sábado, 20 de abril de 2024
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Parábola del niño rico re-encausado

La historia de Andrés Santamaría y Ricardo Santisteban, con inesperado final feliz.

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Foto: Jay Wennington en Unplash

Redacción (09/03/2023 09:41, Gaudium Press) Algunos lectores, demasiado amables ellos –‘tan queridos’ se dice en mi tierra– me conminaron que ya lanzado el verbo este no se podía retener, y han obligado bajo pena de multa pecuniaria o en especie a dar a conocer que pasó con los amigos Andrés Santamaría y Ricardo Santisteban, tras su graduación de abogados en la Universidad San Francisco Xavier, hechos narrados hace unos días en la “Parábola del niño rico en la Universidad”.

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Con gusto atendemos la curiosidad de estas gentiles y cohercitivas amistades, movido entre otras cosas porque la historia tiene sus ilustrativos meandros, sus espirales recovecos y sobre todo sus buenas lecciones para todos, además de un final inesperado.

(Aviso: Basados pues en hechos que pudieron haber ocurrido, con adaptaciones y sobre todo no pocas creaciones – por lo que cualquier parecido con persona o hecho real es solo una pura coincidencia – vamos adelante).

***

Andrés, como ya estaba previsto por sus astutos y negociantes progenitores, entró a trabajar a la empresa familiar, Santamaría Comercial Ltd., a la par que inició un MBA con énfasis en derecho de la empresa, en la reputada escuela de economía y negocios de su alma mater. A su turno Ricardo inició labores en el bufete De Castro y Asociados, además de cursar una especialización en derecho comercial, en la misma universidad, compartiendo algunas materias en común con su amigo de siempre.

Ya con el no poco dinero que ganaba, Andrés aprovechó también para profundizar en sus conocimientos de la repetida juerga viernesina y sabatina, además de continuar su ‘doctorado’ en conquistas fáciles y rompimientos aún más rápidos, al tiempo que adquiría experiencias internacionales en todos esos campos, habida cuenta de los viajes que realizaba en representación de la empresa, que comerciaba con China y de ahí al mundo entero.

Empero llegó un tiempo en que Andrés comenzó a sentirse no tan bien (de hecho, tras los excesos experimentaba el característico vacío que venía de lo más escondido y profundo de sus entrañas). La seguridad que siempre había mostrado venía siendo carcomida, a veces lo abandonaba cuando más la necesitaba y era reemplazada por angustias cada vez menos fugaces y de un tipo diferente y similar a las existenciales, aunque pasajeras. Empezó también a no conciliar rápido el sueño, a dormir poco y mal; algunos fáciles acuerdos de negocios comenzaron a fallar.

– Bien, es la vida, se decía para sus adentros. Ánimo, que el poder está dentro de ti (hablaba el libro de auto-ayuda, que un día se le ocurrió comprar), en la lucha se aprende, es coger cancha, esto pasará.

Pero no todo era malo.

En una de sus correrías había conocido a una chica, en la que – algo no ocurrido así antes – no dejaba de pensar a toda hora, a todo momento, a todo minuto.

– Debes conocer a Patricia, Richie; creo que por fin me han cazado, tal vez la primera en mi vida. Es más que química, yo no creía que podía existir algo así, como la media naranja, o mandarina o toronja, pero es así.

– ¿Proyecto de modelo en fundición, ejecutiva coqueta y hueca en ascensión, o fina y misteriosa aprendiz de artes encantadoras en promoción? Tu catálogo amplio, variado, y renovado, cambiante como las horas del día o la dirección del viento…, respondía con ironía Ricardo.

– No seas tonto. Ya me conoces, mi recorrido, y sabes que no me dejo encandilar por unos bellos ojos. Ella es especial. Tiene algo a más que aún no sé definir. La debes conocer.

– A vuestra merced y pies, señor conquistador conquistado. Pero ya sabes, aunque la providencia divina me negó tus playboyes dotes seductores, sí me dio el obsequio de una lengua mordaz que busca ser veraz. Si tú me la presentas, te diré después exactamente lo que pienso de ella, con pelos y señales, eso sí, con sinceridad. Favores que solo se prestan a los verdaderos amigos.

– No se diga más; que la diosa fortuna empobrezca al que a la cita no acuda. Ella viene de Miami la próxima semana. Reservo ahora mismo la mejor mesa en Le Boulevard, para ti, para mí. Ahh, y, pues, tocará, también para tu simplecita y monjita noviecita Claudia la blanca y pura, todos junto a mi adorada Patrice… solo deseo que su enigmático resplandor no suscite las envidias, los celos y el escozor de tu blanca dulcinea.

