima – la corrupción de lo óptimo es lo pésimo». La elección divina que flotaba sobre aquel pueblo, de la cual los israelíes eran conscientes y antes fuera contemplada con amor y reconocimiento, pasó a ser vista por algunos con indiferencia; por otros, como objeto de humillación. E, inclusive, de revuelta, pues por detrás de esos lloriqueos en el desierto se ocultaba un avasallador deseo de volver a la esclavitud de Egipto, bajo las órdenes de un rey tirano, y abandonar el camino rumbo a la Tierra Prometida guiados por la mano de Dios. ¿Quién no distingue la falta de amor que se apoderaba de aquellos hebreos de cerviz dura? ¿Podía el Todopoderoso quedarse de «brazos cruzados», mientras su porción escogida especialmente para recibir la salvación del mundo prevaricaba y transmitía, a través de las generaciones, la corrupción?

Los hijos de Israel precisaban de corrección para su procedimiento, pues era muy grave continuar retribuyendo con ingratitudes tantos afectos. Por eso, el Creador da otro colorido a la convivencia con sus criaturas, Él castiga a los desobedientes a fin de que el pueblo entero no lo desprecie. 4 El fortísimo Señor de los ejércitos afirma que es un «Dios celoso» (Dt 5, 9), revela que quiere la obediencia absoluta a sus decretos, además de mostrarse extremamente airado con la iniquidad: «Si no me escuchares y no guardares mis mandamientos, […] mi alma os abominará» (Lv 26, 14.30).

Entra en vigor el régimen o reino de la justicia, pues, «sin ella, sería la anarquía, la lucha entre los intereses rivales, la opresión de los débiles por los fuertes, el triunfo del mal». 5 Sin ella, la desobediente raza de los hebreos no sería jamás perpetuada, porque la tibieza en la cual estaba sumergida era suficiente para que Dios la hiciese desaparecer, con el fin de no escandalizar a los gentiles. A la justicia -cuyo objetivo principal es dar a cada uno lo que le es debido, 6 o sea, dar el premio al bueno y el castigo al malo-, «compete […] rectificar los actos humanos». 7

Resaltamos aquí algunos pasajes de las Escrituras, para comprender mejor cómo quedaron, en el cuadro de la historia del pueblo bienamado, los nuevos colores de la justicia que el Señor pintó según su perfección.

Cuando, por ejemplo, declaró: «No cometerás adulterio» (Dt 5, 18), hizo perecer al hijo de la unión ilegítima de David (cf. II Sm 12, 14). ¿Y si había decretado que solamente a los levitas competía ejercer las funciones sacerdotales y tocar en las cosas santas, y que ningún otro podría hacerlo (cf. Nm 18, 7), no fue certísimo herir de muerte a Oza, cuando este tuvo la temeridad de aproximarse al Arca de la Alianza y agarrarla, sin ser levita? (cf. II Sm 6, 7).

De la misma manera, cuando ordenó «No pronunciarás en vano el nombre del Señor, tu Dios» (Dt 5, 11), ¿no fue lícito castigar cuarenta y dos jóvenes que se burlaron de Eliseo, el portador de la palabra de Dios, enviando dos osos para tragarlos (cf. II Re 2, 23-25)? Igualmente exigió: «No tendrás otros dioses delante de mi cara» (Ex 20, 3). Y si no andas en mis caminos, siguiendo mis preceptos, Yo os enviaré terribles flagelos, os entregaré a la espada, os haré sucumbir ante vuestros enemigos, pueblos extraños os dominarán y no les podréis resistir (cf. Lv 26, 14-38). ¿No era, pues, sumamente justo y digno de un Dios cuya palabra es eterna entregar al dominio de los reyes de Asiria (cf. II Re 17, 22-23), de Babilonia (cf. II Re 25, 1-11), de los Persas y Miedos (cf. II Cr 36, 20), y de Grecia aquellos judíos que se alejaron de su Alianza, se vendieron al pecado y doblaron sus rodillas a los baals (I Mac 1, 1-43)?

Comprobamos, así, cómo Dios no economizaba la justicia para corregir a los israelitas, actuando en sus vidas tanto como Señor y Rey, cuanto como Educador. El Altísimo no les manifestaba la Buena Nueva de la salvación sin exigirles la obediencia eximia a los decretos que había dado. Tenía Él la finalidad de compenetrarlos y prepararlos para el cumplimiento de la Promesa, esto es, para el nacimiento del Mesías.

Por la Hna. Mariana de Oliveira, EP

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1 MORAZZANI ARRÁIZ, Mariana. Entre Deus e os homens. In: Arautos do Evangelho. São Paulo: Ano XIII, n. 147, mar. 2014, p. 24.
2 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q. 98, a. 4.
3 MARTÍNEZ SIERRA, Alejandro. Antropología Teológica fundamental. Madrid: BAC, 2002, p.13. (Tradução da autora).
4 Cf. SANTO IRINEU. Tratado contra as heresias. In: COMISSÃO EPISCOPAL DE TEXTOS LITÚRGICOS. Liturgia das Horas. Petrópolis: Vozes, Paulinas, Paulus, Ave Maria, 2000, v. II, p. 172.
5 TANQUEREY, Adolphe. Compêndio de Teologia Ascética e Mística. § 1038 .Trad. João Ferreira Fontes. 6. ed. Porto: Apostolado da Imprensa, 1961, p. 492.
6 Cf. COLLIN, Enrique. Manual de Filosofía Tomista. Trad. Cipriano Montserrat. 2. ed. Barcelona: Luis Gili, 1951, v. II, p. 264.
7 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Op.cit. II-II, q. 58, a. 2.

 

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