viernes, 29 de marzo de 2024
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No se debe dar tiempo al tiempo, sino a la eternidad

1.jpgRedacción (Miércoles, 14-01-2015, Gaudium Press) Sigue a continuación el comentario de Mons. João Clá Dias, EP, al Evangelio del III Domingo del Tiempo Ordinario, (Mc 1, 14-20):

14 Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; 15 decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio».16 Pasando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, echando las redes en el mar, pues eran pescadores. 17 Jesús les dijo: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres». 18 Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. 19 Un poco más adelante vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. 20 A continuación los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon en pos de Él (Mc 1, 14-20).


I – VIVIR EN EL TIEMPO DESDE LA PERSPECTIVA DE LA ETERNIDAD

La comunicación de Dios con el hombre -especialmente en los episodios más destacados que se narran en la Sagrada Escritura- es el punto central a partir del cual se desarrolla la Historia. ¡Qué deseable sería asistir a todas las maravillas de la acción divina a lo largo de los siglos, desde el gran mirador de la eternidad, que sólo abandonaríamos en el corto período entre nuestro nacimiento y el instante de la muerte! Sin embargo, dado que vivimos dentro del tiempo, esto no es posible. Aunque también formamos parte de la Historia y todo lo que sucedió antes de nuestra existencia, así como el presente y el futuro, tiene una estrecha relación con nosotros. Entonces, ¿cómo acompañamos los pasos de Dios en todas las épocas?

La liturgia permite revivir la historia de la salvación

¡He aquí lo maravilloso de la liturgia! En efecto, no sólo nos hace partícipes de los acontecimientos celebrados, sino también de las mismas gracias concedidas en cada uno de ellos, como afirma el Papa Pío XII en la encíclica Mediator Dei: «Por eso el año litúrgico, alimentado y seguido por la piedad de la Iglesia, no es una representación fría e inerte de cosas que pertenecen a tiempos pasados, ni un simple y desnudo recuerdo de una edad pretérita; sino más bien es Cristo mismo que persevera en su Iglesia y que prosigue aquel camino de inmensa misericordia que inició en esta vida mortal cuando pasaba haciendo bien (cf. Hch 10, 38) con el bondadosísimo fin de que las almas de los hombres se pongan en contacto con sus misterios y por ellos en cierto modo vivan».1

Hace mes y medio empezaba un nuevo año litúrgico con el período de Adviento, que durante cuatro semanas -dedicadas a la penitencia y a las peticiones de perdón por nuestras faltas- revive la espera de la humanidad por la venida del Mesías. Nos vinculamos así a los milenios que transcurrieron desde la salida de Adán y Eva del Paraíso hasta el nacimiento del Redentor. Exultantes de alegría por la certeza de que se efectuaría un cambio y de que las cosas tomarían otro rumbo, acogemos a Jesús en la noche de Navidad, lo visitamos con los pastores y los Reyes Magos, huimos con Él a Egipto y, habiéndose separado de la Virgen y San José, lo encontramos en el templo. Más tarde asistimos a su Bautismo, cuya conmemoración cierra las fiestas e introduce el Tiempo Ordinario, en el cual contemplaremos, a lo largo de dos meses, el comienzo de la vida pública del Señor; los milagros realizados por Él; la indignación de los fariseos al advertir la difusión de una doctrina nueva, revestida de autoridad (cf. Mc 1, 27) y diferente de todo lo que ellos enseñaban, así como su inseguridad y su envidia, que los llevará a querer matar al Hijo de Dios.

Tiempo Ordinario significa tiempo de lucha, de esfuerzo en el cumplimiento del deber, de abnegación y de arrancar nuestras vanidades, medidas fundamentales para la formación del carácter. No es casualidad que en este tercer domingo oigamos declarar al divino Maestro: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios».

¿Qué tiempo es ése? ¿Cuál es el tiempo que estamos viviendo? Las agujas del reloj avanzan sin detenerse, los segundos se suceden, los minutos van pasando. Nuestra vida se rige por la expectativa de los instantes posteriores y del día de mañana… ¿Qué mensaje nos trae la liturgia al hablar de la criatura tiempo, mientras nos invita a entrar en el Reino de Dios?