De hecho, Andrés no simpatizaba con Claudia Sotomonte, algo más bien como un incómodo temor disfrazado de ironía y antipatía.

Claudia había cursado estudios en la misma universidad que los dos amigos, pero era de un año anterior.

De una familia tradicional de la ciudad, aquellas cuyos apellidos aparecían en hechos narrados en los libros de la Historia nacional, había vivido la condición de pobre vergonzante después de unos infelices negocios tempranos de su papá. Claudia debió estudiar en escuela pública, donde padeció los celos y pesadas bromas de otras chicas envidiosas de su clase y finura, pero esa dura experiencia le había agudizado sentidos y astucia, y ahora con Ricardo, a quien pronto había medido y valorado en su integridad, pensaba en formar una familia, sí, de principios cristianos, aunque les duela. De belleza sobria y elegante, ni en ese punto había un lado flaco que Andrés pudiera enrostrar a Richie. El gran miedo de Andrés era a la por veces puntiaguda y afilada lengua, herencia genética y educativa de su tío-abuelo, el afamado y solterón filósofo don Nicolás Sotomonte, experto entre otras en las artes de los aforismos griegos, romanos y arameos, a quien ella acostumbraba visitar en placenteras tardes una vez por semana, desde los tiempos ya idos en que jugaba con las casitas y las muñecas. Andrés sabía por propia experiencia que la elegante, ‘mojigata’ y culta Claudia, cuando pinchada podía luego picar como la cascabel siseante y enroscada, y por eso en su presencia mantenía las distancias y la corrección política que el instinto de supervivencia le imponía. Por lo demás, Claudia correspondía con discreción y frío y disimulado menosprecio a los malos afectos de Andrés.

Pasó poco tiempo después de formulada, que Andrés ya estaba arrepentido de haber hecho esa invitación…

– Pero, ¿qué estupidez…?, empezó a repetirse interiormente. ¿Claudia y Patty en la misma mesa? Algo así como sumar nueces verdes con mandioca (cianuro), juntar el ácido nítrico con el tolueno (dinamita); más saludable es la piña en el dulce de leche.

No obstante ya no había vuelta atrás: apenas ideada la ocurrencia, los dos amigos habían cursado sendas invitaciones vía la inmediatez del whatsapp, las cuáles había sido respondidas sendamente a la velocidad de la centella, de forma afirmativa y curiosa por cada proyecto de consorte, como el torero que hace pases preparatorios al semoviente, como el domador que a lo lejos ya va frenteando decidido a la bestia. Alea jacta est… la suerte estaba echada. Ni Julio César se había atrevido a tanto cuando contempló el Rubicón.

Efectivamente, los días de la semana pasaron por el espíritu de Andrés Santamaría a galope de caballo, con cierta angustia y nerviosismo. Sea del caso decirlo, en la mente de Ricardo Santisteban había también una no feliz expectación.

Le Boulevard, restaurante por varios años en el top de la guide Michelin del periódico local, era el sueño realizado de un migrante francés que un día loco se aventó a hacer Las Américas, pero que cuando quiso asentarse en una populosa megalópolis del sur, se dio cuenta de cuanto era que amaba a su dulce y bella Francia, por lo que quiso construir en medio de esta ‘selva’ un pedacito del Trianon con sabor a Chantilly. Quien entraba en Le Boulevard se sentía transportado no a Francia sino a Versalles, con su amoblado de oro o plata Luis XV, las lámparas de gotas y facetas de cristal, por velas iluminadas; y los bucólicos gobelinos, con escenas de marquesas y marqueses en los terraplenes del Loire, o el coto de caza y perros del orgulloso Francisco I, erguido en su azabache casi alado teniendo de fondo a lo lejos el inconfundible castillo más lindo del mundo, el magnífico Chambord. El francés decía que ese gobelino había sido fabricado en la Manufacture Royale de Gobelins de París, vaya a ver si era cierto, pero era muy bello. Si los meseros estuvieran coronados de empolvada peluca gris y envueltos en roja librea de dorados botones, tal vez hubiese sido demasiado exagerado, pero no mucho.

