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Y renovarás la faz de la Tierra… II parte

Redacción (Viernes, 21-05-2010, Gaudium Press) El alma que se abre a las inspiraciones del Espíritu, al mismo tiempo en que es iluminada por la doctrina de la Iglesia, se torna, de cierto modo, inerrante. Esta misteriosa actuación del Espíritu Santo pasa por encima de todas las debilidades y miserias, transformando completamente a aquellos que la reciben. Para los corazones así renovados, la única ley consistirá en obedecer al dulcis Hospes animæ (dulce Huésped del alma), dejándolo operar en su interior, como recomendaba insistentemente la santa carmelita, Madre Maravillas de Jesús, a cada una de sus hijas espirituales: «Si tú Le dejas…» – Si tú Le permites…

Espíritu Santo 2.jpgA pesar de ser conocido que la presencia de Dios, como Padre y Amigo, en las almas de los bautizados compete a las tres Personas de la Santísima Trinidad, una vez que éstas siempre actúan en conjunto, se atribuye la morada especialmente al Divino Espíritu Santo, pues ésta se da por el amor y se efectúa apenas en las almas en estado de gracia. Sin embargo, el Espíritu Santo es el amor substancial, porque procede de la unión eterna y amorosa entre el Padre y el Hijo.

San Pablo, al referirse a esta divina morada, se muestra aún más osado, no restringiéndola apenas al alma, sino, considerando sus reflejos en el propio cuerpo: «¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros?» (I Cor 6, 19).

La Transformación de los Apóstoles en Pentecostés

Muchas veces, la acción del Espíritu Santo en las almas se hace de modo suave y paulatino, en la medida en que estas no le opongan obstáculos, purificándolas de sus culpas e invitándolas a progresar siempre más en la virtud. En otras ocasiones, sin embargo, esta transformación se opera de modo súbito y fulminante. Tal fue el caso de los Apóstoles.

Durante la Pasión de Jesús, ellos revelaron toda la pusilanimidad propia a la naturaleza humana. Temerosos de sufrir el mismo destino del Maestro, habían huido, abandonándolo en el momento en que Él más necesitaba de su compañía. Y si, después de aquellos días de tragedia, todavía se conservaban reunidos en el Cenáculo, esto se debía a las oraciones y la acción de la Santísima Virgen, así como a las apariciones del Señor resucitado.

Sus corazones permanecían todavía vacilantes, sus buenos deseos, mezclados a la ambición por el primer lugar, no eran perfectos y ellos mismos deberían experimentar un sentimiento de indignidad en relación a la grandeza de la obra que el Señor les confiara. Entretanto, una esperanza los mantenía juntos, perseverando unánimes en la oración (cf. At 1,14): era la promesa hecha bajo juramento por el propio Cristo: «Os digo la verdad: ¡conviene a vosotros que Yo vaya! Porque si Yo no voy, el Paráclito no vendrá a vosotros; pero si Me voy, yo lo enviaré» (Jn 16, 7).

Sí, era necesario que Jesús fuese para que viniese el Espíritu; convenía que los discípulos, cuya visión del Maestro era por demás humana, sintiesen el vacío creado por Su ausencia y comprendiesen, ahora distanciados, el origen divino de Aquel que los congregara. Esta nueva perspectiva solo sería alcanzada por acción del Paráclito que les enseñaría «toda la verdad» (Jn 16, 13).

Así, diez días después de su ascensión a los cielos, realizando la profecía que Él mismo hiciera, el Hijo enviaba sobre los discípulos al Defensor prometido, por cuya acción repentina y eficaz aquellos hombres tímidos y llenos de lagunas fueron transformados en verdaderas columnas de la Fe. Simón Pedro, que hacía pocas semanas negara a su Señor por miedo de una criada, no temía ahora predicar a ese mismo Crucificado en las puertas del Templo. Santiago y Juan, de temperamento colérico y ambicioso, se convirtieron en campeones de la dulzura, Apóstoles del «nuevo mandamiento del amor».

pentecostes3.jpgTomás, el incrédulo, haría llegar su palabra ardorosa hasta los rincones más remotos de la India. ¿Qué fuerza inexplicable para los ojos humanos los movía ahora, impulsándolos a conquistar el mundo para Cristo? ¿Qué misterioso poder los llenara de una nueva infusión de dones y de los más preciosos carismas?

Afuera, se oyó un ruido insólito, venido del cielo, semejante al de un viento impetuoso, al mismo tiempo en que sobre la cabeza de cada uno reposara una lengua de fuego. Estas señales exteriores, que confirmaban el cambio operado en sus espíritus eran símbolos de la gracia otorgada, del ímpetu de la caridad y la grandeza de Dios que descendía. El viento, al cual Jesús ya hiciera alusión en la conversación nocturna con Nicodemo (cf. Jn 3, 8), figuraba las inspiraciones repentinas enviadas por el Espíritu, mientras las lenguas, inundando de ígneo resplandor la sala del Cenáculo, indicaban la plenitud de Fe y amor que convenía a los anunciadores de la Palabra de Dios.

