jueves, 25 de abril de 2024
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El pincel de la sublimidad y la templanza

Friburgo.jpgRedacción (Jueves, 04-11-2010, Gaudium Press) Gótico, vitrales, escolástica… La sonoridad de este conjunto de palabras armónicas nos ilustra en la mente una era histórica, que sin ser la ideal, fue en muchas cosas ejemplar. Entretanto, esta no surgió por generación espontánea, al contrario, fructificó de un proceso inspirado por el Espíritu Santo.

De hecho, estudiando la Historia de la Iglesia, comprobamos la importancia y providencia del Imperio Romano, pues extendiéndose y dominando una gran parte del mundo civilizado, favoreció grandemente la expansión del Cristianismo naciente. Con la decadencia de este «coloso» y la invasión de los bárbaros, las expectativas humanas respecto a la continuidad de la civilización, la cultura y el propio Cuerpo Místico de Cristo, se agitaron. Sin embargo, los planes insondables de Dios hicieron surgir dentro de este caos -como un lirio purísimo que nace del lodo, en la noche y bajo la tempestad- una civilización, fruto de la preciosísima sangre derramada en el Calvario.

Surge entonces, en el seno de la Iglesia, una noción muy amplia del amor a Dios, fuente de toda belleza y un modo de ver la santidad, donde se entiende que la práctica de los Mandamientos, sobretodo del primero, lleva al hombre a querer implantar el verum, bonum y pulchrum en este valle de lágrimas, para que todo se torne semejante al Cielo. De ahí que las órdenes religiosas, constituidas para practicar la perfección espiritual y el desapego de los bienes materiales, están en el origen de innúmerables maravillas que adornaron aquel lirio inmaculado del que ya hablamos.

En la Orden fundada por Santo Domingo – durante el transcurso de su existencia casi milenaria – surgieron muchísimas luminarias como Santo Tomás de Aquino, San Pío V, Santa Catalina de Siena, etc. Dentro de esta constelación, sobresale por su brillo intenso y atrayente el bienaventurado Fra Angélico, llamado por Pío XII como «santo religioso y sumo artista», y que con toda justicia es considerado el pintor católico por excelencia.

Habiendo nacido a fines del siglo XIV, y vivido la mayor parte de su vida en el período del Renacimiento, el Beato Angélico – cuyo nombre era Guido de Fiésole, y más tarde, Juan de Fiésole al entrar a la orden dominicana – fue un artista característicamente medieval.

Inició su camino en la orden de los predicadores alrededor de 1420 y, poco tiempo después, recibió la Ordenación sacerdotal.

«Entre 1439 y 1445 formó parte de la comunidad dominicana de S. Marcos, en Florencia, siendo prior San Antonino».[1] Ahí, llenaría de sus frescos todos los ambientes que lo circundaban: el claustro, la sala capitular, los corredores y hasta las celdas del convento, pues él era trasladado periódicamente, y así, todas ellas quedaron «angélicas».

Más tarde fue llamado a Roma, por el Papa Eugenio IV, a fin de pintar una capilla en S. Pedro y otra en el Palacio Vaticano.

Posteriormente, fue propuesto como Arzobispo de Florencia, pero él rechazó y sugirió a su queridísimo prior Antonino, el cual se tornó de hecho prelado de esta importante ciudad de Italia. Años después, el religioso-artista, se tornó prior en Fiésole.

Beato Angelico.jpgPosteriormente, volvió a la Ciudad Eterna, para vivir en el convento de Santa María Sopra Minerva, donde, después de una vida de perfección, completó sus días.

El 3 de Octubre de 1982, fue beatificado por el Siervo de Dios Juan Pablo II.

Pasados dos años de su beatificación, en una reunión del Año Santo para los artistas, el Santo Padre comentó respecto a él: «Con toda su vida cantó la gloria de Dios, que traía como tesoro en la profundidad de su corazón y expresaba en las obras de arte. Fra Angélico permaneció en la memoria de la Iglesia y en la historia de la cultura, como extraordinario religioso- artista».[2]

A pesar de su intensa vida de acción, Fra Angélico poseía un alma contemplativa muy privilegiada. La tradición nos cuenta que la Reina de los Ángeles se le aparecía en el momento en que era retratada, hecho que explica el inefable sobrenatural de sus numerosas pinturas sobre la Virgen María.