Y ahí, en la mesa ‘Madame de Montespan’, la exclusiva del amplio balcón que daba al patio interior, una semana después de lanzado el guantelete, se daría un difícil encuentro entre ángeles enemistados desde los lejanos inicios de los tiempos.

La cena fue más que corta, a todos incluso había sentado mal.

Claudia y Patricia, sentadas una frente a otra, pero con miradas oblicuas. Ricardo y Andrés, en un papel que normalmente ellos no representaban, debiendo poner los temas e intentado animar la conversa, mientras que las frías ambas damas respondían casi siempre con monosílabos, o sonrisas amarillas, fingidas, secas, cortantes.

– Hoy sí te pasaste mujer, reclamó Ricardo a Claudia después, mientras la llevaba a casa. Ni disimular un poquito pudiste. Ya sé que Andrés es para ti menos saludable que un cólico, pero las formas siempre hay que cuidarlas señora abogada; además fue él quien invitó…

– No fue uno sino dos prolongados cólicos, exactamente. Eso lo que sentí cuando vi a esa mujer. Recordé cuando aún era niña y probé el pescado de la nueva Tomasa, a quien finalmente hubo que despedir. Por primera vez desde que lo conozco, estoy sintiendo hasta compasión de Andrés… Mira que hasta voy a rezar por él.

– Mujeres, mujeres, siempre tan solidarias unas con las otras, replicó el novio. Siempre contemplándose solo en sus cualidades, admirándose y apoyándose entre ellas. En fin, la misión ya fue cumplida.

Por su parte Andrés no se atrevió a hacerle ningún reclamo a Patty; sí había quedado extrañado con su inhabitual frialdad, ella, a quien había visto desempeñarse más que correctamente, con perfección locuaz, encanto y sutil acomodo, en los más variados ambientes y con los más variados tipos de personas. En fin, descansaba también Andrés, pues el Rubicón había sido cruzado sin mayor sobresalto, o al menos eso creía él. Al día siguiente regresaba Patricia a la Florida, y en un mes él iría a visitarla.

Pero ocurrió que una semana después, una noche en que se sentía especialmente indispuesto y no podía conciliar el sueño, recibió una llamada de su tía Carmen, que lo quería más que al hijo que nunca tuvo de sus entrañas; la tía Carmen que era tan amorosa y en cuya casa de provincia se sentía tan acogido y a sus anchas.

– ¿Andrés donde estás? Necesito que vengas mañana mismo aquí a la casa, pues tengo algo muy importante qué decirte.

– ¿¡Mañana!?

– Sí, tomas el vuelo de las 6 y 30, que yo te estaré esperado en el aeropuerto.

– ¿Pero qué ha ocurrido?

– No te preocupes; te espero mañana aquí. Resérvame solo dos horas en la mañana, que al mediodía ya puedes regresar a la capital. Y colgó.

Menos aún pudo dormir Andrés; solo cabecear, hasta que rápidamente sonó el despertador, anunciándole el inicio de su viaje.

La tía Carmen, profesora pensionada, era para él el cielo, era tanto como otra madre, ser de luz y de bondad. Pero ese día, al encontrar su rostro a la salida de aeropuerto tenía ella la expresión adusta, seria, que matizaba con los habituales gestos de cariño y amor hacia Andrés, pero con nota de preocupación.

– ¿Me vas a decir qué pasa? Casi no pude dormir…

– Vamos a casa que allá te espera el desayuno con bacon, jugo, huevos y tostadas que siempre te encanta. Pero después de comer, harás exactamente lo que yo te diga, que sabes que todo lo que pienso y quiero es por tu bien.

– Si querías tranquilizarme, has logrado lo contrario.

La sincera sonrisa de Juana, la eterna y bondadosa empleada que abrió la puerta, le hizo rememorar las felices y tranquilas estadías en casa de tía Carmen, a quien hace rato no visitaba.

– Niño Andrés, qué alegría verlo, pase.

– Juana, ¿cómo est…

Su expresión se cortó cuando sentado en la sala, percibió de espaldas a un hombre ya entrado en años vestido de negro, que cuando se levantó reveló el cuello blanco que caracteriza a los sacerdotes de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

– Andrés, este es el Padre Efraín, amigo de esta casa de toda la vida. Creo que algún día te hablé de él…

– Padre…

– Andrés, gusto en conocerte, no sabes cuanto Carmen habla de ti.

– Imagino.

El desayuno fue corto, formal, tras el cual pasaron a un costado de la sala.

