jueves, 28 de marzo de 2024
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Fidelidad a la Vocación

Redacción (Lunes, 05-01-2017, Gaudium Press) En el clásico poema, ¿Que tengo yo que mi amistad procuras?, el gran Lope de Vega con su arte singular, cargado de piedad y genialidad, en medio a tocantes versos nos hace meditar con un enfoque especial sobre que es, como se da y la importancia del llamado de Dios en nuestras vidas:

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?

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Meditamos en un Dios que llama a la puerta de nuestro corazón, dulce, insistente y pacientemente, porque desea ser nuestro amigo, y que encontrándose ante corazones de piedra, apegados a lo efímero, sin capacidad de transcender y encontrarse con su Señor, recibe nuestro frío rechazo…

Es el invierno del alma que una y otra vez se cierra a la Vocación.

Vocación es una palabra que tiene su origen en el verbo Latino «Vocare» que significa llamado.

Hay un llamado de Dios común a todos los hombres, la santidad. Pero también Dios llama a cada ser humano a una vocación particular e insustituible. Cada uno de nosotros debe reflejar la luz del Creador de una forma única, específica, y darle gloria a Él, como nadie más podrá hacerlo.

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
se
có las llagas de tus plantas puras!

Realmente es un extraño desvarío, y me atrevería a decir más que eso, completa locura, hacernos los sordos al llamado de Dios.

Esa sordera es la falsa idea de que haciendo nuestra voluntad, obtendremos la verdadera satisfacción en la Vida, una supuesta «felicidad» que si analizamos con profundidad nace del egoísmo o del mero capricho. Y engañados por nuestra concupiscencia y agentes externos que buscan nuestra perdición, bajamos como verdaderos locos, suicidas rumbo al matadero, gritando que somos libres, cuando en realidad nos hicimos repugnantes esclavos de nuestras pasiones y del padre de la mentira.

Que diferente sería si en vez de preguntarnos: ¿Qué quiero hacer yo con mi vida? nos preguntásemos ¿Qué quiere Dios de mi vida?…

En hacer la voluntad de Dios, buscando primero alcanzar la santidad, encontraríamos la verdadera felicidad. El camino se abriría amplio ante nuestros ojos. Lo que antes parecía ser la finalidad de nuestros vida, oscuros y confusos matorrales en el pantano del materialismo, la idolatría al dinero, al estudio, al trabajo, a las relaciones humanas, etc… que no nos permitían avanzar ni discernir la meta, desaparecen y se nos abre el paso rumbo a la cima de la perfección espiritual. Somos capaces de contemplar la gloriosa cumbre de la montaña de la radicalidad y de la entrega total a Dios.

El ascenso será difícil, será nuestra cruz, pero en cuanto subimos nos animará el contemplar magníficos panoramas, que nunca imaginamos que existieran, y la summa consolación de estar cada vez más cerca del Creador.

Como decía el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira: «La vocación para la mediocridad no existe, pues todos nacieron para ir al cielo.»

Ese cielo que solo alcanzan los que supieron: «Ser alpinistas de sí mismos, y con una santa intransigencia contra el mal y contra sus propios defectos, llegan a la meta». La santidad que necesitamos para llegar a esa cúspide es ese llamado universal al más sublime heroísmo.

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Y finaliza el maestro Lope:

¡Cuántas veces el ángel me decía:
«Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía»!
¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!

No caigamos más en ese error, escuchemos hoy la voz de aquél que con tanto amor nos llama. Seamos fieles a nuestra vocación de hijos de Dios. ¡Que tontos seremos si no le abrimos! ¡¡Cuanto, cuanto, perderemos!! ¡Y cuán merecedores nos haremos del castigo eterno!

Aprendamos a escuchar también la voz de nuestro ángel de la guarda y de tantos que Dios pone en nuestro camino para indicarnos el camino hacia Él.

Si sentimos no tener las fuerzas necesarias, pues es mucha nuestra miseria y debilidad, recurramos con confianza Nuestra Madre del Cielo. Ella abrirá la puerta por nosotros y nos llevará de la mano a su Divino Hijo.

«He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo.» (Apocalipsis 3:20)

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¿Y cual será nuestra recompensa al alcanzar la cima?

El Señor nos dice: «Yo mismo seré tu recompensa, demasiadamente grande».

Por Santiago Vieto

 

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