jueves, 28 de marzo de 2024
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El coloso San Pablo, un día Dios lo cegó, y lo atrajo a sí

“Combatí el buen combate, terminé mi carrera, guardé la fe”: no podría haber mejor resumen, de la vida del gran Saulo de Tarso.

San Pablo 2

Redacción (25/01/2021 08:36, Gaudium Press) Hoy la Iglesia conmemora la conversión del gran San Pablo, columna de la Iglesia, aquel que fue especialmente instruido por el Señor durante 3 años.

Normalmente es bien conocida la historia del Apóstol: instruido por Gamaliel en la doctrina rabínica, ciudadano romano, hijo de judíos ubicados en la Cilicia, el haber nacido en Tarso hizo que le fuera fácil adquirir una visión universal, pues allí confluían las tradiciones griegas, romanas y de las naciones más diversas que ahí depositaban o recogían su comercio. Su lugar de nacimiento preparaba la visión universal del Apóstol de las Gentes.

Saulo, el nombre de pila de Pablo, era un apasionado, probablemente de temperamento colérico, pero un hombre que buscaba la verdad y que la defendía con ardor cuando creía poseerla. Esta actitud lleva al joven fariseo convencido a perseguir a la ‘secta’ cristiana, incluso a ser partícipe de la muerte del protomártir, San Esteban.

La caída, en el camino de Damasco

Tras la muerte de San Esteban, su furia anti-cristiana sigue en aumento.

Entraba en las casas de los cristianos, los sacaba a la fuerza, los llevaba a prisión, los obligaba a blasfemar contra Cristo. No contento de perseguir a los cristianos de Jerusalén, obtiene cartas de la sinagoga para continuar su persecución ahora contra los de Damasco. Pero en el camino de Damasco, ocurre el hecho que cambiaría su vida…

En la estrada camino, una luz fulgurante del Cielo lo envuelve, lo derriba del caballo. A diferencia de Juliano el Apóstata, rápidamente se declara vencido y dice: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?”. Y ahí, comienza el camino de su conversión. Su pasado lo llevaría siempre a la humildad, sus dones siempre los atribuiría a la gracia de Dios: “Jesucristo vino a este mundo para salvar los pecadores, de los cuáles yo soy el primero. Si encontré misericordia, fue para que en mí primero Jesucristo manifestase toda su magnanimidad y yo sirviese de ejemplo para todos los que, en el futuro, en Él creyeran, para la vida eterna” (I Tim 1, 15-16).

Y entonces, con la misma pasión con que persiguió a los cristianos, se hizo heraldo de Jesucristo y propagador de su Iglesia.

Recorrió buena parte del mundo civilizado de entonces, sembrando de forma fructífera la semilla del Reino de Dios. Fue muy perseguido por el demonio en sus lides apostólicas, pero él las enfrentaba con la fuerza de Jesús, y salía triunfante.

Siendo harto conocedor de la doctrina farisaica, sabía de sus desvíos y de como este grupo bajo el ropaje del cumplimiento exterior de la ley, obviaba la verdadera conversión a Dios, la pureza del corazón que se debe unir al Creador. Esa fue una de sus muchas luchas, la de mostrar a los judíos y al mundo que la santidad se encontraba en el amor a Dios, y no meramente en la práctica exterior de la ley.

Su celo por la salvación de las almas lo llevó a enfrentar incluso al propio Pedro, que quería mantener ciertas costumbres judías no esenciales, que eran innecesariamente gravosas y peligrosas para los conversos. En ese hecho pinacular de la historia de San Pablo, éste demostró celo y San Pedro, el Papa, insigne humildad, como decía Plinio Corrêa de Oliveira.

No solamente fue haciendo nacer la fe en muchas comunidades allende Palestina, sino que con el cuidado que tiene una madre por sus débiles niños, seguía con atención el crecer de cada comunidad nueva, los advertía, los animaba, los reprendía, oraba por ellos, se comunicaba con ellos.

La gran Roma, la de Cicerón, de rodillas ante el coloso cristiano

Miremos lo que dice Bossuet de este coloso:

“Este hombre, ignorante en el arte del bien hablar, de locución ruda y de acento extranjero, llegará a la esmerada Grecia, madre de filósofos y oradores, y, a pesar de la resistencia mundana, fundará más iglesias de lo que Platón tuvo discípulos. Predicará a Jesús en Atenas, y el más sabio de los oradores pasará del Areópago para la escuela de este bárbaro. Continuará más adelante en sus conquistas, y abatirá a los pies del Señor la majestad de las águilas romanas en la persona de un pro-cónsul, y hará temblar en sus tribunales los jueces delante de los cuales fuera citado. Roma oirá su voz, y un día aquella vieja maestra se sentirá más honrada con una sola carta del estilo bárbaro de San Pablo, dirigida a sus ciudadanos, de que por todas las famosas arengas que en días antiguos escuchara de Cicerón…”

Pero este coloso, que por amor a Jesucristo recibió azotes en cinco ocasiones, que tres veces fue flagelado con varas, que una vez fue apedreado, que en sus viajes apostólicos naufragó tres veces, que se enfrentó a todos los peligros y de ellos triunfó, imitó a Cristo también en el martirio.

Hecho prisionero y llevado a Roma, fue condenado a muerte, y por ser ciudadano romano no recibiría la muerte de cruz sino la decapitación.

Trasladado por la Via Ostiense y luego por la Via Laurentina, llega al lugar de su ejecución, el valle de la Aquae Salviae. Su cabeza caía del limpio y mortal golpe de la espada, la espada se teñía de su sublime sangre que harto ya había sido derramada, y según piadosa tradición, en los tres sitios donde saltó su cabeza surgieron tres fuentes, símbolo de lo fructífero que avante los siglos sería el apostolado realizado.

“Combatí el buen combate, terminé mi carrera, guardé la fe. Me resta ahora recibir la corona de la justicia, que el Señor, justo juez, me dará en aquel día…”, escribía el propio San Pablo. No podría existir mejor epitafio para tan grande vida.

Solo nos resta agradecer a Dios por el gran San Pablo.

Con información de Arautos.org

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