– Andrés, yo sé que tu no crees en estas cosas, pero ¿qué puede pasar? Nada. Simplemente haznos caso en esto que te vamos a pedir, será muy rápido, dijo Carmen, mientras Juana traía dos huevos en un plato.

Entonces, sin mucho preámbulo, el sacerdote le pide a Andrés que tome el primero y lo estrelle contra el piso.

– ¿Qué…? Mira tía, es de eso que viven estos curas, de embaucar a almas cándidas y buenas como tú.

– Andrés, hazlo, dijo perentoria Carmen.

– ¿Y tu sala?

– Andrés, hazlo.

Cual sería la sorpresa del incrédulo sobrino, cuando de dentro de la cáscara salió no la brillante yema amarilla con su clara, sino una masa parduzca, maloliente.

– Un simple huevo podrido para aromatizar tu casa, tía. ¿Algo más ahora? ¿Salto en una pata?

– Andrés, toma el otro huevo y también lánzalo, le dijo el sacerdote.

– No más, padrecito; menuda idea la que tuviste haciéndome venir hasta aquí tía Carmen…

– Andrés, hazlo, le dijo firmemente Carmen. Será lo último que te pido.

Andrés tomó el segundo huevo y lo estrelló contra el piso al lado del primero. Entonces ya no pudo ocultar su horror.

De dentro había salido no una masa parda sino negra, completamente negra, que se le hacía con vida. El olor nauseabundo que de ella se desprendió inundó toda la morada.

– Andrés, te están haciendo brujería. Una mujer con la que tienes relación, dijo tajante el P. Efraín al estupefacto Andrés. Si me permites, oraremos ahora por ti, pero lo que yo te recomiendo es que llames a unos padres amigos míos en la capital y los lleves a tu casa. Ellos te liberarán.

Andrés había quedado sin palabras, como un zombie. Sin saber cómo, había pasado fulminantemente de incrédulo a creyente, había entendido que todo era cierto, sabía interiormente incluso, cómo y cuando había comenzado todo, sus obsesiones con la ‘amada’, sus desatinos, su incomprensible falta de pericia en cosas fáciles.

Esta historia ya va larga; la resumiremos, rumbo a su final, más bien feliz.

Efectivamente, cuando regresó a su apartamento en la capital llamó al teléfono del P. Francisco, un cura para su sorpresa joven, decidido y amable, que llegó hasta su casa al día siguiente de su regreso. Iba acompañado del P. Esteban, en quien brillaban las virtudes de la pureza y la discreción, siempre acompañadas de una cándida sonrisa.

No fue sino que ellos atravesaran la puerta, que comenzaron unos ruidos extraños, de graves, inentendibles y oscuras voces; los cuadros inexplicablemente se empezaron a mover, especialmente el óleo que Patty le había regalado dibujando una escena de un festival de Halloween en un suburbio de Los Ángeles.

Para terminar de armar el cuadro, los teléfonos empezaron a repicar, primero el fijo de la casa, luego el de su móvil. Sí, era Patty.

– No respondas Andrés, le dijo firme el P. Francisco, quien dio inicio entonces a sus oraciones de liberación. Pero antes…

– Padre Esteban, conteste el teléfono allá, ordenó el sacerdote a su hermano de vocación.

– ¿Quién es usted? ¿Dónde está Andrés? ¡Páseme ya a Andrés!!: los furibundos gritos de Patricia se alcanzaban a escuchar desde el auricular. El Padre Esteban, calmo y sin abandonar su discreta sonrisa, comenzó a entonar el exorcismo breve: “San Miguel Arcángel, defiéndenos en el combate, sé nuestro amparo contra las acechanzas del demonio…”

Sí, se realizó un exorcismo. Los sacerdotes le pidieron a Andrés que en el patio de ropas quemara ya su almohada, que en el proceso desprendió un extraño y característico humo negro. Habían otros ‘regalos’, que le ordenaron botar. Y lo instaron a confesarse al día siguiente.

Hoy Andrés, está cada vez más amigo de Ricardo y hasta muy amigo de Claudia; incluso está yendo a su grupo de oración semanal. Va a misa. Pero esto lo contaremos en futura entrega, si es del caso.

Moraleja: Cuidado con lo que comes, o con quien lo comes… Es mejor comer el pan de los hijos, en la Casa del Señor. No solo debes tener un médico de cabecera; también un buen cura de cabecera.

Por Saúl Castiblanco

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