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Un cuadro para la Eternidad

Redacción (Martes, 11-08-2015, Gaudium Press) Hace muchos años, en el oriente -lugar donde los bosques no duermen, temibles fieras rondan y las altas cumbres rasgan los cielos; donde muchos pueblos yacen cubiertos por un velo de superstición, los enigmas se cuentan por miles y el misterio reina- vivía un noble hombre conocido como Aksa Aryan.

Aksa Aryan era celebrado en la comarca por su bondad y pureza de costumbres, por su gran sabiduría, fruto de años de estudio y largas meditaciones. Pero curiosamente muy pocos apreciaban lo que el ilustre hombre consideraba ser el mayor don que Dios le había dado: el poder de crear en un fabuloso mundo ficticio y plasmar en bellas pinturas sus arquetipos imaginarios.

Desde su juventud se entretenía contemplando espléndidos panoramas y pensando en castillos de cristal, lirios de seda y árboles llenos de vida cuyas rutilantes hojas de malaquita, movidas por la brisa, se mecían de tal manera que parecían comunicarse en una ininteligible lengua.

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«Todo comenzó cuando se propuso pintar

en aquel colosal trozo de tela un árbol…»

Su mayor sufrimiento siempre fue que su habilidad artística no era comparable a su prodiga imaginación, y le atormentaba ver como todos sus esfuerzos eran vanos cuando intentaba plasmar en el lienzo con pinceles torpes y colores insuficientes sus elucubraciones paradigmáticas.

Con el pasar de los años el sabio Aryan comenzó a ser conocido en aquel lejano paraje como el ermitaño soñador. Muy rara vez se veía salir de su morada aquel otrora simpático, hablador y bondadoso hombre. Muchos hablaban de una extraña obsesión que había tomado cuenta de él, y de como algunos lo habían visto en la terraza de su casa pasar largas horas frente a un inmenso lienzo, pintando sin descanso, hasta que los últimos rayos de luz se posaban cansados sobre aquel enorme paño.

Todo comenzó cuando se propuso pintar en aquel colosal trozo de tela un árbol. Desde niño se extasiaba en contemplar los hermosos álamos blancos, conocidos en la zona como «gigantes temblorosos», que se levantaban fuertes, estoicos y milenarios en su jardín. Se admiraba al pensar en su longevidad, pues su abuelo y tatarabuelo habían contemplado aquellos mismos árboles, que aunque azotados por incontables temporales, se sostenían aún firmes e impasibles, con porte combativo, como que desafiando los siglos venideros.

¡Esta será mi obra maestra! decía, y dedicaba horas a pintar cada hoja de este fantástico vegetal.

Pero había algo que preocupaba sobremanera a Aryan. Muy claro él tenía que cada vez se acercaba más el día de su viaje. Un penosa travesía cuyo fin era incierto y que no podía posponer. ¿Tendré tiempo de terminar mi obra prima? se preguntaba.

Con el pasar del tiempo el diestro e insaciable pintor fue completando el cuadro con un fondo casi místico, compuesto por unas brumosas montañas bañadas por los rayos de un sol naciente, que teñían las cimas nevadas de rojos ígneos y alegres naranjas.

De la imponente cordillera se veía fluir como destello de diamante, una naciente que en diviertas curvas traía por encima de verdes colinas las aguas cristalinas que regaban el bosque. Sí, ahora había un bosque, que acabó con la soledad del árbol. Una exuberante vida animal se comenzó a hacer presente en el lienzo; aparecieron pájaros coloridos que como joyas pendían en las copas de los árboles, sagaces ardillas que jugueteaban en las ramas dando saltos enérgicos, ciervos albinos y algunos pintorescos roedores que por el bosque deambulaban. El lienzo parecía no tener límites y el tamaño de la obra de arte iba tomando proporciones enormes, casi tan grandes como la propia fantasía de Aksa Aryan. El tenaz anciano incluso ya estaba pensando en completar el esbozo de este hermoso jardín con algún palacio fabuloso o alguna torre de alabastro o marfil, quizás alguna fuente adornada con animales míticos o una pérgola florida. En determinados momentos, maravillosas ideas brotaban de su mente como un geiser en una explosión de creatividad que lo llenaba de gozo, pero enseguida entristecía su insatisfecha alma, pues sabía que muchas de estas visiones ciertamente nunca pudiesen llegar a ser pintadas.

