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Conmociones en la Iglesia, en el cisma de Aviñón

Redacción (Lunes, 02-01-2017, Gaudium Press) En nota anterior hablamos de los antecedentes del cisma de Aviñón y del profético papel de dos santas, Santa Brígida de Suecia y Santa Catalina de Siena, intentando evitar grandes males. Hoy recordaremos las principales convulsiones derivadas de ese Cisma.

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Santa Catalina de Siena

La confusión es la primera y tal vez la principal. Apoyando al Papa Urbano VI se encontraban dos luminarias como Santa Catalina de Siena y Santa Catalina de Suecia, hija de Santa Brígida. Y «adictos a la obediencia francesa», es decir a los antipapas que surgen del cisma (1), se hallaban un San Vicente Ferrer y un beato Pedro de Luxemburgo. No era clara para todos los católicos de entonces, la validez de la elección de Urbano VI.

Si bien, la gran mayoría de naciones rechazó la obediencia al antipapa Clemente VII «la contrariedad de pareceres se hace notar, más o menos, en todos los escritos de aquel tiempo, y personas sinceras declaraban después públicamente, que no sabían cuál de los dos papas había sido el legítimo».

La situación de la cristiandad se tornó terrible. «No había sólo dos Colegios cardenalicios, sino que, en muchas diócesis, se veía pelear con las armas a dos obispos sobre la sede episcopal, a dos abades acerca de una abadía, a dos párrocos a cerca de una parroquia. Un reino se levantaba contra otro -escribe el Abad Ludolfo de Sagán- una provincia contra otra; los eclesiásticos, los letrados, las familias se dividían entre sí; producíase una casi ilimitada confusión. ¡No es, pues, de maravillar, que la religión cristiana se convirtiera en objeto de escarnio para los mahometanos y judíos!»

La debilidad de la Iglesia la hacía mucho más influenciable por el poder civil, ocasionando con esto un mayor daño a su prestigio, una dependencia como no había existido en ninguna época histórica según el parecer de Von Pastor. Cada monarca escogía al Papa que le pareciera, muchas veces a aquel que mejor secundara sus intereses políticos, en lo que principalmente se destacó sumiso el antipapa Clemente VII.

En algunos lugares se dejaron de celebrar eucaristías.

«La contienda entre ambos partidos se llevaba al cabo con saña sin igual; mientras los partidarios del papa romano menospreciaban las misas de los ‘clementinos’, éstos tenían por sacrilegio las misas de los ‘urbanistas’; estas luchas produjeron con frecuencia la completa suspensión del culto divino». Decía Santa Catalina de Siena que «el exceso del mal se desplomó sobre la Iglesia». Antes del cisma, el mal ejemplo de un importante sector del alto clero había creado una situación de secularización del conjunto clerical que requería de profundas reformas para recuperar el fervor. El cisma también obstaculizaba esta necesaria reforma.

Se multipllican las herejías; aparecen los pseudo-profetas

También abundaron entonces los videntes, los pseudo profetas y profetizas, aumentando el caos. «La dificultad de descifrar cuál fuera el verdadero Papa, y el apretamiento de corazón y la angustia de las conciencias que se originaba de ello en personas de índole melancólica, por efecto del estado caótico de las cosas eclesiásticas, hacía que el número de los visionarios y de los profetas se multiplicara de una manera sorprendente». «En aquella época espantosamente agitada, estos profetas, todos lo cuales se presentan con atrevida seguridad, hallaron tanto más fácil cabida, cuanto la gran mayoría de su contemporáneos eran menos maliciosos y capaces para la crítica».

En una cristiandad desgarrada, las herejías se multiplican. «La crisis que sufrió la Iglesia en aquel horroroso período, fue la mayor que recuerda su Historia; pues, al mismo tiempo que todas las cosas eran precipitadas en la más extrema confusión por los dos papas que se combatían con saña mortal; cuando las gracias y rentas eclesiásticas servían sólo para premiar a los partidarios de cada uno, y el aseglaramiento alcanzaba en todas partes su punto culminante: en Inglaterra, en Francia, en Italia, en Alemania, y especialmente en Bohemia, surgían agitaciones heréticas, contra las cuales peleaba con escaso éxito la Inquisición, en gran manera debilitada por efecto del cisma. Todo el orden eclesiástico se hallaba amenazado por doctrinas erróneas; y ninguna cosa era más natural que esto; pues, cuanto más se retrasaba la reforma eclesiástica, tanto se hacía más profunda y poderosa la que no procedía de la Iglesia; y cuanto más altas eran las esferas que necesitaban de la primera, pero la resistían; tanto más hondamente penetraba la segunda en la vida del pueblo». Valdenses, los apocalípticos, y demás, desembocan en una de las peores doctrinas aparecidas hasta el momento, la de Juan de Wiclef, precursor del protestantismo. A Wiclef le sucede su legítimo discípulo Juan Hus -sin duda precursor del comunismo- en Praga, desde donde se esparce el cáncer de la herejía por Europa central y luego por todo el mundo cristiano.

Sucede a Urbano VI Bonifacio IX, un hombre joven, prudente, elocuente, de puras costumbres. Consiguió con esa prudencia, obtener recursos económicos para luchar contra la expansión del partido francés, hizo reconocerse como señor de Roma, sometiendo a muchos señores feudales rebeldes. Entretanto Bonifacio no fue santo, y esto se hizo ver en su nepotismo, en sus métodos a veces no tan ‘sanctos’ para obtener dinero lo que particularmente lo desprestigió y en su verdadero poco interés por restaurar la unidad de la Iglesia. También durante el pontificado de Bonifacio IX se introdujo el humanismo en la corte papal. A Bonifacio IX lo sucede el corto pontificado de Inocencio VII, y luego viene el de Gregorio XII, quien renuncia al pontificado para buscar la unidad; sería el último Papa en tiempos de cisma, pues le sucedería Martín V ya aceptado por toda la cristiandad, en perjuicio del antipapa Benedicto XIII, Pedro de Luna -quien moriría declarado no solo cismático sino hereje en Peñíscola- de su sucesor sin trascendencia, el antipapa Clemente VIII, y del antipapa de Pisa, Juan XXIII.

Catastrófico fue este período de medio siglo, pero la evidencia de que Dios seguía velando por su Iglesia nunca desapareció de las almas fieles, de la cual es digno ejemplo Santa Catalina de Siena quien escribía, en medio a las más terribles convulsiones: «Vi cómo la Esposa de Cristo derramaba la vida, porque tiene en sí tanta fuerza vital, que ninguno puede matarla, yo vi que ella difundía la fuerza y la luz, y que ninguno podría enervarla ni obscurecerla; y vi que sus frutos no menguan nunca, sino crecen siempre».

Por Saúl Castiblanco

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[1] Todas las citas de este artículo están tomadas de la Historia de los Papas, de Ludovico Pastor. Volumen I. Traducción de la Cuarta versión alemana. Editor Gustavo Gili. Barcelona. 1910

 

 

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