La predicación de Jonás

En la primera Lectura (Jon 3, 1-5.10) Dios ordena al profeta Jonás, por segunda vez, que predique en Nínive, misión que, como se lee en los capítulos anteriores, acepta de mala gana. Convencido de que sus habitantes no se convertirían, quizá pensara que sus amonestaciones servirían al menos para condenarlos, y por eso salió con ímpetu de destrucción, tanto más que los ninivitas se encontraban entre los adversarios de los judíos. Como era una ciudad entregada a los vicios y con conceptos religiosos desviados, predecir su castigo resultaba un deleite para Jonás. Nínive tenía una gran extensión, hasta el punto de que se necesitaban tres días para recorrerla; pero el profeta no ahorró esfuerzos para proclamar: «Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada» (Jon 3, 4).

Ahora bien, el rey y su pueblo se tomaron en serio su palabra, «creyeron en Dios, proclamaron un ayuno y se vistieron con rudo sayal, desde el más importante al menor» (Jon 3, 5). ¿Por qué actuaron así? Porque el Señor les enseñó sus caminos y los instruyó en sus sendas, como reza el salmo responsorial (cf. Sal 24, 4-5) de la liturgia de hoy. De esta forma, adquirieron una clara noción del rumbo que debían seguir y correspondieron a la gracia, atrayendo hacia sí la benevolencia del Cielo: «Vio Dios su comportamiento, cómo habían abandonado el mal camino, y se arrepintió de la desgracia que había determinado enviarles. Así que no la ejecutó» (Jon 3, 10).

En este domingo la Iglesia desea que, a ejemplo de los ninivitas, nosotros también atendamos a la voz de Jesús, que nos exhorta: «Convertíos y creed en el Evangelio».

II – EL SOLEMNE ANUNCIO DEL REINO: «¡CONVERTÍOS!»

14 Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; 15 decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio».

El divino Maestro venía ejerciendo su ministerio con discreción, concomitantemente con los últimos meses de la predicación del Precursor. De acuerdo con el relato del evangelista San Juan -objeto de reflexión en la anterior liturgia dominical (cf. Jn 1, 35-42)-, en ese período Cristo encuentra a los que posteriormente formarían parte de los Doce, al ser llamados por Él de manera definitiva, como lo refiere San Marcos en los próximos versículos.

La noticia de la prisión de San Juan Bautista era la señal que Jesús esperaba de que había llegado la hora determinada por el Padre para dar inicio a su vida pública, abrir las compuertas de la gracia y acentuar el tono de su voz, preparando a las almas para su apostolado. «Una vez entregado Juan -comenta San Jerónimo-, al punto empieza a predicar Él mismo. Decaída la ley, nace, en consecuencia, el Evangelio».2 De aquí en adelante ninguna otra ocupación lo detendrá, a no ser la de cumplir la misión redentora que le había sido confiada y mostrar el camino de la salvación. ¿Cuál es ese camino?

En virtud de la unión hipostática, Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre; en Él hay una unión misteriosa entre las dos naturalezas, en la Persona del Verbo, que nuestra inteligencia jamás comprendería sin un don divino: la fe, en la tierra, y la visión beatífica, en la eternidad. En cuanto hombre, dirá de sí mismo: «Yo soy el camino y la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Así, la petición de David, repetida en el salmo responsorial -«Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad»- se encuentra en Él plenamente realizada. Pero cuando formuló dicho anhelo el rey profeta no tenía la noción exacta, como la tenemos hoy, de cuál era ese Camino. A nosotros, que sí lo conocemos, nos es indispensable una conversión.