Cierto día de tormenta, como era habitual, después de un suculento desayuno, Aryan se dirigió a su obra, pero se vio inesperadamente interrumpido por el opaco sonido de alguien que tocaba a su vieja puerta. Era uno de sus vecinos que le suplicaba auxilio, pues los fuertes vientos y la lluvia habían hecho destrozos en su casa y necesitaba ayuda para arreglar el techo, pues sufría de una fuerte cojera. Siempre amable y generoso, Aryan se dispuso a ir en su socorro y fue en busca de sus herramientas. Al lado del estante donde las guardaba, estaba un añejo calendario en el cual el viejo posó su distraída mirada, hasta que, como que fulminado por un rayo se percató de algo terrible; faltaba una semana para su viaje y su obra maestra aún no estaba terminada.

El espíritu de Aksa Aryan quedó inundado de tinieblas, y el miedo de dejar su cuadro incompleto tomó cuenta de él. Después de permanecer unos segundos impertérrito, volvió en sí, y recordó a su vecino que le esperaba con ansiedad. A partir de ese momento cada segundo era precioso y vital para poder cumplir su meta.

La duda azotaba su alma, que hacer: ¿ayudar al pobre cojo o ignorarlo y dedicarse a su obra?¿de que valdría tanto tiempo perdido, si se viese obligado a partir dejando detrás de sí una pintura incompleta?¿Quién le daría valor a un cuadro incompleto? Delante de esta encrucijada, la caridad se antepuso a sus deseos, y considerando que una conciencia limpia es de necesidad capital para poder volar por los cielos de la sana fantasía, el sabio Aryan fue en socorro de su vecino. Tomó con manos temblorosas sus herramientas y sin querer pensar más, salió de su casa de tal forma que parecía que se dirigiese a un campo de batalla. De hecho era una batalla y no fácil, pues no hay más ardua guerra que la que cada ser humano tiene consigo mismo.

Pasaron varias horas hasta que en medio de una tenaz lucha contra su vejez, la lluvia y el frío y principalmente contra su egoísmo, pudo arreglar el débil tejado de su vecino. Cuando terminado el trabajo el cojo le dio las gracias y el pobre Aryan le respondió con una sonrisa tan forzada que parecía cargada de ironía. No fue nada fácil para él tomar esta actitud caritativa, más que todo porque sabía bien que el cojo era el primero en criticarle en la comarca por su afición a la pintura. Era ese mismo hombre el que se entretenía diciendo a los demás vecinos que Aryan era un loco soñador que perdía los últimos años de su vida en quimeras inservibles.

De vuelta a su casa, a pesar del cansancio, quiso ir a trabajar en su proyecto, pero al poco tiempo, agotado, se durmió en una silla frente a su mundo imaginario. Al día siguiente, este pobre hombre se comenzó a sentir muy mal y su temperatura se elevaba sin parar, obligándolo a estar en cama. Pero más que el malestar, le hacía sufrir el pensar que se acababa el tiempo para terminar su cuadro y que no podía hacer nada.

Pasaron los días y los avances que consiguió realizar fueron realmente mínimos. Aryan no conseguía dormir y la obsesión por su cuadro le hizo perder la noción del tiempo.

Pocos días después estaba el noble hombre sentado frente a la pintura contemplando cuando tocaron a su puerta. El pobre anciano se dio cuenta de que había llegado el momento de partir; le habían venido a buscar. Aryan pidió al hombre que venía por él que le diera más tiempo para terminar su obra, pero fue inútil, tenían que irse inmediatamente. Aryan intentó resistir pero este personaje tomándolo por el brazo lo obligó a salir y a entrar en un carruaje, bastante extraño por cierto, pues no tenía ventana alguna.

Durante el viaje, en la más espesa oscuridad Aryan lloraba, pues no creía poder volver a ver ese cuadro objeto de tanto esfuerzo y el cual ardientemente amaba, no tanto por ser obra de sus manos, sino por lo que representaba; bienes superiores que a su vez eran reflejos del Dios creador.

