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En el mes del Gran Patriarca San José

san-jose-2.jpgBogotá (Viernes, 05-03-2010, Gaudium Press) En las consideraciones de la Coronilla de San José o de sus siete Dolores, la quinta lo llama «Vigilantísimo custodio de su Sagrada Familia», que se ve obligada a huir a Egipto para evitar que Jesús fuera asesinado por Herodes.

Una composición de lugar

No han sido poco los piadosos autores que al estilo de la composición de lugar sugerida por San Ignacio de Loyola en sus ejercicios espirituales, imaginan en esa precipitada salida bajo una noche azul sin luna pero con cielo salpicado de estrellas, la silueta de un vigoroso varón de no menos de treinta años de edad, que desplazándose ágil y silenciosamente por un corredor estrecho de la casa que habitaba llega hasta la puerta cerrada de un cuarto modesto, golpea con mucho respeto y pide permiso para abrirla.

Desde adentro debió responder María. Tenían que partir ahí mismo sin perder tiempo y a marchas forzadas. José tenía ya todo listo en el patio. Un robusto jumento aperado y cargado que dejaba espacio para sentar alguien sobre su fuerte espinazo. La joven mujer, cargando un niño recién nacido llega a pasos cortos y rápidos y entregándole el niñito a su esposo se acomoda sobre el asno tranquilamente, extendiendo los brazos para recibir su preciso tesoro otra vez. José revisa con cuidado su fuerte cayado y le colocó una fuerte punta de hierro en un extremo a manera de guarnición para la defensa. Antes de envolverse en su manto prensa al cíngulo una corta faca envainada en cuero virgen. Estaba listo para llevar de cabestro el más preciado tesoro que se le hubiera encomendado en un hombre. Era carpintero de oficio, y a sabiendas que se iba hacia el exilio, cargaba en un joto sobre su hombro izquierdo las herramientas de carpintería que le darían para el sustento en el lejano Egipto.

Partiendo a Egipto

El aspecto aguerrido y resuelto de este hombre debió llamar la atención aunque su mirada fuera mansa y dulce. Bajo sus pobladas cejas negras y del fondo de su abundante barba de un castaño oscuro bello, brotaba una expresión serena pero firme. Parecía un hombre de guerra en receso, un experimentado combatiente al que se le había concedido una dispensa temporal de su oficio militar. Las manos duras pero de alargados dedos finos delataban que era noble de estirpe.

El uso diario de los instrumentos rudos con los que se ganaba el pan diario, fueron familiarizando su vida con el sentido de la lucha, y se veía que en sus utensilios tan pacíficos, él reconocía con discreción las armas de una batalla larga que lo acompañaría hasta la muerte. José no dudaría un instante en usar su bastón o cualquiera de sus rústicas herramientas para defender a su esposa y a su hijo a través del largo camino que ahora emprendía con confianza en la Providencia.

Bien pronto el frío amanecer los encontró desierto adentro, en un camino transitado por gente que venía en dirección contraria. Al paso, cada vez fueron cruzándose con menos caminantes hasta quedar completamente solos por la ruta. José seguía llevando de cabestro al retozado burro que parecía cuidar con su pausado trote y el juego de sus orejotas, la valiosa carga sobre su lomo. María estrechaba al inocente niño contra su pecho y no dejaba de mirarlo como verificando si estaba bien. De vez en cuando levantaba la vista y oteaba el horizonte inmenso seco y ocre delante de ellos. Una fatigante jornada los esperaba bajo la inclemente canícula que iría calentando las rocas y la arena.
Tras varios días de caminar y caminar, deteniéndose a veces bajo la sombra espesa de unas palmeras juntas o un sicomoro, disminuyendo el paso para buscar paseando la mirada una roca junto a la cual pasar la noche, o un fresco manantial para recoger agua, José no podía dejar de pensar en el futuro aunque no expresara en el rostro angustia o miedo. Era un varón en toda la extensión de esa palabra, un hombre maduro y seguro de sí mismo, acostumbrado a enfrentar la vida dura sin descanso, unido desde niño al trajinar y a la fatiga cotidiana.

