viernes, 19 de abril de 2024
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Un atardecer, trascendiendo, en el "atisbo de lo divino"

Bogotá (Martes, 14-09-2010, Gaudium Press) Al hablar de la religión, y particularmente de los actos externos por los cuales el hombre demuestra su sumisión y gratitud a Dios, Santo Tomás de Aquino ratifica una vez más la necesidad que tienen los hijos de Adán de usar de las cosas sensibles para en ellas buscar las espirituales, particularmente al Creador:

«Siendo connatural al hombre adquirir el conocimiento por medio de los sentidos, y dificilísimo trascender las cosas sensibles, Dios le proveyó de tal manera atisbar en ello lo divino, para que su pensamiento se sintiera así más atraído por lo que pertenece a Dios incluidas aquellas cosas que la mente humana no es capaz de contemplar en sí mismas» (Contra Gentes, III, cap. 119).

‘Atisbar en las cosas sensibles lo divino’. Ese es el camino más común para encontrar a Dios, de acuerdo a la naturaleza sensitivo-espiritual del hombre, y por tanto, de acuerdo al plan divino que así dispuso esa naturaleza. Lo dice el propio Doctor Universal de la Iglesia.

Por tanto, salvado el papel ‘glorificativo de Dios’ que tiene la Creación, su ‘función’ más importante es la de servir de escalera para que los hombres, llamados todos a ser contemplativos incluso en la acción, arriben hasta el reino de la Divinidad. En la Creación el hombre debe ‘atisbar’ lo divino; la realidad creada le debe servir de catalejo, de telescopio, para ‘observar’ a Dios. Y es que al final «todo lo que existe o puede existir tiene que ser una imitación, en grados muy diversos, de la Esencia Divina», como afirma García López en su Metafísica Tomista.

Lo anterior es particularmente cierto con aquellas realidades, que por ser enteramente naturales, no han sido manchadas por la mano del hombre pecador.

Por ejemplo, el maravilloso atardecer de la foto adjunta, en Kuala Terengganu, Malasia.

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Foto: Azri Ramli

El astro rey, aun no enteramente al filo del horizonte, es atenuado en su esplendor por difusas nubes, que aunque no logran reducirlo a la impotencia, desdibujan un tanto su figura. Aun no ha llegado al espacio de unas nubes más densas que se encuentran abajo, y, por ello, su brillo aun puede trazar con nitidez una firme línea dorada en las aguas marcando como que un límite o un camino al pescador que en su canoa realiza las últimas faenas de la jornada.

En este atardecer todo es dorado o impregnado por el dorado. Aunque velado, el sol logra imponer su señorío con sus tonos aúreos, de una manera serena pero firme. Él está ahí presente, con su luz y su calor, iluminando el cielo y recubriendo las aguas, y entretanto ‘respetuoso’, delicado. No se le ve directamente, pero ahí está. Sus dorados no encandilan, sino que acarician, aplican un suave barniz. Y así es Dios. Cuando ejerce su acción benéfica todo lo torna como el oro, valioso, sublime. Y aunque no le veamos directamente, ahí está presente. Presente al que lo quiera ver, y también lo suficientemente discreto para respetar la libertad, hasta la del miope ateo.

Esa estela dorada que el sol tardío está trazando sobre el agua, es un símbolo apropiado del ‘camino’ del que hemos hablado: esas aguas del surco del oro no solo hablan de Dios sino que invitan a subir hacia Él; y aún llegando al cielo, tendremos que atravesar las nubes del misterio, pero detrás de ellas, ahí está Él, sublime, acogedor, la plenitud de todas nuestras ansias.

Por Saúl Castiblanco

 

 

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