El llamamiento a la conversión y la perspectiva de la eternidad

Convertirse significa cambiar de vida, tomar un rumbo diferente del que se venía siguiendo, como hicieron los ninivitas ante la predicación de Jonás. Convertirse significa salir de una situación materialista, naturalista y humana, para adoptar una actitud angélica, sobrenatural y divina; olvidar los problemas banales para ponerse en una nueva perspectiva, ya no la del tiempo, sino la de la eternidad, es decir, la del Reino de Dios. ¿A quién de nosotros le ha sido revelado el momento de su muerte? Ni siquiera alguien muy joven sabe si vivirá muchos años…

Cuando recibimos el Bautismo, pasamos de la condición de meras criaturas humanas a la de hijos de Dios. En el instante en que las aguas bautismales cayeron sobre nuestras cabezas, todos los pecados que pudiésemos haber cometido, si nos bautizamos ya de adultos, fueron perdonados -hasta los peores crímenes- y nuestra alma se revistió de una túnica blanca. Es en este estado que debemos mantenerla durante toda la vida; y si llegase a suceder que un pedazo de esa vestidura de inocencia quedase prendido en una cerca o fuese manchada por el barro, basta un examen de conciencia seguido de una petición de perdón y la absolución sacramental para que sea restaurada. Lo importante es conservarla siempre blanca, porque en cualquier momento -incluso ahora mismo- podemos ser llamados a rendir cuentas y sin esa prerrogativa no seremos aceptados en el Reino de Dios. Esto es lo que la liturgia recuerda con las palabras: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios».

Así surge, en el tercer domingo del Tiempo Ordinario, esta criatura de Dios: el tiempo. Y una vez que ante sus ojos el tiempo no existe, porque para Él todo es presente, se nos invita como hijos de Dios a vivir en función de la eternidad.

III – UN EJEMPLO DE CAMBIO DE VIDA

El Evangelio nos presenta aún un hermoso ejemplo de conversión, cuando el Señor llama a cuatro pescadores -Simón y Andrés, Santiago y Juan- para que cambien de vida, de trabajo y de situación.

La psicología del pescador

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16 Pasando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, echando las redes en el mar, pues eran pescadores.

Es curioso observar que la elección recayó sobre unos pescadores. Jesús podría haber designado a sacerdotes a sanedritas, a miembros de las escuelas rabínicas -las universidades de entonces- o a cualesquiera otras personas de mayor proyección e influencia. Pero quiso pescadores…

Analicemos las características de un pescador. Para tener éxito, necesita poseer perspicacia, cierto tacto, un «sexto sentido» propio a su profesión. Al despertarse por la mañana, por el viento, por la atmósfera, por la brisa marina y el tipo de olas, ya sabe si el mar es rico en peces y favorable o si amenaza una tormenta en la que pudiera verse en peligro; cuáles son los sitios donde debe echar la red y los que deben ser evitados. Conoce el tipo de peces que hay en cada estación del año, cuando llega la temporada del desove y el período en que los peces suben, e incluso distingue los hábitos de los más variados cardúmenes. Todo este conocimiento acaba siendo para él una segunda naturaleza.

Se dedica a la pesca para subsistir y no por afición. Más aún, al pescador le corresponde el montar una empresa, adecuar el arte de la pesquería a sus relaciones con la clientela y, por lo tanto, no sólo entender de pesca, sino estar al tanto de las apetencias de los consumidores del lugar. Por eso, su vida se desarrolla entre la actividad pesquera y los intereses humanos, lo que le proporciona, además de la percepción de las aguas, un fino sentido psicológico. Si es un eximio pescador, pero un mal negociante, o al contrario, su oficio resultará en desastre. Ahora bien, Cristo elige a los suyos entre los pescadores. ¿Por qué?

La gracia no suprime la naturaleza, sino que la perfecciona

17 Jesús les dijo: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres».

Los Apóstoles, de ahí en adelante, pescarían almas, aunque no con la intención de obtener lucro, sino para entregárselas a Dios. Él, que «no suprime la naturaleza, sino que la perfecciona»,3 derramaría sus gracias sobre las cualidades humanas de los discípulos con vistas a aprovecharlas, como resalta Fillion: «Las funciones que, después de haberlos preparado gradualmente, les confiará, no carecerán, ciertamente, de semejanza con el oficio en que hasta entonces se habían ejercitado. […] En él habían aprendido la paciencia y el animoso trabajar».4 Lo sobrenatural elevaría y perfeccionaría las aptitudes y los dones de los pescadores, dándoles extraordinarias posibilidades para cumplir su vocación. Por consiguiente, el divino Maestro no tendría que estar buscando otras personas si los pescadores, en aquel tiempo, estaban entre los que poseían más sentido psicológico, mayor contacto con la naturaleza y una excelente visión natural de la obra de la Creación. Jesús los escogió a ellos porque, en suma, eran perfectos para comenzar a constituir el Colegio Apostólico y la Iglesia.