Huía a Egipto en busca de parientes lejanos de la comunidad judía que había ido a buscar amparo con la primera gran diáspora del pueblo hebreo tras el cautiverio de Babilonia. O Judíos de los tiempos del primero José de su remota genealogía, aquel hijo menor de Jacob que fue vendido por sus hermanos y padeció persecución en esas tierras hasta alcanzar un día no solo la libertad sino la gloria de ser confidente del Faraón y salvador de sus propios traidores hermanos. José el carpintero conocía bien la historia de su raza desde el éxodo liderado por Moisés, y estaba seguro que encontraría albergue, apoyo y trabajo en aquel misterioso país que un día había acogido al pueblo errante.

El perfecto guardián en medio de la adversidad
Avizorando el horizonte bajo sus negras cejas, llevaba del cabestro al asno que también había cargado un día hasta Belén su joven esposa embarazada. José se estaba acostumbrando a tanta adversidad y apremios sin musitar jamás una palabra que pudiera significar impaciencia o contrariedad. Cuidaba responsablemente de su hogar con ánimo viril y enérgica resolución, sin detenerse por ningún motivo en la auto-conmiseración de algunos padres de familia que viven reclamándole a la vida sus dolores y trabajos. Había aprendido desde muy temprano a ganarse la vida palmo a palmo en su trabajo humilde y sin descanso. Era un excelente carpintero de fama en la región que le había visto hacerse hombre a trancos de garlopa.

Llegado que fue a un descampado con tres palmeras, José juzgó necesario detenerse allí y organizar el descanso. Con respetuoso cuidado le recibió a su mujer cansada el niño que dormía plácidamente sin ninguna inquietud. María bajo ella misma del asno y bien pronto volvió acoger entre sus brazos su pequeño tesoro. José mientras tanto bajo del burro algunos sacos, extendió unos tapetes, amontonó un macizo cojín que colocó sobre un lio de mantas y otros paños, con su capa gruesa organizo el lugar para que su esposa y el niño descansaran. De una de las palmeras amarró al manso jumento de forma tal que estando cerca ellos les diera sombra, un poco de calor y protección. Y entre las tres palmeras y el asno echado José construyó un hogar de paso para su familia. Era ya muy noche y comenzaba a soplar un viento suave pero frío. José sacó de otro de los sacos un zurrón lleno de agua fresca para verterla en una taza gruesa de barro cocido. Hizo pronto un fogón con piedras, chispeó la yesca y tuvo fuego con algunas pajas y chamizos secos. De un envoltorio sacó un gran pan ácimo, queso duro y unos higos secos. Los ablandó un poco en el agua tibia y tuvo lista una frugal comida para su familia. María alimentaba al niño pensativa en un ligero arrobo de amor.

El custodio del sumo tesoro

Unas veces viajando de día otras de noche, José llevó el tesoro que Dios Padre le había encomendado bajo custodia estricta, muy lejos de su propia tierra a fin de evitar que el niño fuera asesinado.

¿Cómo imaginar de otra manera el perfil psicológico de este santo varón de Dios sino es a partir de esa misión? José ya había tenido otra tanto o más dura misión al tener que llevar un día a María y al niño a punto de nacer, en un jumento y a pasos largos porque tenía que censarse en Belén. Allí también padeció esa angustia confiada de los santos que aunque no los desespera los hace sufrir profundamente. Pero la huída a Egipto lo retrata fidedignamente y nos lo hace ver en toda la inmensidad de su bella alma: San José era un Varón Católico en la plenitud de la palabra. Un hombre cabal y sin tacha que bien vale recordar con emoción en este mes de marzo.

Por Antonio Borda

 

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