viernes, 19 de abril de 2024
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Ángeles y algo más

Redacción (Martes, 12-04-2016, Gaudium Press) Del mundo angélico deberíamos estudiar más sus habitantes y su historia, ya que nuestro destino final es convivir con ángeles eternamente allá. (Mc 12, 25). En él se encuentran todas las virtudes, dones y bienaventuranzas con formas, sonidos, armonías, colores, aromas y movimientos que se asemejan a lo material aquí en la tierra, dice el eminente P. A Lápide SJ.(1) Es un mundo de la virtud absoluta, sutil, maravillosa, que nuestra imaginación no alcanza fijar, pues la virtud no la podemos medir, pesar o contar pero existe, se pondera y manifiesta cuando la practicamos o vemos a una persona que la pone en práctica.

El Catecismo de Perseverancia del Padre Gaume dice que San Agustín y San Gregorio piensan que los ángeles fueron creados al mismo tiempo que el Cielo (2) pues el Génesis comienza diciendo que al principio Dios creo el cielo y la tierra. Dice también que Moisés no explicó la creación del mundo angélico porque su objeto principal era hablar del mundo sensible.

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En efecto el Cielo tuvo que haber sido creado primero y son varios los autores que interpretan que la separación de la luz de las tinieblas fue el apartar los ángeles rebeldes de los fieles (Gn 1,4). El Cielo es el lugar preparado por Dios para que todas sus creaturas pasemos la Eternidad junto a Él incluyendo el propio planeta y el universo entero purificados en el fin del mundo, pues lo material será glorificado como el cuerpo glorioso de Jesús.

El mundo angélico cada día se pone más de moda, pero lo paradójico es que la «angeología» está siendo explicitada por personas que nunca han consultado la doctrina de la Iglesia y le dan un carácter más próximo a lo esotérico que a lo religioso y moral. Ya estamos acostumbrándonos a ver en los periódicos personas que pontifican de manera asombrosa e inventan nuevos nombres y funciones de los ángeles sin ningún fundamento doctrinario dejando volar la imaginación y llegando a conclusiones sorprendentes pero desligadas de lo que hemos aprendido y conocido por enseñanza de la institución que más autoridad tiene para hablar de los ángeles: la Iglesia Católica.

Por ejemplo es de nuestra fe católica que hay ángeles buenos y ángeles malos, y estos últimos son un riesgo para quienes navegan por ese mundo con poca virtud y sin experiencia. Que Dios gobierna el mundo visible y los acontecimientos por medio de sus ángeles. Que lo que algunos llaman suerte, azar, casualidad, etc, es acción angélica por voluntad de Dios. Que mientras las mitologías paganas estaban llenas de seres monstruosos y fantásticos interviniendo en la vida de los hombres, la cultura judía y hoy día la cristiana, atribuyen los sucesos a la acción de los ángeles.

El libro de Daniel habla del enfrentamiento de persas y griegos mediante la intervención de los ángeles protectores de cada imperio. Y antes de la caída de Israel ante Babilonia, nos habla de una pugna de sus respectivos ángeles tutelares.

Roma se salvó inexplicablemente de ser arrasada por las tropas de Aníbal por causa de un famoso aguacero inesperado, inexplicable y fuertísimo que duró tres días haciendo imposible el paso de los artillados elefantes, que era la bestial sorpresa en las campiñas de Italia y tenía aterrados a los romanos, los cuales atribuyeron a sus propios hados esa lluvia.

Bonaparte -muy supersticioso- acostumbraba a delegar la estrategia de cierto tipo de importantes batallas a Generales que él llamaba «con suerte».

La expresión de que alguien «tiene ángel» fue muy común en los elegantes salones del siglo XIX de Paris y Madrid, de hecho en el mundo de las corridas de toros era frecuente hablar de toreros con o sin ángel.

Negar la existencia de los ángeles no solamente puede ser mala fe sino ignorancia lamentable que no admite otra explicación.

Por Antonio Borda

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(1) Cornelio A Lápide, (Bocholt, 18 de diciembre de 1567 – 12 de marzo de 1637), jesuita y exégeta flamenco. Reconocido comentarista de casi toda la Biblia.

(2)Mons. J.Gaume, Catecismo de Perseverancia, Paris 1871,Tomo I, Pag. 242 ss.

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