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La adoración eucarística, la devoción mariana y el amor al Papado

Redacción (Martes, 15-11-2016, Gaudium Press) Dentro de lo que podremos llamar renovación de la vida cristiana nada tiene la primordial importancia como las tres bases de devoción de todo católico: a la Eucaristía, a la Santísima Virgen y el amor al Papado. No llegaríamos a una auténtica renovación si las almas no viviesen animadas bajo el impulso de estos tres amores. Bien consideraba Plinio Corrêa de Oliveira que: «Cuando estas tres devociones florecen, tarde o temprano la Iglesia triunfa. Y, a contrario sensu, cuando ellas están en decadencia, tarde o temprano la civilización cristiana decae». Dedicaremos en este artículo, el primero de una serie de tres, a la Adoración Eucarística.

La Adoración Eucarística

La Iglesia, desde sus orígenes, ha adorado el Cuerpo de Cristo bajo las especies eucarísticas. «La Eucaristía, en efecto, es un Sacrificio y es también un Sacramento, y se distingue de los demás Sacramentos en que no sólo produce la gracia, sino que contiene de forma permanente al Autor mismo de la Gracia[1].

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Con el tiempo se han ido desarrollando piadosas y bellas formas de adoración. De las que inicialmente eran visitas al Señor reservado en el sagrario, nacen las bendiciones con el Santísimo Sacramento, las procesiones, llegando al momento álgido del establecimiento de la solemnidad de Corpus Christi por el Papa Urbano IV en el año 1264. Fueron naciendo también, las adoraciones por algunas horas, las llamadas 40 horas y de forma más maravillosa la Adoración Perpetua, iniciándose en monasterios y, en los días de hoy, desarrollándose en no pocas parroquias de todo el mundo. Ejercicios de piedad todos éstos que «contribuyeron de forma admirable a la Fe y a la Vida sobrenatural de la Iglesia militante en la tierra»[2].

La acción de presencia del Santísimo Sacramento es muy profunda y, al mismo tiempo, muy discreta. Habrá circunstancias en que, entrando en una iglesia o capilla, en medio de una aridez, podemos no sentir nada. En otros momentos, por el contrario, al entrar sentimos una tan singular y profunda presencia en que nos dice: «Estoy aquí». Es Jesús realmente presente, pero que no habla. Este sentirse envuelto por un ambiente religioso, este sentir la influencia bienhechora de la Sagrada Eucaristía presente en Cuerpo, Alma, Sangre y Divinidad en la Hostia Consagrada expuesta en Adoración, tiene un efecto en nuestras almas que no es de forma argumentativa. Sentimos, no apenas una realidad material, sino una realidad sobrenatural y religiosa. El silencio creado por la presencia del Santísimo Sacramento a nada se compara. Por ese motivo, la adoración debe ser «siempre privilegiando el silencio, en el cual escuchar interiormente al Señor vivo y presente en el Sacramento»[3]. Esta sensación no es una utopía, pues Dios está presente y al mismo tiempo, se siente Su presencia. Se crea una intimidad, como con ninguna otra situación o persona, con Nuestro Señor Jesucristo Sacramentado.

Siendo la Eucaristía la fuente y cumbre de la vida eclesial (LG, 11), el «memorial del Señor» (Lc 22, 19), se comprende la inseparable relación entre ella y toda la vida litúrgica de la Iglesia. «El nexo Cristo-Iglesia-Liturgia se realiza por medio de la Eucaristía que revela aquí su fuerza «pneumática»[4].

Esta afirmación está asentada en lo que nos enseña el Catecismo de la Iglesia, al explicar cómo – la calificada santa y divina Liturgia – encuentra «su centro y expresión más densa en la celebración de este sacramento», «en el Sacramento de los Sacramentos» (CIC, 1330): la Eucaristía.

En las primeras comunidades cristianas, la Eucaristía recibía adoración en el marco de una Misa o al recibir la Comunión. En el siglo XIII comienza la piadosa costumbre de la adoración fuera de la Santa Misa, la exposición del Santísimo Sacramento. El Concilio de Trento ratifica la legitimidad de la adoración eucarística, como costumbre siempre aceptada por la Iglesia Católica. Ya, en tiempos más cercanos a nosotros, tanto Pablo VI al decir: «estamos obligados, por obligación ciertamente suavísima, a honrar y adorar en la Hostia Santa que nuestros ojos ven»[5]; como Juan Pablo II que invitaba a: «plegarias personales ante el Santísimo, horas de adoración, exposiciones breves, prolongadas, anuales (las cuarenta horas), bendiciones eucarísticas, procesiones eucarísticas, congresos eucarísticos»[6]; y Benedicto XVI que incentivaba a que «el pueblo cristiano profundice en la relación entre el Misterio eucarístico, el acto litúrgico y el nuevo culto espiritual que se deriva de la Eucaristía como sacramento de la caridad»[7].

