miércoles, 24 de abril de 2024
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La Samaritana: Un Dios que quiere un alma, una mujer que se abre a la gracia de Dios

El encuentro con una mujer pobre de Samaria prefigura el amor de Jesús por todos nosotros. Cansado por el calor del camino, el Redentor necesita agua. Pero su sed de convertir esa alma es incomparablemente mayor.

Jesus e a Samaritana

Redacción (13/03/2023 07:31, Gaudium Press) El episodio del encuentro de Nuestro Señor con la samaritana revela una hermosa enseñanza, en este 3er domingo de Cuaresma, sobre la disposición que debe tener el alma para convertirse a Dios.

“En aquel tiempo, Jesús llegó a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca de la tierra que Jacob le había dado a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Cansado del camino, Jesús se sentó junto al pozo” (Jn 4, 5-6).

El libro del Génesis nos habla de unos pozos que Isaac mandó cavar (cf. Gn 26, 18-32). Acostumbrados hoy al agua ‘entubada’, no tenemos idea de la importancia fundamental que tenía una fuente, o un pozo, en el Oriente de aquella época. En aquellas tierras, el calor del verano es abrasador. La gente trataba de caminar fuera de las horas de sol para evitar el agotamiento. En este pasaje del Evangelio vemos a Jesús comportándose, en su humanidad, como cualquier persona que siente la amargura del calor de esta estación del año.

Vino una mujer de Samaria a sacar agua. Jesús le dijo: “Dame de beber” (Jn 4, 7).

San Juan, que escribió su Evangelio para resaltar la sustancia divina del Salvador, en este pasaje demuestra su compromiso de informar su lado humano. Uno de los Padres de la Iglesia que, con vuelo de águila, trató bellamente el tema fue San Agustín: “No en vano Jesús se fatiga, la fortaleza de Dios no se fatiga sin causa, no se fatiga sin causa Aquel por quien los fatigados retoman las fuerzas. No en vano se fatiga Aquel cuya ausencia nos cansa y cuya presencia nos consuela.” [1]

Y dice además:

Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide: ‘Dame de beber’, tú mismo le pedirías, y Él te daría agua viva. (Jn 4,10).

Pues bien, esta samaritana que, a pesar de no tener una vida virtuosa, no era más que una mujer común y sencilla ante el Creador. Jamás hubiera imaginado quién era Aquel, y menos aún el poder que estaba en sus manos de ofrecerle la salvación eterna. Él, en cambio, transborda de deseo de tenerla con él por toda la eternidad. El Señor le pide agua. ¿Su sed era solo física? ¿Es este el mismo “sitio – Tengo sed” (Jn 19,28) dicho por Él desde lo alto de la Cruz? Su gran deseo es redimir al género humano y, en este caso, quiere salvar esa alma.

Dediquemos toda nuestra atención a este encuentro de teología sumamente ilustrativo sobre la llamada de la gracia. Tanto la actitud de Jesús como la de ella son paradigmáticas. Es Él quien toma la iniciativa, independientemente de cualquier oración, petición, deseo o mérito de la mujer samaritana. De hecho, con todos los hombres Él procede de forma totalmente gratuita. Ella no sospecha de las generosas intenciones de su interlocutor; por el contrario, piensa que Jesús, siendo judío, repudia completamente a los samaritanos.

Por este hecho, vemos que Nuestro Señor suele actuar en las almas adaptándose a las formas de ser de cada una. Dirá a Natanael que lo vio debajo de una higuera (cf. Jn 1,48); para Andrés y Juan será una proclamación sobre el Cordero de Dios (cf. Jn 1, 35-37); para los Reyes Magos, era la estrella que apareció en Oriente (cf. Mt 2,2). Para esta mujer, Él pide agua.

¡Qué misteriosa es la bondad de Dios!

Jesús dice además:

“Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed. Pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed. Y el agua que yo le daré se convertirá en él en una fuente de agua que mana para vida eterna” (Jn 4, 13-14).

Jesús necesita agua común corriente, pero su sed de convertir esa alma es incomparablemente mayor, y por eso busca despertar en su interlocutor un interés, enteramente hecho de fe. La gracia comienza a trabajar en su alma suavemente y, al mismo tiempo, con mucha fuerza.

Entonces ella, a su vez, le pregunta a Jesús:

Señor, dame de esta agua, para que no tenga sed y venga aquí a sacarla” (Jn 4,15).

¿Qué quiere decir Nuestro Señor cuando habla de esta agua misteriosa que “brota para la vida eterna”?

Se refería a una maravilla mayor e incomparable que ella necesitaba: las aguas de la gracia. Y ella tenía su alma abierta para recibir este regalo.

Por eso, la liturgia de hoy nos invita: en la ciencia o en la ignorancia, en la virtud o en el pecado, lo fundamental es buscar el agua de la vida, en las fuentes de la Santa Iglesia. Es indispensable que asumamos la sencillez de espíritu y la humildad de corazón de la mujer samaritana, aunque lamentablemente estemos en un camino pecaminoso como el suyo. De esta manera, reconociendo nuestras faltas, teniendo la disposición de no volver más a los caminos del pecado, y pidiendo perdón a Dios a través de la confesión, Él podrá sanar nuestros males y conducirnos a las “fuentes que desembocan en la vida eterna”.

En resumen, de manera especial en este tercer domingo de Cuaresma, pidamos a la Santísima Virgen que nos obtenga de su Divino Hijo el agua de la vida, haciendo brotar en nuestros corazones el precioso líquido de la gracia que nos conduce a la morada eterna.

Extraído, con adaptaciones, de:

CLÁ DIAS, João Scognamiglio. O inédito sobre os Evangelhos: comentários aos Evangelhos dominicais. Città del Vaticano-São Paulo: LEV-Instituto Lumen Sapientiæ, 2012, v. 1, p. 206-207.

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[1] SAN AGUSTÍN. In Ioannis Evangelium. Tractatus XV, n. 6. In: Obras. 2. ed. Madrid: BAC, 1968, v. XIII, p. 409.

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