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Nuestra Señora de Coromoto: Reina insondable de misericordia

Redacción (Martes 08-09-2015, Gaudium Press) El año del Señor de 1492, las castellanas naves de Cristóbal Colón arribaron a las playas de un nuevo mundo. Y la vieja Europa se maravillaba con los relatos de los osados navegantes que volvían de esas tierras recién descubiertas: ríos inmensos, como nunca antes vistos, cordilleras altísimas e infranqueables, florestas que parecían no tener fin, deliciosos frutos desconocidos, habitantes feroces, cuyas flechas envenenadas eran más mortíferas que la picadura de una serpiente…

1.jpgEntre tanto, cumplido un siglo y medio del descubrimiento, varias generaciones de colonizadores civilizaron una gran parte de aquellas extensiones salvajes, mientras legiones de heroicos e infatigables misioneros ampliaron tanto como pudieron las fronteras del Reino de Jesús, introduciendo en la Santa Iglesia de Dios a un incalculable número de esos indígenas que habían vagado durante siglos en las tinieblas del paganismo y de la barbarie.

Una dama majestuosa caminando sobre las aguas

No obstante, en 1651 todavía permanecían aislados en las montañas y en la selva de la provincia de Venezuela los indios coromotos, sin querer contacto alguno con los misioneros ni con la civilización.

Cierto día -a fines del mismo año o quizá a inicios del siguiente- cuando el valiente e irascible cacique de esa tribu se disponía a vadear un riachuelo en compañía de su mujer, vieron a una dama de indescriptible majestad y hermosura avanzando en su dirección, caminando sobre las aguas. Perplejos y extasiados, se quedaron inmóviles contemplando a la misteriosa señora que, cuando se aproximó, les sonrió maternalmente y dijo en lengua de los coromotos: «Vayan adonde están los hombres blancos para que derramen agua sobre sus cabezas y así puedan ir al Cielo».

Tanta bondad e imperio emanaban de la presencia y de las palabras de la celestial Dama, que el indómito cacique, maravillado, se dispuso a cumplir su voluntad.

Según describen las antiguas crónicas coloniales, la misteriosa aparición se manifestó repetidas veces a varios otros miembros de la tribu. Los hijos de los indios la veían con frecuencia caminando sobre el curso del arroyo, cuando llegaban ahí en busca de agua. Como tardaban mucho tiempo por esta causa, eran después severamente reprendidos por sus padres. Y para justificarse, los niños declararon que una bellísima Señora aparecía cuando estaban sacando agua, causándoles una alegría tan grande que no era posible dejar de contemplarla.

Luego de todos esos prodigios, los indígenas comenzaron a notar que el agua venida del riachuelo tenía efectos sobrenaturales. Tanta era su confianza en la acción de aquella Dama desconocida que comenzaron a colgarse al cuello, como objetos sagrados, las piedrecitas que recogían allá.

Las aguas purificadoras del bautismo

Decidido a llevar su tribu hasta los hombres blancos, el cacique se puso al acecho, esperando que alguno pasara por esos parajes solitarios. Y la Divina Providencia, que todo lo dispone con bondad infinita para nuestro bien y salvación, no hizo esperar mucho a los indios escogidos por la Reina de todos los corazones.

Juan Sánchez, un honrado español que cultivaba tierras en la región, tuvo necesidad de ir apresuradamente a la distante aldea de El Tocuyo, una de las pocas entonces existentes en la provincia. Así, pasó por las cercanías del lugar donde vivían los coromotos.

El cacique se le presentó y, del mejor modo posible, relató la misteriosa aparición de la «bella Señora» y la orden expresa de recibir el «agua en la cabeza».

Se maravilló Juan Sánchez cuando oyó tal relato. Hombre de Fe, vio que el hecho mostraba grandes posibilidades de ser realmente una manifestación sobrenatural, y prometió estar de regreso en ocho días para conducir a los indios hasta tierra de blancos.

Cumplido ese plazo, la tribu entera -unas cien personas- se puso en marcha, encabezada por Juan Sánchez, hasta llegar a una planicie situada a casi 20 kilómetros de la villa de Espíritu Santo de Guanare. El español se encaminó al poblado y contó a las autoridades todo lo sucedido. El cabildo dispuso que los indios se quedaran en donde estaban, y le dio a Juan Sánchez la ardua misión de enseñarles los fundamentos de nuestra santa religión.

El esforzado castellano, ayudado por su fiel esposa, tomó todos los cuidados para convertir y civilizar a los coromotos, que siguieron con fervor y alegría la catequesis recibida.

Pasaron los meses, y los mismos indios que habían venerado las aguas sobre las que apareció la Santísima Virgen, inclinaban piadosamente su cabeza para recibir las aguas purificadoras del santo Bautismo.

Nostalgia de la vida sin freno ni moral

Sin embargo, el feroz cacique, el primero en ver a la Virgen, se negaba a recibir el bautismo y tomaba distancia paulatinamente de las clases de catecismo. La nostalgia de la vida sin freno ni moral que llevaba en la selva irrumpía como un volcán en el fondo de su alma.

La tarde del sábado 8 de septiembre de 1652, Juan Sánchez mandó reunir a todos los coromotos para participar en un acto religioso en alabanza a María.

Enfurecido, el cacique se rehusó a comparecer a una ceremonia destinada a la misma que lo había hecho abandonar la vida salvaje y pagana. Al atardecer, estaba en su choza junto a su mujer, a su cuñada Isabel y a un sobrino de doce años, todos bautizados ya y fervorosos cristianos.