El pobre hombre se preguntaba entre sollozos que mal había hecho que mereciera ese castigo, y en cierto momento, de forma inexplicable y misteriosa, en un instante portentoso tuvo una visión de todo lo bueno y malo que había hecho en su vida, inclusive los hechos que él tenía por insignificantes. Al terminar la visión comenzó a sentir en su interior una enorme consolación, pues sentía una certeza maravillosa que no por sus propios méritos, mas por gracia de Dios, a pesar de haberse equivocado muchas veces en su vida, había sido un hombre recto pues su corazón había estado en Dios. En ese momento el carruaje paró bruscamente y un instante después se abrió la puerta y entró un intenso rayo de luz, pero de una luz especial, como un arco iris lleno de vida y con colores que nunca había visto, de una pureza inenarrable. Aryan atraído por la luz salió del carruaje y lo primero que vio frente a él fue al mismo hombre que le había buscado en su casa, pero con un aspecto muy superior, ya que ahora lucía unas vestiduras espectaculares, de sedas finísimas, ornadas con piedras preciosas. Pero lo que más le sorprendió fue ver las enormes alas que ahora el poseía, de una belleza y colorido incomparable.

El ser angélico con una pequeña venia dio la bienvenida al viajero y corriéndose de enfrente le invitó con un gesto de mano a caminar hacia adelante. Cuando las formidables alas del ángel se corrieron despejando el panorama, lo que Aryan vio en ese momento fue estremecedor de tal manera, que su reacción inmediata fue caer de rodillas, y las lágrimas comenzaron a caer abundantes por sus mejillas.

Delante de Aryan, en la cima de una pequeña colina se erguía radiante y magnífico un hermoso árbol. Pero no era cualquier árbol, era su árbol, pero ya no pintado en un lienzo, si no que era real y con una vida tal que parecía dotado de inmortalidad. Aryan no podía creer lo que estaban contemplando sus ojos, pero mayor fue su sorpresa cuando se dio cuenta de que en esta visión el cuadro estaba completo, no faltaba nada, ni las montañas, ni el bosque, ni el arrollo, ni los animales, todo estaba ahí vivo y más bello y sublime de cómo él lo concibió. Pero además, todas las maravillas que él imaginó y nunca pudo pintar también estaban ahí presentes y dotadas de una perfección única.

La felicidad que sentía Aryan era indescriptible. Era la alegría de un alma inocente que había admirado y amado todas las maravillas que Dios creó y que pudo contemplar durante su vida, y que no saciándose con estas creó en su imaginación arquetipos quintaesenciados que conformaban un mundo de posibles maravillas; y que de repente se encuentra con que todas sus elucubraciones habían sido hechas realidad, por un misterio que él no sabía explicar.

Después de unos minutos de contemplar inmóvil el asombroso paisaje, comenzó a caminar hacia el gran árbol y viéndolo de cerca, tocando sus hojas y su corteza, se dio cuenta de que la materia que lo conformaba no era la orgánica y terrena, era de otra naturaleza, una esencia de una solidez y perfección muy superior a la terrenal, y que no es posible describir para quien no ha sido testigo. Sus raíces penetraban el suelo dando una idea de fuerza que ninguna fortaleza terrena podría reflejar. Sus ramas se expandían a partir del tronco con tal orden y proporcionalidad que parecían un dosel imperial. Sus hojas eran relucientes y de un color verde que a la luz del sol se confundía con el destello de la plata más fina. Pero Aryan al acercarse percibió asombrado una luz misteriosa que salía del interior árbol y que parecía guardar un secreto. Es como si la madera de ese árbol simbolizase algo o estuviese destinada a un fin tan alto que se elevaba por encima del de cualquier otro. La madera del trono del mayor emperador de la tierra no tendría nunca esa luz tan especial.

Mientras meditaba absorto sobre el árbol, el ángel afablemente le dirigió la palabra diciendo: «No te preocupes, que cuando veas la Luz de Luz conocerás el secreto que este árbol guarda en su interior. Y ahora, Bienaventurado Aksa Aryan ¿Podrías decirme porqué estás tan feliz?»

– Aryan sorprendido le respondió: ¿Qué ser dotado de inteligencia no exultaría de alegría al contemplar tal maravilla?

– Y su guía le dijo: «Aquellos que no fueron capaces de a través de las creaturas reconocer al creador y adorarlo como su Señor. De hecho, para ellos la existencia de estas maravillas es uno de sus mayores tormentos.»

