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Saint-Exupéry y la Civilización Cristiana

Redacción (Viernes, 13-03-2020, Gaudium Press) El autor de El Principito era noble de una familia aristocrática francesa empobrecida, pero que conservaba sin duda ese toque de distinción y espíritu de epopeya que caracterizó a los nobles europeos, especialmente a los de Francia. Al parecer era descendiente de cruzados y llevaba sangre de guerrero y explorador. Sin este antecedente Antoine de Saint-Exupéry es muy posible que nunca hubiera sido piloto apasionado y el escritor que fue. Cierto tipo de humillaciones que Dios permite, le hacen bien a la creatividad humana.

Aunque piloteaba un avión de reconocimiento al servicio de los Aliados durante la segunda guerra mundial, todo parece indicar que fue abatido sobre el mar Mediterráneo frente a Marsella, pero fue dado como desaparecido ya que solamente entre el año 2000 y 2003 se pudo confirmar que los restos del avión que piloteaba eran realmente los encontrados cerca a la rocosa isla de Riou, donde también dos años atrás hallaron su brazalete de acero. Aunque nunca el cadáver.

Sin embargo es criteriológico imaginar su cuerpo con uniforme militar hecho girones y sin vida, atado todavía a la cabina de mando de su avión sin armas -aunque él soñó siempre ser piloto de combate- sacudido por las corrientes marinas del mar que por derecho pertenecía a su raza y estirpe francesa y mediterránea. Al paso del tiempo y seguramente ya carcomido, se desprende y comienza a ser zarandeado suavemente por los movimientos profundos del mar y algunos pececillos mordisquean su carne seca y salada sin darle consentimiento a los viles gusanos que nos roen en la sepultura.

Sin haber estudiado nunca antes gramática literaria o algo parecido, se percibe que era un escritor innato llevando en su sangre noble la capacidad para narrar sus experiencias y las del mundo a su alrededor, con una encanto -charme, dirían los franceses- dulzura e inteligente observación que seguramente fue lo que más atrajo a su esposa, la trepadora y arribista salvadoreña que años más tarde explotaría la leyenda de Saint-Exupéry para su beneficio personal y consabido enriquecimiento, aunque ella era muy rica ya, debido a una viudez prematura que la dejó muy bien económicamente, pues completó con el escritor-piloto tres matrimonios con intereses.

Pero el importante será siempre Saint-Exupéry y su legendaria vida de noble piloto-escritor. Hoy sus libros se siguen editando por miles aunque no se sabe bien a quien corresponde las gananciales de los derechos de autor. Hay un bello museo con su nombre, se dictan conferencias y se escriben ensayos maravillosos sobre su vida y obra. Muy francés, muy fino, de trato agradable y seductor, Saint-Exupéry no tenía alma de mediocre y a falta de una cruzada gustaba mucho de la aventura, que las tuvo varias y con riesgo de muerte casi siempre. Baste leer su Vol de nuit (Vuelo nocturno) guiándose maravillado por las resplandecientes estrellas de un cielo azul oscuro, «con luz de plata en sus noches, son vidrios de puro claras» diría Miguel Hernández.

El Principito por ejemplo es un libro que no podía ser escrito sino por un noble Occidental con vocación universal, porque aún en Japón es un best-seller que conmueve y revive la inocencia de sus lectores, pese a su agnóstico final inaceptable. Y no sería atrevido afirmar que la raíz más profunda de esa capacidad narrativa encantadora, está en que -a pesar de todas las fallas morales que Saint-Exupéry haya tenido- era de algún modo un hijo de la civilización cristiana, y en la tinta de sus escritos también pudo haber gotitas de la sangre redentora de Nuestro Señor Jesucristo de la que surgió Europa con su arte, su música y su mejor literatura.

Por Antonio Borda

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