Dureza inconcebible, bondad invencible

Súbitamente apareció en el umbral de la cabaña la Santísima Virgen, la misma «bella Señora» que habían visto caminando sobre las aguas del arroyuelo. Emanaba tanto fulgor de la celestial aparición, que toda la choza se iluminó con esta luz «igual a la del sol cuando está en el mediodía, pero sin quemar como ésta», según declaró más tarde la india Isabel.

2.jpgEl cacique, sin levantarse de la rústica alfombra donde descansaba, gritó encolerizado:

-¿Hasta cuándo me persigues? Ándate de una vez, porque no haré más lo que mandas. ¡Lo dejé todo por ti y vine aquí a sufrir fatigas!

Deslumbrada con la excelsa visitante y llena de vergüenza por la inconcebible dureza del indio, la esposa lo reprendió:

-No hables así con la «bella Señora». ¡No tengas tan mal corazón!

El cacique no pudo soportar más tiempo la presencia de la Madre de Dios, que permanecía en el umbral de la casa mirándolo con maternal bondad. Se levantó de un salto y tomó el arco y las flechas, bramando desesperadamente:

-¡Matándote me dejarás! En ese instante la Santísima Virgen, majestuosa y refulgente, ingresó a la choza y se adelantó en dirección al indio, de modo tal que no le dejó espacio para disparar la flecha.

Enajenado de odio, tiró las armas al piso y se precipitó sobre la Soberana Señora con la intención de arrojarla fuera de casa. Pero al estirar los brazos para agarrarla, Ella desapareció repentinamente. Una triste oscuridad reemplazó a la magnífica luz sobrenatural.

Largo tiempo el cacique permaneció inmóvil, en la misma posición que había tomado al abalanzarse sobre la aparición, apretando alguna cosa que había quedado en uno de sus puños.

Finalmente dijo con voz temblorosa: «Aquí la tengo atrapada».

Las dos mujeres se acercaron temerosas, el cacique abrió la mano y todos, atónitos, observaron la imagen de la «bella Señora» reproducida en un diminuto óvalo de 27 por 22 mm., de un material semejante al pergamino, irradiando luz vivísima.

¡Qué misterio de predilección y misericordia! La Reina del Cielo y de la Tierra manifestaba su poder y retribuía con insondable amor la inconcebible dureza del indio, dejándole como recuerdo su virginal imagen.

La conversión en la hora extrema

Sin embargo, con odio siempre creciente, el cacique envolvió la preciosa reliquia en unas hojas y la guardó entre las pajas del techo, diciendo:

-Te quemaré para que me dejes.

Al día siguiente, domingo 9 de septiembre, el niño -que lo había presenciado todo y estaba horrorizado con la maldad del cacique- aprovechó que todos estaban ausentes, se apoderó de la milagrosa imagen y la entregó a Juan Sánchez, contándole lo ocurrido.

Ese mismo día, bajo una lluvia torrencial, el cacique ordenó que la tribu entera volviera a las montañas, abandonando la civilización. Los pobres indios recién convertidos siguieron a su jefe en el camino de la infidelidad y la barbarie. Pero apenas se habían adentrado en la floresta cuando el cacique rodó por tierra, dando gritos de dolor. Una serpiente venenosa lo había picado… le quedaban pocos minutos de vida. Viéndose perdido y reconociendo que la Divina Justicia lo castigaba por tanta maldad, comenzó a implorar el perdón en alta voz y a clamar por el Bautismo.

¿Pero quién podría derramar las aguas regeneradoras sobre él en aquellas soledades? La tribu asistía muda y confundida a su agonía.

En esta tierra todo tiene un límite. ¡Tantas veces y con tan grandes prodigios había llamado la Virgen al infeliz cacique! ¡Y hasta qué extremos de egoísmo y dureza había llegado éste, al rechazar los maternales llamamientos de la «bella Señora»! Se diría que incluso la misericordia celestial tiene un término.

No obstante, María Santísima siempre triunfa.

Al oír los angustiados clamores del moribundo, llegó presuroso un mulato que andaba por esos parajes e inmediatamente lo bautizó. Sereno y resignado entonces, el cacique recomendó a la tribu que nunca dejara de cumplir la voluntad de la Madre de Dios, exhalando a continuación su último suspiro.

Purificada y santificada por el santo Bautismo, el alma de Coromoto cruzó los umbrales eternos para contemplar por los siglos de los siglos, en los ojos virginales de la Reina de Misericordia, el reflejo de la Luz increada de Dios.

Un mensaje para la humanidad: ¡Confianza!

En las apariciones de Coromoto, la Virgen quiso mostrarle al mundo, y a América de modo especial, que Ella es Soberana sobre todo en su bondad. ¿Es posible imaginar mayor dureza espiritual que la del cacique? No obstante, la misericordia de María triunfa sobre la más empedernida de las maldades humanas.

En la persona del indio objeto de tan inmensa clemencia, estaba representada la humanidad entera, estábamos cada uno de nosotros, estábamos usted y yo, querido lector. Así es, porque tantas veces se nos invita a confiar en su maternal amparo, en ese perdón que dulcifica cualquier dureza, en esa bondad que vence a la más obstinada ingratitud.

Pidamos a Nuestra Señora de Coromoto la gracia de confiar siempre en su auxilio, sin desfallecimientos ni vacilaciones. Y así, al ocaso de esta vida, Ella misma será quien nos introduzca en la gloria sempiterna.

 

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