Aryan se turbó al pensar que existan seres capaces de rechazar tal evidencia y de negarse a reverenciar a aquel que es el Alfa y el Omega. Al ver su rostro trastornado el ángel completó: «Esto es posible cuando las oscuras tinieblas del orgullo nublan la vista; cuando al mirar al espejo de la creación no se quiere ver el reflejo de lo divino y se cae en la tentación de contemplarse a si mismo. A partir de ese momento la maldad y la locura no tienen límites».

El ángel se acercó a Aryan y señalando una cascada que caía de lo alto de una montaña en un lago, le preguntó – ¿Qué ves?

Aryan ante la semejante visión salió del desconcierto en que estaba y sonriendo respondió: «Veo una fuente de agua que cae los cielos, así como caen las gracias de Dios sobre los hombres, y veo una agua de tal pureza que solo se me ocurre compararla con la de un Dios inmaculado; veo como el agua al caer penetra en las rocas en la misma forma que el amor del Señor del universo penetra en los corazones más duros; veo el reflejo de un panorama sobre un manto de cristal líquido, como existen panoramas en la mente divina; veo luz, veo colores y en su conjunto veo un reflejo como nunca vi, de aquél que es la Belleza infinita.»

El ángel le dijo: «Has hablado sabiamente Aksa Aryan, y lo has hecho de corazón. Por eso has merecido ver este lugar».

En ese momento Aryan se arrodilló delante del ser alado y le dijo: «Déjame permanecer aquí por toda la eternidad. Sé que no soy digno, pero por misericordia, por el amor de Dios déjame permanecer».

Al escuchar eso el ángel dio un paso atrás y abriendo sus alas comenzó a irradiar una luz tan fuerte que el mismo sol que tenía detrás se opacó y con una voz profunda y llena de grandeza dijo:

– Querido Aksa Aryan, este lugar tan maravilloso que ves ha sido creado por Dios con un único propósito: darte la bienvenida y agradecerte por el cuadro que hiciste, por amor al creador, y porque supiste anteponer a tu deseo de verlo terminado en la tierra el amor al prójimo. Lo que tu creaste en tu mente fue hecho en participación del poder creador de aquel, del cual fuiste hecho a imagen y semejanza, y pasando a ser realidad por obra de Éste, permanecerá por la eternidad.

– Pero alégrate Aksa Aryan pues aquí no termina tu viaje, si no que ahora te llevaré a un lugar que ningún ojo humano vio, ni ningún oído escuchó y nunca vino a la mente del hombre.

Aryan se estremeció de pies a cabeza al escuchar estas palabras y en su corazón presintió que quizás podría llegar a ver al Eterno, el mismo Dios.

El ángel le dijo: – Tómame de la mano que a llegado la hora, la hora de que cumplas con la finalidad para la que fuiste creado.»

Aryan lo tomó de la mano y comenzaron a elevarse a los cielos en un vuelo tan deleitable como prometedor. Cada vez veía más lejos su árbol, pero esta vez no le importó dejarlo, y cuando ya estaban muy lejos el ángel le dijo: «¡¡Mira hacia el sol, mira la luz!!», y mirando hacia del disco de fuego refulgente sintió que su luz le penetraba y lo asumía por entero, como si él mismo se transformara en luz, en fuego, en una antorcha de sabiduría y adoración. A partir de ese momento lo que él vio no puede ser descrito en palabras humanas.

¿Quien será capaz de imaginar los cuadros maravillosos que Aksa Aryan estará pintando ahora? Creo que nadie. Esperemos algún día poder ir a verlos.

Por Santiago Vieto

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(Basado en «La Hoja de Niggle» de J.R.R. Tolkien)

Significado del nombre del personaje:

Aksa: Nombre de origen sánscrito que significa: Alma.
Aryan: «Noble». (David en sanscrito)

Aclaración: Esta historia se basa doctrinariamente en la siguiente afirmación del catecismo de la Iglesia Católica

«La afirmación de que no hay salvación fuera de la Iglesia no se refiere a los que, sin culpa suya no conocen a Cristo y a la Iglesia por Él fundada.

Y, citando nuevamente al Concilio, nos dice el Catecismo que si éstos «buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna (Vat. II, LG 16)». (Catecismo de la Iglesia Católica #847)

 

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