jueves, 28 de marzo de 2024
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Mirando a La Madeleine

1.jpgRedacción (Jueves, 29-10-2015, Gaudium Press) Su estilo arquitectónico podría desconcertar: Más parece un enorme templo pagano de la antigüedad greco-romana que una iglesia católica. Sin embargo el contraste con su interior barroco y clásico la hace interesantísima.

Napoleón se apropió de los terrenos y ruinas de la antigua iglesia que había sido comenzada a construir bien antes de la revolución francesa, abatida y abandonada en esos días, para levantar ahí un proyecto neo-pagano que glorificaría según sus cálculos su ‘Grande Armé’. Echó al suelo lo que quedaba de la antigua iglesia católica y mandó diseñar y construir lo que ahora admiramos en una de las calles más movidas del centro de París.

Impresiona mucho -aparte de los enormes portones de bronces con escenas bíblicas- es su frontispicio de tipo clásico «rebajado» representando en forma realista el temido Juicio Final. Escena esculpida en duro y fino mármol donde Cristo, en el centro de ella, aparta con rostro absorto y serio, réprobos de bienaventurados. Todo agregado después de 1850.

Si bien la estructura conserva del paganismo la aplastante inmensidad de aquellos templos abiertos e intimidatorios, donde se colocaban los ídolos de dioses temperamentales e imprevisibles, la Madeleine también nos invita muy católicamente a acercarnos confiados a un templo que nos ofrece entre sus paredes interiores, la acogida y protección al mismo tiempo de un Dios justísimo. En el frontispicio, los que se salvaron llevan una actitud de humilde agradecimiento y van saliendo lentamente del vértice de su ángulo como quienes se levantan de la tumba. En los que se condenaron, la expresión del rostro es de rechazo e incluso reclamo contra Jesús, y van sepultándose poco a poco en el vértice de su ángulo rumbo a su perdición. La penitente María Magdalena, si bien del lado de los condenados, está de rodillas a los pies de Nuestro Salvador e implora reconocida su perdón misericordioso, y el Señor la acoge pensativo.

Adentro del recinto hay recogimiento, cristales, bronces y mármoles, aromas de incienso, contraste de luces y claroscuros que se mezclan calmamente aislando un poco el pesado exterior del paganismo e invitándonos a ser católicos sin importar cultura: la Madeleine es universal. Adentro también está ella, María Magdalena, esculpida en mármol blanco impoluto, glorificada en su penitencia atroz de la leyenda, que la llevó a Marsella a vivir en una cueva en oración constante y sin dejar de llorar al que la amó tan tiernamente, perdonando su desvarío.

La iglesia de La Madeleine en París hace pensar que solamente al espíritu Francés, el de la dulce Francia, la primogénita de la Santa Iglesia de Cristo, se le podía haber ocurrido contrastar arquitectónicamente la osadía del paganismo y el arrepentimiento cristiano encarnado en la bella penitente María Magdalena, la de Judea, tan generosamente recompensada por Jesús al ser la primera persona a la que le confirmó su triunfante resurrección después de su Santísima Madre.

Bien lejos estuvo Bonaparte de pensar que algún día su legendario proyecto para glorificar los muertos de sus soberbias tropas, iba a ser ocupado por el espíritu católico que acoge el arrepentimiento sincero hasta la glorificación del humilde penitente, y que en sus portales no estarían representadas las conquistas de sus guerras, sino las escenas más bellas de la historia de la Iglesia de Jesús, conquistadora mansa de los pecadores.

Por Antonio Borda

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