Reconocemos en este episodio una prueba de la sabiduría de Dios y de su bondad previdente: en dos minúsculas barquitas, que surcaban un pequeño lago con cuatro pescadores, estaba la cuna de la religión que iría a transformar la faz de la tierra. Sí, «por la red de la santa predicación sacaron a los hombres del mar profundo de la infidelidad a la luz de la fe. Y es muy admirable esta pesca, porque los peces cogidos mueren lentamente, mientras que los hombres prendidos por la palabra de la predicación son vivificados»,5 afirma San Remigio. ¿Quién iba a tener el valor de decirles a los griegos, a los romanos y hasta los bárbaros de aquella época, que esos pobres trabajadores triunfarían sobre las civilizaciones tenidas por grandiosas y que sobre sus ruinas construirían un imperio muy superior, la civilización cristiana, con todas las riquezas y las estupendas maravillas que ésta produciría en el curso de los siglos? San Agustín explica la razón más elevada de este modo de proceder: «Si hubiera Dios elegido a un hombre sabio, se atribuiría tal vez su elección a su sabiduría. Nuestro Señor Jesucristo, como quería quebrantar la cerviz de los soberbios, no busca al pescador por el orador, sino que conquista al emperador por el pescador».6

La manera como Jesús actúa revela una característica de las vocaciones suscitadas por Dios: tienen un aspecto genérico -su gloria, a la que están destinadas todas las personas- y otro específico. Cada uno ha sido llamado a una determinada misión, que nadie desempeñará tan bien como él. Y ha sido dotado con cualidades humanas ordenadas para el cumplimiento de aquel objetivo, para el cual fue especialmente designado por Dios.

No obstante, la figura usada -«pescadores de hombres»-, es compleja, pues echar la red al mar para pescar es algo muy diferente que echarla en una plaza para conquistar almas. Ser pescador de hombres no produce dinero, serlo de peces, sí, sobre todo en la sociedad judaica de entonces, dependiente en gran medida de la pesca y del pastoreo. Conocedores del lenguaje analógico y parabólico de Jesús, los cuatro entendieron perfectamente el significado más profundo de lo que se les estaba diciendo.

Larga preparación para un reencuentro definitivo

18 Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. 19 Un poco más adelante vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. 20 A continuación los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon en pos de Él.

Siendo el evangelista sintético por excelencia, San Marcos no cuenta los primeros contactos del Señor con Simón y Andrés, Santiago y Juan, que antecedieron a la escena narrada en estos versículos. Encuentro de intensa emoción, encuentro cuyas consecuencias tendrían un alcance extraordinario, una repercusión incalculable. Y aunque parezca fortuito, en realidad fue dispuesto desde toda la eternidad por la mano omnipotente de Dios. Es evidente que Jesús no pasó únicamente diciéndoles «venid en pos de mí», pues hubo un proceso psicológico que fue preparando para esta entrega a aquellos discípulos que Él mismo ya había puesto en la escuela de San Juan Bautista. Se trata, en efecto, de los mismos que acompañaron a Jesús cuando andaba a orillas del Jordán, donde el Precursor estaba bautizando, como hemos tenido ocasión de contemplar en el segundo domingo del Tiempo Ordinario. Ellos creían que Jesús era el Mesías prometido, pero aún no se habían convertido en discípulos suyos de una manera incondicional y definitiva, como señala el padre Agustín Berthe: «Después de haber seguido durante algún tiempo a este nuevo Maestro, los cuatro pescadores habían vuelto a sus redes aguardando las grandes cosas que el Libertador debía realizar para la salvación de Israel».7

Cuántas conversaciones no habrá tenido con los cuatro -como el día en que se conocieron-, mostrándoles cómo era interesante la profesión de pescadores; aunque, en lugar de contentarse con ella, necesitaban subir, porque lo más importante era atraer a las almas hacia Dios, para reformar la faz de la tierra. Una vez preparados, Cristo se cruza con ellos y, con una simple frase, los mueve a abandonarlo todo para servirlo y dedicarse al apostolado, uniéndose a Él para siempre. A semejanza de lo que hemos visto en la primera Lectura, fueron asistidos por una auténtica gracia de conversión.

