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Pasamanos de la escalera de la vida

Redacción (Jueves, 23-12-2010, Gaudium Press) La teología moral de San Agustín, tanto como la ética de Aristóteles, fueron las fuentes de las doctrinas escolásticas sobre la razón moral. En De Libero Arbitrio, el obispo de Hipona afirmó que la moralidad exige de la voluntad humana su conformidad con las prescripciones de la ley inmutable y eterna, impresa en nuestra mente. Tal ley, llamada de summa ratio (razón suprema), debe ser siempre obedecida. Por sus patrones es que son juzgados los buenos y los malos. [1]

Concorde con la tesis agustiniana, [2] Santo Tomás busca definir meticulosamente la ley eterna acentuando de inicio que ella «no es sino la razón de la sabiduría divina, en la medida en que ella dirige todos los actos y movimientos». [3] Esta ley -que se identifica con la Providencia Divina- es, por tanto, el principio ordenador de todo el universo creado: «Toda la comunidad del universo es gobernada por la razón divina. Y así la propia razón del gobierno de las cosas en Dios, como príncipe del universo, tiene razón de ley». [4] Así, la suprema ley es el propio Dios, siendo eterna como Él es eterno; es la Sabiduría de Dios «que mueve todas las cosas para su debido fin». [5] Y todas las cosas son evaluadas según la ley eterna, siguiéndose de ahí que de ella todas participan de algún modo, y sus propensiones para sus actos y fines propios vienen de la impresión en sí de esta ley.

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En las cuestiones 90 a 108 de la Suma Teológica, parte I-II, Santo Tomás se extiende genialmente sobre el significado y el alcance de la ley eterna y sobre las otras leyes que de ella derivan: la ley natural, la ley divina y la ley humana.

Comenzando por la ley natural, él la define como «la participación de la ley eterna en la criatura racional», siendo proporcionada por la «luz del intelecto puesta en nosotros por Dios, a través de la cual conocemos lo que debemos hacer y lo que debemos evitar», [6] por ser una norma imperativa para dirigir los actos libres del hombre.

En otro lugar, Santo Tomás describe la ley natural como los primeros principios de la actividad moral humana, evidentes de sí, no demostrables. [7]

Nadie puede, con sinceridad y en el uso normal de sus facultades mentales, [8] negar la existencia de esta ley natural, según la cual hay obras buenas y otras malas por su propia naturaleza. Santo Tomás afirma que todos los hombres conocen por lo menos los principios comunes de la ley natural. [9] Dice él también que, «en relación a los principios comunes de la razón ya sea especulativa, ya sea práctica, la verdad o rectitud es la misma en todos, e igualmente conocida».[10] Quiere decir, no hay quien no conozca la distinción entre bien y mal, y nuestra obligación de optar por el primero y rechazar el segundo se presenta a la inteligencia con fuerza de ley.

También la ley humana positiva tiene la obligación de conformarse con la Sabiduría de Dios. Es a ella que el Aquinate se refiere cuando afirma que, como «el fin último de la vida humana es la felicidad o bienaventuranza […] es necesario que la ley vise máximamente el orden que es para la bienaventuranza».[11] La ley temporal no puede interferir con la ley eterna, sino debe apoyarla.

La ley divina – consolidada en los Diez Mandamientos – muestra al hombre el camino a seguir para practicar el bien y alcanzar su fin. Santo Tomás se pregunta si, habiendo ya la ley natural y las leyes humanas, es preciso también haber una ley divina positiva.

Él inicia su respuesta recordando que la bienaventuranza eterna, para la cual el hombre fue creado, «excede la proporción de la potencia natural humana». Así se hace necesario que, «por encima de la ley natural y humana, fuese dirigido también a su fin por la ley divinamente dada».[12]

Todas estas leyes son como pasamanos en una larga y difícil trayectoria, en una escalera colocada sobre un abismo. Puede ser que estos pasamanos parezcan limitaciones absurdas a la libertad. En realidad, son escudos que Dios nos concedió para proteger la verdadera libertad y para auxiliarnos en la ascensión hasta Él.

¡Cómo están equivocadas ciertas corrientes de educación que buscan instilar en el niño y el joven la idea de que los principios morales son fríos y crueles! Lo cierto, afirman ellas, sería optar por una moral «amiga», relativa, dependiente apenas de las circunstancias, de los casos particulares, y olvidar tales principios.

No es necesario hacer hincapié en la nocividad de tal doctrina al tesoro acumulado a partir de la primera mirada sobre el ser. Y qué resultados funestos traen para la sociedad como un todo. Basta mirar lo que va pasando a nuestro alrededor…

Por Mons. João S. Clá Dias, EP
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[1] De Libero Arbitrio, I, 1.6.15.48-49; 51: «Illa lex quae summa ratio nominatur cui semper obtemperandum est et per quam mali miseram, boni beatam vitam merentur […], potestne cuipiam intellegenti non incommutabilis aeternaque videri? An potest aliquando iniustum esse, ut mali miseri, boni autem beati sint? […] Ut igitur breviter aeternae legis notionem, quae impressa nobis est, quantum valeo, verbis explicem, ea est, qua iustum est, ut omnia sint ordinatissima».
[2] Cf. S. Th. I-II, q. 93, a. 1: «Sed contra est quod Augustinus dicit quod lex aeterna est summa ratio, cui semper obtemperandum est».
[3] S. Th. I-II, q. 93, a. 1. «Nihil aliud est quam ratio divinae sapientiae, secundum quod est directiva omnium actuum et motionum».
[4] S. Th. I-II, q. 91, a. 1: «Tota communitas universi gubernatur ratione divina. Et ideo ipsa gubernationis rerum in Deo sicut in principe universitatis existens, legis habet rationem».
[5] S. Th. I-II, q. 93, a. 1. «Moventis omnia ad debitum finem».
[6] Collationes in decem praeceptis, Proœmium: «Lex naturae […] nihil aliud est nisi lumen intellectus insitum nobis a Deo, per quod cognoscimus quid agendum et quid vitandum».
[7] Cf. S. Th. I-II, q. 94, a. 2. «Sunt quaedam principia per se nota».
[8] «Alguna persona dotada de inteligencia», decía San Agustín (op. cit. 1.6.15.48).
[9] Cf. S. Th. I-II, q. 93, a. 2.
[10] S. Th. I-II, q. 94, a. 4. «Quantum ad communia principia rationis sive speculativae sive practicae, est eadem veritas seu rectitudo apud omnes, et aequaliter nota».
[11] S. Th. I-II, q. 90, a. 2. «Oportet quod lex maxime respiciat ordinem qui est in beatitudinem».
[12] S. Th. I-II, q. 91, a. 4. «Excedit proportionem naturalis facultatis humanae. Ut supra legem naturalem et humanam, dirigeretur etiam ad suum finem lege divinitus data».

 

 

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