Además de estos fenómenos místicos extraordinarios, el Beato pintor poseía una vida interior riquísima. Sobresalían entre sus virtudes, la templanza y la admiración por lo sobrenatural, lo que se proyecta en los celestiales personajes por él pintados. Sería sensato imaginar a nuestro bienaventurado monje meditando horas prolongadas y hasta días dentro del monasterio -estando en la capilla o caminando en el jardín, o hasta recogido en su celda austera- los misterios de Nuestra Fe y las escenas que retrataría, explorando no solo los detalles minuciosos que se notan en sus pinturas, pero, sobre todo el imponderable metafísico y más alto del episodio.

«Mirar al Beato Angélico es mirar un modelo de vida -decía Juan Pablo II- donde el arte se revela como camino que puede llevar a la perfección cristiana: él fue religioso ejemplar y gran artista». Por tanto, un hombre muy virtuoso que siempre buscó – a través del arte pictórico – picos, ideales, pulcritudes, inclusive en las menores cosas.

Rey de la pintura, él es también maestro de lo maravilloso, atribuyendo esplendor insuperable a los mínimos detalles de sus cuadros, al punto de dejar al espectador encantado y presto a la contemplación de sus pinturas, que a su vez lo llevan a la contemplación de las sublimidades celestiales.

Lleno de dones sobrenaturales, las habilidades naturales no le eran ajenas. Nos explican los estudiosos que él mismo fabricaba las tintas que usaba. Triturando piedras semipreciosas y mezclándolas con otras substancias, obtenía los mejores colores de su extraordinaria paleta. Entretanto, consciente de ser este mundo un valle de lágrimas, lleno de pormenores poco interesantes, banales, o hasta estéticamente desagradables, el Beato Angélico supo crear un modo de atenuarlos y tornarlos pintorescos. De donde sus personajes, de cierto modo, transcienden a las debilidades de nuestra naturaleza decaída y se nos figuran casi sin marca de pecado original.

Angelico.jpgSus pinturas son un fiel reflejo de las almas arquetípicas que hicieron de la Edad Media una época impar en la Cristiandad. Son retratados hombres para los cuales esta vida es antecámara de la celestial; personas repletas de luz, de inocencia y de ligereza, que probablemente se veían en su época…

Las representaciones de la «Madonna» son relucientes, dotadas de un fulgor venido del interior y que ilumina todo su ser y de los que la rodean, así como de los que a Ella se dirigen con fervor. En los ángeles están presentes los contrastes de la fortaleza con la suavidad de espíritu, armonizándose dentro de una templanza perfecta. Se refleja en ellos un movimiento de alma hacia lo alto, listos para elevarse en sus «meditaciones» a Dios. En fin, los ángeles, los santos, las vírgenes y todo lo que Fra Angélico pintó, transbordan los aspectos sagrados y místicos, caracterizados – dentro de la santidad – por la templanza, la inocencia y la fortaleza.

Aunque, solo alguien que poseyese las mismas virtudes, fruto de la meditación y la contemplación, o sea, de la oración permanente, podría representar de manera tan perfecta tales seres. «En él, el arte se vuelve oración».[3] De ahí, podemos concluir que todo el arte que salía del impecable pincel del Beato Angélico, no era sino un espejo cristalino de las maravillas que poseía dentro de su alma. Y así: «Llamado Angélico por la bondad de su alma y la belleza de sus pinturas ‘Fra Giovanni de Fiésole’ fue sacerdote-artista, que supo traducir en colores la elocuencia de la palabra de Dios».[4]

Por Iván Daniel Tefel Amador

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[1] SANTOS DE CADA DIA. 2 ed. Braga. Vol. I, p. 205.
[2] in: www.vatican.va
[3] Idem, p.207.
[4] Idem.

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