Imaginemos la sorpresa del reencuentro, seguida de gran alegría, y la solicitud de estos hombres simples y rudos, pero de corazón ardoroso para con el divino Maestro. Sin duda, cada uno de ellos le proporcionó en ese momento una verdadera felicidad, pues el instinto de sociabilidad de Jesús hombre -sublime, perfecto, elevadísimo, totalmente asumido por la divinidad- lo llevó a conmoverse al encontrar a los que serían sus apóstoles, sus hijos. ¡Qué «santa envidia» debemos tener de ellos!

En aquella ocasión, estos elegidos no eran capaces de calcular la importancia de lo ocurrido, ni de darse cuenta de que estaban dejando huella en la Historia. Si hubiesen vivido, no obstante, dicho episodio después de haber recibido todas las gracias que sobre ellos serían derramadas más adelante y, en consecuencia, gozando de una altísima comprensión de la Persona del Señor, ¡cuál no habría sido su entusiasmada adhesión y su veneración por el Redentor!

Entrega sin reservas

En esa época los pescadores constituían una categoría social que, lejos de ser la inferior, equivalía a la clase media de nuestros días. Zebedeo, padre de Santiago y Juan, poseía una empresa -en sociedad con Simón y Andrés (cf. Lc 5, 10)- y ya había reunido cierto peculio, lo que se concluye por el hecho de tener empleados que le auxiliaban. Por consiguiente, renunciar a esa posición, dejando a su padre y las redes, era penoso; seguir a Jesús no era emprender una carrera con garantías de éxito. Por el contrario, era lanzarse en la oscuridad, abrazar una incógnita, porque tendrían que vivir de limosnas y desplazarse sin cesar. Nadie sabía el futuro que les aguardaba, tanto más que el Señor diría de sí: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20).

Ahora bien, la docilidad y el desprendimiento proceden de la caridad. Los Apóstoles hicieron un acto de amor al Maestro, a partir del cual ya no se pertenecían a sí mismos sino a Él: son esclavos suyos, no tienen otro destino a no ser Él. ¿Hacia dónde van? ¡Lo ignoran! Ni siquiera lo preguntan o piensan en ello. Actitud perfecta, pues el Señor venía predicando: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios. Convertíos». Un letrado, un doctor de la ley, un fariseo o escriba pensaría: «¡Ah, qué confianza ingenua!». No obstante, nosotros decimos: ¡Abandono arrebatador! ¡Qué sabiduría la de esos cuatro! ¡Qué felicidad haber dicho sí a la gracia, a la vocación, con ese ímpetu!

En este Evangelio, así como en la primera Lectura de la profecía de Jonás, vemos que «la palabra de Dios es viva y eficaz» (Hb 4, 12). Transforma, convierte y santifica. Más aún, esa Palabra es salvífica, porque penetra y produce maravillas, siempre y cuando sepamos corresponder a ella y seamos flexibles. Pero si ponemos obstáculos no daremos frutos -a menos que Dios, por una misericordia especial, nos «derribe del caballo» como a San Pablo (cf. Hch 9, 4)-, porque Él quiere nuestra colaboración.

¿Cuáles son nuestras «redes»?

Para los discípulos la conversión significó dejar las redes. ¿Cuáles serán nuestras «redes»? Cuando el Hijo de Dios nos llama, cuando nos toca con una gracia en el fondo del alma, ¿cómo respondemos a ese llamamiento? En todas las circunstancias de nuestra vida Jesús está invitándonos ad maiora. ¿Cuál es nuestra reacción?

Nuestros círculos sociales, determinadas amistades, los quehaceres diarios, a veces, nos apartan del verdadero objetivo, sugiriéndonos un sueño naturalista y mundano que no considera la eternidad. Caprichos, manías, visiones erradas, egoísmos, malas inclinaciones deben ser combatidos y rechazados inmediatamente, porque «está cerca el Reino de Dios». El ejemplo que nos da el Evangelio nos impulsa a ascender a un nivel diferente. ¿En qué consiste?