Ante el mundo secularizado que vivimos se hace indispensable incentivar la Adoración Eucarística. Pues «el culto a la Eucaristía fuera de la Misa, en sus diversas formas, pueden ser de gran provecho para nuestra vivencia de este Sacramento, y por tanto, para la vida cristiana en general»[8]. Precisan ser incentivados los momentos de oración, de contemplación, sea personal o comunitaria, ante el Santísimo Sacramento del Altar. La adoración a Jesús Sacramentado es una necesidad – no sólo una «obligación» – pues, si no se adora, es señal que no se cree que Cristo Jesús está presente ahí.

Admirables documentos del Magisterio fueron dedicados por los últimos Papas a la Eucaristía. En su encíclica Ecclesia de Eucharistía, Juan Pablo II da comienzo a explicitaciones maravillosas sobre cómo «la Iglesia vive de la Eucaristía» y que, «esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra la síntesis del núcleo del misterio de la Iglesia»[9]. Al llegar al tema del culto que se da a la misma fuera de la Misa, decía que es «de un valor inestimable en la vida de la Iglesia», por estar estrechamente unido a la celebración del Sacrificio Eucarístico. «Tesoro inestimable, no sólo su celebración sino también estar ante ella fuera de la misa; nos da la posibilidad de llegar al manantial mismo de la gracia»[10].

Dentro de este contexto, llama la atención la afirmación hecha por Benedicto XVI, en su Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis, sobre la «objeción difundida», en los tiempos en que la reforma litúrgica estaba en sus comienzos, «basada, en la observación de que el Pan eucarístico no habría sido dado para ser contemplado sino para ser comido»[11]. Esclarecía el Santo Padre Emérito que en los primeros pasos de la reforma «a veces no se percibió de manera suficientemente clara la relación intrínseca entre la santa Misa y la adoración del Santísimo Sacramento»[12]. Pareciera que no se comprendiese, por parte de algunos, que la adoración, fuera de la celebración Eucarística, es la prolongación de lo acontecido en la misma. Y más aún, en su homilía en la solemnidad de Corpus Christi del 2012, confirmaba que, por «una interpretación unilateral del concilio Vaticano II había penalizado esta dimensión, restringiendo en la práctica la Eucaristía al momento celebrativo»[13].

La adoración eucarística fortalece en los fieles la fe en la presencia real y verdadera de Jesucristo en la Eucaristía. La forma solemne de expresar esta fe está en ver a Jesús Sacramentado en la Hostia para adorarlo; pues «Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente, en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre, con su Alma y su Divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre»[14].

Vivimos momentos que podríamos calificar de desafío a Dios. Todo tipo de situaciones y problemas se acumulan en un mundo que multiplica sus maravillas en la ciencia y la técnica, pero que crece en iniquidad, arrastrando a los hombres al placer, al vicio, al pecado. Hay un silenciamiento con relación al persistente mal que se palpa diariamente. Los buenos se acobardan. «En el campo evangélico crecen juntamente la cizaña y el buen grano…a veces profundamente entrelazados, el mal y el bien, la injusticia y la justicia, la angustia y la esperanza»[15].

En esta realidad que parece arrastrarlo todo, vemos, al mismo tiempo, una creciente aspiración y necesidad de lo religioso, un nacer en el corazón de muchos – especialmente de aquellos que se aproximan a adorar a Jesús Sacramentado – el deseo de sufrir, enfrentar, contestar el mal existente, y proclamar nuestra fe Católica, Apostólica y Romana.

Se hace pues indispensable que haya verdaderas escuelas de oración, «donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el « arrebato del corazón»[16].

Por el P. Fernando Gioia, EP.

(Publicado originalmente en Laus Deo)

***

[1] PÍO XII. Mediator Dei, 163.

[2] PÍO XII. Mediator Dei, 166.

[3] BENEDICTO XVI. Ángelus. 10 de junio de 2012.

[4] FERRER GRESNECHE, Juan Miguel. Centralidad eclesial de la celebración litúrgica, p.174. Grafite, 2004.

[5] PABLO VI. Credo del pueblo de Dios, 26.

[6] JUAN PABLO II. Dominicae Cenae, 3.

[7] BENEDICTO XVI. Sacramentum Caritatis, 5.

[8] ALDAZÁBAL, José. Claves para la Eucaristía, p. 93.

[9] JUAN PABLO II. Ecclesia de Eucharistia, 1.

[10] JUAN PABLO II. Ecclesia de Eucharistia, 25.

[11] BENEDICTO XVI. Sacramentum Caritatis, 66.

[12] BENEDICTO XVI. Sacramentum Caritatis, 66.

[13] BENEDICTO XVI. Homilía Solemnidad de Corpus Christi, 7-6-2012.

[14] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA. Compendio, 282.

[15] JUAN PABLO II. Christifideles Laici, 3.

[16] JUAN PABLO II. Christifideles Laici, 33

 

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