Dones y frutos del Espíritu Santo

Para comprender bien la importancia de este acontecimiento, cuya conmemoración finaliza el Ciclo Pascual, es necesario conocer la magnitud de los dones que allí fueron concedidos, no solo personalmente a los discípulos, sino a toda la Iglesia, perpetuándose por los Sacramentos del Bautismo y el Crisma.

Por las virtudes infusas, el alma actúa según su libre arbitrio auxiliado por la gracia, a manera de un pájaro que vuela por el esfuerzo propio de sus alas. Los dones, sin embargo, la disponen para dejarse conducir directamente bajo el impulso del Espíritu Santo, como nube que se mueve al menor soplo de brisa: «¿Quiénes son estos, que vuelan como nubes?» (Is 60, 8).

Siete son los dones que provienen del Espíritu y adornan el alma, confiriéndole belleza y atracción. Por ellos, según explican los Santos Padres y los teólogos, se adquiere fuerza para resistir a las principales tentaciones y alejarse de los obstáculos para la vida de perfección. Cuatro de estos dones tienen por finalidad iluminar la inteligencia, mientras los otros tres ponen en movimiento la voluntad.

El don de sabiduría ilustra el alma para el conocimiento de Dios y la contemplación de sus adorables atributos; el don de la ciencia hace penetrar con discernimiento en las criaturas y juzgarlas de modo correcto; el don de entendimiento permite comprender los misterios divinos; y el don de consejo rige las acciones, de modo a usar ordenadamente los conocimientos anteriores.

Ya el don de fortaleza opera en el campo de la voluntad, perfeccionando la virtud del mismo nombre y robusteciéndola contra el vano temor mundano; el don de la piedad inclina al amor de Dios y a la caridad para con el prójimo; por último, el santo temor se opone a las inclinaciones de orgullo y soberbia, tan enraizadas en el corazón humano.

El alma que se deja inundar por la acción del Espíritu Santo no tardará en producir frutos de santidad, que rociarán a su alrededor el buen olor de Cristo y comunicarán a su persona un encanto todo espiritual. En su corazón reinarán la paz y la mansedumbre, la bondad se reflejará en su relacionamiento con los otros, la modestia brillará en su comportamiento y el gozo por la posesión del Amado la acompañará constantemente. Y por esto que el Espíritu Santo es llamado también el Espíritu de la alegría, pues Su presencia y actuación vienen siempre seguidas de un bienestar interior que, a veces, se refleja en el propio físico, y que constituye el verdadero tesoro de los santos. San Pablo, en su carta a los Gálatas, enumera estos frutos del Espíritu y en seguida aconseja: «Si vivimos por el Espíritu, andemos también de acuerdo con el Espíritu» (Gl 5, 25).

El Alma de la Iglesia

Pentecostes4.jpgAquí tocamos en los umbrales de un misterio que envuelve la Historia de la Iglesia y ha sido causa de confusión y desconcierto para aquellos que se esfuerzan por destruirla. Al prometer a Pedro que las puertas del infierno no prevalecerían contra Su Iglesia, Jesús no hablaba de la parte humana, de esta que, por veces, se ha revelado tan frágil y sujeta a miserias. Se refería sí, a la parte divina, que es la que confiere a la Esposa Mística de Cristo su carácter triunfante e inmortal. El alma de la Iglesia es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Defensor prometido y enviado, que la santifica y enriquece por la acción de Su gracia y Sus dones, impidiendo que Ella venga a sucumbir, o hasta languidecer, bajo los reiterados ataques de sus adversarios. En el Paráclito encontramos la explicación del gran secreto por el cual la Iglesia «toda gloriosa, sin mancha, sin arruga, sin cualquier otro defecto semejante, sino santa e irreprensible» (Ef 5, 27) continúa su cortejo victorioso a lo largo de los siglos, engendrando nuevos hijos y llevando su doctrina hasta los confines del mundo.

Comprendemos, entonces, de dónde proviene la enseñanza infalible de los Papas durante casi dos milenios, el surgimiento de nuevos carismas siempre que sus necesidades lo requieren, el incesante florecer de almas santas que, como otros Cristos, prolongan por medio del ejemplo su adorable presencia en la Tierra: «Aquí estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

Antes y después de Cristo

El mundo, antes de la venida de Nuestro Señor Jesucristo, estaba en una decadencia enorme, se puede decir que la humanidad había alcanzado un auge de maldad inimaginable: por todas partes imperaba la idolatría, se observaban las costumbres más depravadas y la degradación de la dignidad alcanzara profundidades nunca vistas. Si nuestros primeros padres, Adán y Eva, todavía viviesen en aquella época, no podrían creer que, por un solo pecado cometido, su descendencia hubiese llegado a la situación en que se encontraba en el tiempo del nacimiento de Jesús.

La Encarnación de Nuestro Señor fue un punto histórico que dividió las eras en antes y después de Cristo. El hecho de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad haber asumido nuestra carne y, después de cumplir Su misión redentora, haber subido a los Cielos y enviado al Espíritu Santo, cambió la faz de la Tierra.

Por la Hna. Clara Isabel Morazzani Arráiz E. P.

 

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