A partir del momento en que, por el Bautismo, fuimos elevados al plano de la gracia, ya no podemos obedecer a los dictámenes del mundo, ni tener como motor de nuestras acciones intereses personales, vanidades u orgullo. Debemos vivir de los sacramentos, de la oración, de todo aquello que nos auxilia a cumplir nuestra vocación individual y a abandonar la «red» que nos ata a las cosas terrenas, porque nuestra existencia pasó a ser otra. ¡Estamos «angelizados»!

IV – EL MENSAJE PAULINO: «EL MOMENTO ES APREMIANTE»

En la segunda Lectura (1 Co 7, 29-31) dice San Pablo: «el momento es apremiante» (v. 29). Los niños tienen la impresión de que el tiempo tarda en pasar; un mes, es interminable. Sin embargo, conforme avanzamos en edad, un año parece un abrir y cerrar de ojos… Los días se van volando, y para quien tiene experiencia de la vida se hacen cada vez más cortos, consumiéndose en una acelerada cuenta atrás. De hecho, cuando se parte de este mundo el tiem? po es nada. Y por mucho que descubrieran una píldora capaz de prolongar la longevidad de las personas hasta 120 o 240 años, ¿qué sería eso comparado con la eternidad?

Por eso, prosigue el Apóstol: vivan «los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la representación de este mundo se termina» (vv. 30-31). Su intención, en estos versículos, es mostrar que, habiendo motivo, es bueno derramar lágrimas, estar alegres, adquirir bienes, usar las cosas del mundo que, en sí, son lícitas; pero no depositemos en ello nuestra esperanza, ni nos dejemos fascinar hasta el punto de olvidarnos de Dios.

Cuando llegue la hora de la muerte, el cuerpo reposará en la sepultura y el alma se encontrará delante de Él para ser juzgada. Entonces, ¿de qué valdrá el tiempo? Sabemos que la figura de este mundo pasa. ¿Qué provecho tendrá aquel que cayó en pecado? En el fondo, el mensaje paulino es éste: «Todo lo que es legítimo puede ser hecho, pero que nadie ponga en esto su corazón. Por el contrario, haga como si no existiese y tenga los ojos fijos en la eternidad».

Dejémoslo todo para abrazar la santidad

Es necesario meditar sobre el día del juicio, cuando todos nuestros pensamientos saldrán a la superficie. Si correspondemos a la invitación que nos hace la liturgia de este domingo, afirmándonos en el propósito de unirnos más al Salvador y de ser un ejemplo de bien, de verdad y de virtud para el prójimo, esta buena disposición pesará en la sentencia de cada uno de nosotros.

Seguros de la bondad del Maestro, roguémosle que nos dé fuerzas para vencer las dificultades, pues el camino del Cielo no es fácil. Compenetrémonos de que a cada paso debemos buscar ser más perfectos y conformar nuestras almas a la suya, por el principio inerrante de que o progresamos o nos volvemos tibios. En la vida espiritual nunca estamos estancados: ¡quién no avanza, retrocede!

Pidámosles a los santos Pablo, Pedro, Andrés, Santiago y Juan que nos obtengan de Nuestro Señor Jesucristo la gracia que ellos recibieron: dejarlo todo para abrazar las vías de la santidad, sea en familia o en una vocación religiosa, con valor y llenos de confianza.

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1 PÍO XII. Mediator Dei, n.º 150.
2 SAN JERÓNIMO. Comentario a Mateo. L. I (1, 1-10, 42), c. 4, n.º 3. In: Obras Completas. Comentario a Mateo y otros escritos. Madrid: BAC, 2002, v. II, p. 43.
3 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 1, a. 8, ad 2.
4 FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Vida pública. Madrid: Rialp, 2000, v. II, pp. 22-23.
5 SAN REMIGIO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Marcum, c. I, vv. 16-20.
6 SAN AGUSTÍN. In Ioannis Evangelium. Tractatus VII, n.º 17. In: Obras. Madrid: BAC, 1955, v. XIII, p. 239.
7 BERTHE, CSsR, Agustín. Jesus Cristo, sua vida, sua Paixão, seu triunfo. Einsiedeln: Benziger, 1925, p. 114.

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